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Aventura en el desierto

Por 20 de abril de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Me miro en el espejo y me siento orgulloso y viril. Llevo en la cabeza una especie de turbante nómada que, por supuesto, no me he anudado yo, pero que me hace sentir como un Lawrence de Arabia peruano, como un explorador de las fuentes del Nilo. Nomás debo tener cuidado de que no se me desbarate con el viento, porque no sabría ponérmelo solo.

La expedición al desierto del Sahara parte del pueblo de Merzouga, al sur de Marruecos. El programa incluye un largo trayecto en camello, una noche en una jaima y la escalada de una gigantesca duna para ver salir el sol antes de regresar por la mañana, después de haber vivido como un verdadero beduino bere bere.

Las emociones fuertes comienzan desde que me trepo al dromedario. Me preocupa que el animal se desboque, que se pierda, que se violente. Tardo un poco en darme cuenta de que los dromedarios van en fila india, atados entre sí y llevados por un guía, como los ponys de los alberges infantiles. Y es imposible que se pierdan porque han hecho tantas veces este camino que está todo sembrado de caquitas negras, como las migas de Hansel y Gretel. Pero lo que más me tranquiliza es que en un camello va una niña de tres años, y en el último, una mujer embarazada de seis meses. Me alivia formar parte de una aventura para infantes y parturientas.

Ya en el lugar, comemos sólo platos calientes. Uno de los guías me ha explicado que la mayoría de turistas no aguanta bien las ensaladas, quizá por el agua con que se lavan las verduras. Para evitar inconvenientes diarreas, toda la comida está bien hervida y se usan ingredientes sintéticos siempre que sea posible.

Pero lo mejor, sin duda, es la jaima. Es totalmente auténtica, excepto por el colchón y los cobertores y las lámparas de gas. Una chica francesa ha pedido un tipo de colchón especial para no maltratarse la espalda, y se lo han conseguido. Otra ha conseguido que la dejen dormir en la jaima con su chihuahua. Sí. Ha ido de vacaciones con su perro.

Los turistas queremos aventuras, pero tampoco tantas. Lo que nos gusta es el pelaje de la aventura, la imagen de una vida agitada de exploración y riesgos, pero sin los riesgos. No compramos una vida distinta de nuestra existencia segura y reposada, sólo la fantasía de escapar de ella. Eso sí, queremos la mejor fantasía que el dinero pueda comprar. Una señora se queja ante el guía de que el viento no la deja dormir y le exige que haga algo al respecto. Otra ha pedido un menú vegetariano (pero que no incluya ensaladas, claro). Yo miro bien si no hay bichos en la jaima, no vaya a ser que me pique alguno. Y así pasamos la noche, sintiéndonos realmente alejados de la civilización, prófugos de Occidente, tratando de olvidar que nuestro guía usa sin problemas su teléfono móvil.

Para cuando el sol sale, a la mañana siguiente, unos niños han llegado al campamento para vender artesanías y collares. Más adelante, se les unen unas mujeres. Su pueblo debe estar a menos de cinco minutos, pero eso también vamos a ignorarlo. De hecho, una señora –creo que holandesa- los considera parte del paisaje, como las palmeras o los dromedarios. Les toma fotos y le dice algo a su marido, que a mí me suena como “mira cariño, qué auténtico: una pobre. Perdone, señora pobre ¿puedo tomarle una foto?”.

A las nueve de la mañana, estamos de regreso en el albergue, listos para las duchas y la piscina, agotados de una vida intrépida y audaz.          

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