Marcelo Figueras
Me sorprendió que tantos se enganchasen a hablar de amor, a partir del texto que ayer me inspiró un disco de Joni Mitchell. Durante un rato temí que fuesen sólo mujeres las que recogían el guante, en cuyo caso habría certificado aquello de que los hombres somos víctimas inescapables de nuestro género; pero aparecieron al fin el Jevi-llano y Javier Andrade, confiables como las mareas. De cualquier forma sigo pensando que las mujeres son más francas al hablar de sus requiebros, lo que a la larga termina convirtiéndolas en más sabias. Me gusta una canción de KT Tunstall que comienza diciendo: “Mi corazón me conoce mejor de lo que yo me conozco, así que voy a dejar que sea él quien hable”. Los hombres también tenemos corazones que nos conocen bien, pero nosotros insistimos en tratarlos de usted y no los consultamos ni para saber la hora.
Por algún motivo, seguramente vinculado a mi torpeza en la expresión de cualquier elemento emocional, Olga Trevijano interpretó que mi visión del amor era derrotista, o tal vez cínica. No es ninguna de las dos cosas, ¡y eso que cargo con un cofre lleno de frustraciones! Defendería la imagen del amante como autoestopista porque creo que el amor suele conducirse de esa forma: nos recoge ocasionalmente, nos transporta por un rato y la mayoría de las veces vuelve a dejarnos al borde del camino, pero no creo que esto sea una visión negativa del asunto, sino más bien realista –y desde la esperanza. En este terreno no hay nada más venenoso que las expectativas equivocadas. Hace ya tiempo que no aliento la fantasía de “conducir” el amor; creo que todo lo que puedo hacer es comportarme como un surfer, esto es ser paciente en la espera de la ola justa, cabalgar encima de su fuerza aprovechando el impulso y aspirar a no caer antes de tiempo.
Cuando digo que la satisfacción emocional es imposible, me refiero a la satisfacción definitiva. Por supuesto que conozco la felicidad, pero me consta que es tan fugaz como una ola y la acepto tal cual es. En su esencia no se diferencia mucho del fenómeno de la vida del que por supuesto forma parte, y al que alude como un eco: algo que tan sólo es, y siempre brevemente. En cuanto tratamos de imponerle nociones intelectuales como el transcurso en línea recta o la perdurabilidad del calendario, sólo produce dolor. Esos dolores tan profundos como los que impulsaron al amigo de Ana María a decir que desearía no haber vivido determinadas experiencias aun cuando no sea verdad, porque se bajó de esas experiencias en otro lugar de la autopista –un lugar más próximo al nuevo amor.
(Días atrás oí algo sabio de boca del más improbable de los oráculos, esto es una ex modelo: ella decía que la fantasía del amor eterno era propia de una época en que la vida era por fuerza mucho más corta. Una cosa era conservarlo cuando moríamos a los treinta años, y otra muy distinta es conservarlo ahora, cuando nuestra expectativa de vida llega a los ochenta o noventa. De cualquier forma yo sigo aspirando a que mi amor dure lo que me resta de vida.)
No creo que la oposición clasicismo-romanticismo nos ilumine en esta materia. Lo que nos serviría, imagino, es una suerte de combinación de ambos estilos que quizás podría llamarse romanticismo zen: un approach que utilice la intensidad del romanticismo con la perspectiva del zen y nos permita gozar de la pasión con plena conciencia de su fugacidad. Y aquí subrayo: gozar de la pasión, no sufrirla. Encontrar el punto en que la noción de ser transpasados por una emoción que no podemos retener ni encapsular se convierte en parte del goce, y no de sus espinas. Está claro que no existen dos olas iguales, pero la certeza de que tarde o temprano otra ola romperá en la playa lo aproxima a uno a un cierto equilibrio que facilita la verdadera apertura del corazón.
Que es de lo que se trata, finalmente: volverse disponible al amor, habiéndole perdido el miedo al dolor.