Marcelo Figueras
En un comentario que hizo a un texto de la semana pasada, Javier Andrade retomó la idea de que nuestras sociedades trabajan sobre la negación del dolor, para agregar algo más que se complacen en negar: la frustración. La cultura de masas es exitista. A juzgar por las películas, todos estamos llamados a un destino único que cumpliremos en el tercer acto, después de haber perseverado y atravesado pruebas. Y esto es mentira, aunque más no sea porque se trata de una verdad a medias. Todos estamos llamados a un destino único, puesto que se trata de un destino que sólo nosotros podemos llevar a fruición, y nadie más en nuestro lugar. Pero no es cierto que vayamos a cumplirlo necesariamente, porque eso entrañaría arriesgarse a sufrir reiteradas frustraciones, y eso no es algo que muchos estén dispuestos a tolerar.
Decir que nuestra sociedad no soporta frustraciones es casi igual a decir que nuestra sociedad es caprichosa: ante el primer contratiempo, patalea, grita y llora como un niño malcriado. Aquí en la Argentina, la experiencia de haber vivido tantos años en el silencio antinatural de la dictadura ha supuesto que nos pasemos al otro extremo. Ahora padecemos algo que podría calificarse de protestismo. Protestamos por cualquier cosa, a viva voz y en la calle. La semana pasada, haciendo fila en un banco (¿habrá cosa más odiosa que las filas y que los bancos?), un hombre que esperaba detrás de mí protestó porque una mujer se acercó a la ventanilla a formular una pregunta. El hombre sugirió que la mujer debía preguntar en el sector de informaciones; el problema es que la mujer ya lo había hecho y sin obtener satisfacción, de lo que daban fe otros que estaban más atrás en la fila. Pudiendo haberle preguntado a la mujer si no había intentado en Informaciones, el hombre eligió quejarse, lo cual demostró que estaba más dispuesto a protestar que a saber, o a tender su mano al otro.
Del mismo modo, un reclamo gremial paralizó días atrás la totalidad del servicio de transporte subterráneo, lo cual supuso, según cifras difundidas por los medios, que un millón de trabajadores de Buenos Aires sufriesen contratiempos para llegar a la oficina y para regresar a sus casas. Por supuesto, este es un tema complejo que no pretendo agotar aquí, ya que muchas de las causas de los reclamos son justas y a menudo entrañan intrigas políticas de entramado veneciano. (Este caso de los subterráneos, por ejemplo, es otra muestra de los representantes de la vieja política montándose sobre prácticas nuevas y practicando el neopiqueterismo.) Todo lo que me importa aquí es subrayar la naturalidad con que la sociedad asume que mi propia frustración es motivo suficiente para que yo me lance a frustrar a otros, aun cuando la lógica indica que me sería más beneficioso no alienar a la opinión pública con cuyo apoyo me convendría contar.
No olvidemos que aunque la sociedad no nos enseña a lidiar con la frustración, sí nos enseña a sublimarla. Cuando se siente frustrada, la mayor parte de la gente se compra algo nuevo. La opción, tal como la describía una canción del desaparecido grupo Fricción, es consumación o consumo. Si no logro consumar lo que deseo, procedo a consumir. Y si no tengo dinero para consumir, siempre me queda la opción de salir a la calle a cortar el tránsito, o de tomar las aulas para evitar una votación que no me gusta, como también ocurre en estos días en la Universidad de Buenos Aires, escenario de una batalla en torno del puesto del nuevo rector.
Una de las pocas ventajas que tenemos los artistas es la de nuestra profusa experiencia en materia de frustraciones; todo artista es, antes que nada, un artista de la frustración. Debemos someter nuestras obras al arbitrio de gente poderosa cuyo criterio no siempre compartimos, para después quedar librados al juicio del público –que puede no llegar nunca, si no hemos conseguido que el público se entere de que existimos mediante imprescindibles mecanismos de difusión y propaganda que casi siempre escapan de nuestras manos. Por eso yo, además de comprar, entreno. Me descargo tirando con el arco y masacrando a golpes el punching-ball instalado en mi patio, y después voy al gimnasio. Corro. Levanto pesas. Por suerte no me va tan mal, porque de otro modo a esta altura ya habría dejado a Schwarzenneger al nivel de Roberto Benigni.
El truco no está en evitar caer, sino en tener la convicción necesaria para volver a levantarse.