Vicente Verdú
Tengo a una amiga aterrorizada porque en su primera visita al psicoterapeuta la ha interrogado respecto a si posee o no un “proyecto de vida”. Nunca se le había pasado por la cabeza que el asunto fuera tan importante y especialmente central, según el terapeuta, para sentirse bien consigo. Ha preguntado después a un par de amigas y tampoco ellas contaban con un proyecto de vida. ¿Extraviadas todas? ¿Desdichadas? ¿Ligeras?
El llamado “proyecto de vida” ha sido una construcción conspicuamente masculina. El afán de ser alguien, lograr unas metas, edificarse un determinado porvenir, forman parte del serio armazón con que adentrarse en la vida, siendo hombre.
Las mujeres, por el contrario, se bastaron con el afán de ser felices. El proyecto de vida se reemplaza ventajosamente en la mujer con la proyección de vida materna y la felicidad, al contrario de su sentido entre hombres, se tiene por un bien central.
“Prométeme que serás feliz”, han dicho algunas madres a sus hijas. Los padres, por el contrario, ponen su máxima esperanza en que el vástago consiga ser alguien. La diferencia de propósito resulta, al cabo, tan radical que la categoría de felicidad ha sido asociada a las aspiraciones de la debilidad y la de ocupar un puesto notable a los objetivos de heroicidad o fuerza. El héroe no pretende la felicidad sino el honor. El héroe no se entretiene en pasarlo bien sino que se forja en liza con la dificultad. Encaminarse hacia la felicidad quedó para las soñadoras, las madres amantísimas o los místicos, secretamente afeminados y antagonistas de la acción viril.
Cualquier movimiento productivo fue siempre relacionado con los resultados más tangibles, el dinero, la hacienda, el estatus. ¿Es improductiva la persecución de la felicidad? ¿Tiende la felicidad a dejarnos saciados y finalmente pasivos?
La respuesta afirmativa a estas preguntas ha cruzado la cultura del sacrificio, la abnegación y la ética de la renuncia hasta el fin del capitalismo de producción. En buena parte, esta cultura no ha fomentado ser feliz, al hacer de la felicidad un sinónimo de placer y del placer una manifestación de condescendencia, despilfarro y pecado.
La felicidad, sin embargo, ha pasado a ser un asunto central de los últimos tiempos del capitalismo de consumo. Presente en los libros, los videos de autoayuda, las sesiones terapéuticas o las “píldoras de la felicidad” que forman la amplia congregación de psicofármacos, de los antidepresivos a los adelgazantes, desde los estimulantes hasta los rejuvenecedores. La cultura de consumo ha liquidado el pudor de ser feliz y su estrecha relación con el suspiro femenino.
Tanto la extensión de la influencia femenina traducida en estilo general del mundo como la proclamación de la felicidad en los altavoces del sistema de consumo, han sacudido la vieja ecuación que dividía a hombres y mujeres. Unos con la obligación de trazarse un proyecto para llegar a ser verdaderos hombres y ellas con la impulsión a ser madres para realizarse de verdad como mujeres. En el cruce cultural de ambos, el nuevo afán común consistiría menos en el diseño existencial de metas solemnes y a largo plazo, y más en la búsqueda de objetivos cercanos. O, en suma, en lugar de aspirar a una culminación gloriosa a la manera de la metafísica, la alternativa de una degustación viajera a la manera de la idea turística. La existencia, en efecto, siempre se contempló como un viaje. La novedad es que ahora no hay visión del más allá ni itinerario trazado hacia ninguna parte.