Jean-François Fogel
La hora azul (Anagrama), de Alonso Cueto, no es una novela lograda. O mejor dicho es una novela que se escapa de su autor en un momento que su lector percibe muy bien sin renunciar a su lectura. Es un libro imperfecto. Decirlo no es denunciar un defecto. Existen seres humanos imperfectos; a veces, son amados y aman con amor correspondido. En el Perú que explora el autor, el Perú del miedo y del dolor de la guerra civil de Sendero Luminoso, el concepto de la perfección no inspiraba el comportamiento de la guerilla o del ejército en la zona de Ayacucho. Hoy, las zonas afortunadas de Lima, en su búsqueda del gozo perfecto de la buena vida, no quieren pensar en lo que pasó cuando la lucha entre Sendero Luminoso y el ejército se resumía en una pregunta: ¿quién es el verdugo de turno?
Un libro de la mala memoria tiene que ser un libro incómodo tanto para su lector como para sus personajes. En este caso hay por lo menos un personaje incómodo, un abogado que empieza a caminar en el sendero de la memoria. Quiere saber quién era su padre, un oficial responsable de un cuartel cerca de Ayacucho, y lo que hizo en un combate cuya arma de destrucción íntima de los individuos era el terror. El padre era el verdugo, claro, y el libro lleva al narrador a conectarse con una de sus víctimas. Relación del amo y del esclavo; fascinación por el mal y el amor que esconde dentro del mal; cariño a pesar del dolor; culpabilidad y olvido: todos los temas que nutren una novela como La decisión de Sophie, de William Styron, o una película como Portero de noche, de Liliana Cavani, aparecen detrás de la frase “hay una mujer en Huanta”, que designa a la víctima sobreviviente y testiga.
La mujer no está en Huanta ni en cualquier otra parte de Perú. La mujer vive allá donde nadie quiere volver y donde tampoco puede sobrevivir: vive en el pasado. Visitar el pasado detrás del abogado supone, de una manera u otra, imponer al lector algo incómodo, desagradable. No se puede rozar un mundo tétrico con la sensación de la perfección estética. Cueto, que consiguió el Premio Herralde de Novela con este libro, me pareció sumamente irritante con su manera de optar a medio camino por una novela policiaca, y tambien me pareció inconstante con una última orientación psicológica de su relato. De verdad, me sentí incómodo al caminar en un sendero enredado, imposible, de pura destrucción y hasta autodestrucción para un personaje. Pero tengo que reconocer que de esto se trata cuando se habla de lo que fue Perú en una de sus peores épocas.
La novela The dancers upstairs, de Nicholas Shakespeare, traducida como Pasos de baile (Ediciones Destino) y que se transformó después en el guión de una película de John Malkovich que se presentó en el Festival de San Sebastián, era la cara urbana, tensa, de la misma historia, pero contada en el presente desde el poder judicial. Al seguir el cerco y la detención de Abimael Guzmán, la novela de Shakespeare buscaba una dimensión histórica de la que huye Cueto. Lo que quiere y consigue decir es muy sencillo: el terror es un trabajo sucio, miserable, del día a día, que constituye una inversión a largo plazo. Siempre mata, y a veces mucho después del golpe inicial.
Ahora bien: cuidado con lo que escribí. Cueto no es un escritor que produce novelas políticas, lo que sería un proyecto miserable. En una larguísima entrevista del 2003 (de Carlos Gabriel Luna Escudero y María Elvira Luna Escudero-Alie) que encontré en una página del sitio de la Universidad Complutense de Madrid, el novelista cita una frase de Tolstoi “el destino de toda familia siempre va a ser un destino trágico”. La cita resume, creo, su visión del Perú en la época de Sendero Luminoso: una aceleración del destino necesariamente trágico de los seres humanos.