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Modelos para aplicar de inmediato

El general Otto Ruge, comandante de los ejércitos noruegos durante la invasión alemana, tiene en su haber el mérito de haber sido el único jefe de los ejércitos continentales que resistió a las tropas de Hitler durante casi sesenta días.

En Bélgica, en Holanda, los alemanes entraron como cuchillo caliente en bloque de mantequilla. El paseo francés duró veinticuatro horas y al entrar en París el honrado pueblo parisino regalaba baguettes y botellas de Burdeos a los oficiales de la wehrmacht para que se restauraran, o al menos así lo vio y escribió Léautaud en su fabuloso diario.

Otras naciones más despabiladas (o más egoístas, según se mire), como Suecia o Suiza, se mantuvieron neutrales, es decir, vendieron y compraron acero, carbón, wolframio, armas, obras de arte o munición a todos los contendientes, con la neutralidad exquisita del dinero, el cual, como se sabe, non olet.

En Noruega, y a pesar de que su ejército era diminuto (el propio Ruge, que tenía simpatías socialistas, lo había reducido en la década anterior), los soldados plantaron cara al invasor. Al parecer, Hitler se fue poniendo histérico a medida que pasaban los días y no llegaba la rendición. Lo tomó como un asunto personal. Había en Europa un enano capaz de desafiarle. Los teléfonos echaban fuego.

No sirvió de nada, dirán los cenizos, al final Ruge hubo de rendirse. No es cierto: sirvió para que todavía hoy, y a pesar de las disputas de los polemólogos sobre la resistencia de las fuerzas armadas noruegas, podamos decir que hubo un general y un ejército en la Europa continental que no se rindieron ante la Fatalidad, hasta que no hubo más remedio. Y que la pusieron de los nervios.

Hitler dando puñetazos sobre la mesa y soltando espumarajos por aquella boca que ya se han comido los gusanos, porque sus generales eran incapaces de aplastar a un mosquito nórdico. ¡Qué gozo!

Tras la victoria alemana, el general fue encarcelado. Desde la prisión escribió algunas hermosas cartas a sus hijos. En una de ellas decía que un ejército en inferioridad de condiciones siempre puede demostrar su valor mediante “el arte de retirarse lentamente”.

Retirarse lentamente. Lo más lentamente posible. Estas palabras del general Ruge las he tenido presentes durante años. Me parecen el mejor consejo que puede uno darse a sí mismo cuando el enemigo malo, el mayor de los enemigos, el decaimiento, avanza con sus divisiones panzer.

Algunos amigos sufren ya invasiones. Que imiten al general Ruge, que se retiren muy lentamente. Lo más lentamente posible.

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29 de junio de 2006
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Byron, el vampiro seductor

Todos conocemos a los vampiros de capa negra y traje de gala, caballeros atractivos de sienes platinadas y modales principescos. Pero ellos no fueron siempre así. Hasta el siglo XIX, en las leyendas eslavas y centroeuropeas, los vampiros eran figuras desagradables, apestosas y brutales, ratas humanas que se arrojaban contra sus víctimas con la misma elegancia de un murciélago ciego en una cueva. El vampiro tal y como lo conocemos hoy en día tiene un inventor que ha sido ignorado por la historia. Permítanme presentarles a John William Polidori.

Polidori había estudiado medicina, pero sus inquietudes literarias y esotéricas lo perseguían desde pequeño, y él procuraba fusionarlas con su profesión: por ejemplo, se graduó con una tesis sobre sonambulismo. Era el típico hombre que no se atreve a ser escritor, pero le encantaría. Con esos antecedentes, se sintió fascinado cuando, en 1816, Lord Byron lo invitó a acompañarle durante un viaje que cambiaría su vida. 

Byron era ya por entonces un hombre famoso y completamente insoportable, una diva de la poesía. Sus excentricidades eran conocidas en toda Europa, su afición al opio consumía el presupuesto de países enteros y su aura de sacerdote satánico le precedía a donde fuese. Polidori, un oscuro personajillo sin glamour ni talento, trató infructuosamente de imitarlo, pero sólo logró convertirse en el blanco perfecto de sus risas, su desprecio y su sarcasmo. El poeta llegó a asegurar que, si su secretario se arrojase por la borda, él “arrojaría una paja al agua para ver si es verdad que los ahogados se aferran a cualquier cosa”. La amiga de Byron, Mary Shelley, se refería a él como “el pobre Polidori”.   

Una famosa noche de junio, en Villa Diodati, tras una sesión de pipas humeantes y cuentos góticos, Lord Byron propone a sus invitados escribir historias de terror. Ahí nace el Frankenstein de Mary Shelley, pero también El vampiro, un cuento de Polidori acerca de un espectral lord y un joven que lo acompaña en un extraño viaje.

El vampiro de Polidori inaugura la larga estirpe que llega hasta nuestros días: un elegante aristócrata decadente y sensual en busca de pálidos cuellos que hipnotizar y morder. Stoker reciclará esta figura en su novela. Pero el inventor fue el pobre Polidori.

El mismo Polidori vampirizó a Byron, clara inspiración de su letal personaje. Para que no cupiese duda, hasta lo bautizó como Lord Ruthven, el nombre que una ex amante de Byron le había puesto al poeta en unas vengativas memorias. Pero Polidori se intoxicó con la misma sangre que chupaba: Por un sospechoso malentendido del editor, El vampiro se publicó como una obra del propio Byron, arrebatándole al autor sus únicos quince minutos de gloria literaria, y la única de sus obras que resultaría influyente en la narrativa posterior.   

Tras ser despedido del servicio del poeta, Polidori es arrestado en Milán y posteriormente expulsado de la ciudad. Hace un esfuerzo por ingresar en el monasterio de Ampleforth, pero el prior considera que sus escandalosas amistades literarias lo descalifican para el sagrado ministerio. En adelante, publica algunos trabajos de gran ambición que pasan desapercibidos, y que ni siquiera han sido traducidos al español. Finalmente, el 27 de agosto de 1821 decide poner fin a sus días ingiriendo ácido prúsico, veneno inventado por el alquimista Konrad Dippel, en quien Mary Shelley se inspirara para crear su doctor Frankenstein.

La triste historia de John William Polidori resume el destino común de los vampiros y los escritores: arrebatar la vida ajena para sobrevivir, ser incapaces de distinguir lo que está vivo de lo que no, y sobre todo, tener la necesidad de destruir lo que aman y amar lo que destruyen, como a Byron, a las mujeres de pálidos cuellos o a la realidad.

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29 de junio de 2006
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EN LLAMAS O LLANTOS

La gran tendencia son los conciertos en vivo. La agonía del disco a manos de la copia pirata y las descargas desde la red han promovido la organización de conciertos para compensar el descenso de ingresos. Pero, con todo, los conciertos no gozarían de este boom si no existiera público propenso a disfrutarlos.

Mucho público, decenas de millones de espectadores, miles de millones de recaudación. Exactamente, según la revista Pollstar, la venta de entradas para los 100 principales conciertos en Estados Unidos llegó en 2005 al récord de 3.100 millones de dólares y el precio del ticket no ha dejado de crecer. 

¿Se paga por ver y escuchar a los ídolos en vivo? Sin duda. Pero, a la vez, se paga por hallarse juntos y a la vez. Los jóvenes actuales –y los adultos-  no tienden a comprometerse con casi nada pero aman implicarse en casi todo. La implicación se distingue del compromiso en que, de un lado, se trata de un lazo más laxo  y, de otro, menos prolongado. El tiempo ha pasado a convertirse en una sucesión de segmentos y no, como antes, en un proyecto hasta el fin. En cada segmento cabe  un argumento, una experiencia, una sorpresa, un voluntariado, un show con los demás.

La colectividad, que apestaba hace unos años con el reino superindividualista, adquiere naturaleza positiva si la inmersión en ella es sólo episódica o circunstancial. Hoy apenas se baila ya en parejas aisladas. Todos los bailes en pareja pertenecen a un mundo perdido, al aire de otra época. La forma del baile actual es la experiencia del ritmo en colectividad. De este modo la comunidad se degusta sin provocar rechazo,  se paladea sin sentir el asco que desprenden las muchedumbres tras pasar  algunas horas. La rebelión de las masas, los movimientos de masas, la producción o política de masas ha caducado y su naturaleza se recicla en las fiestas rave: la modalidad que transmuta al gentío en orgía. El número desbordante de asistentes pegados unos a otros compone un suceso que aumenta la excepcionalidad del espectáculo. El tronar de los bafles se dobla en el batir de la multitud. La proporción del acontecimiento se corona en el mismo monte de la emoción compartida. 

De esta forma ocurre  con la retransmisión del Mundial en pantalla gigante.  El modelo del concierto en vivo se reproduce con las congregaciones en las plazas públicas y ante las grandes pantallas. Los futbolistas y el árbitro adquieren una escala superior y con ella crecen los asistentes. La escena se alza ante una multitud que debe su tamaño final a la correspondencia con la desaforada dimensión de las pantallas. A mayor escenificación mayor mitificación.

El gigantismo de las  pantallas actúa como una metáfora de la expectación y la expectación se ajusta a la directiva de la proyección. La representación y la presentación se unen para alcanzar la explosión. El público se implica para lograr una masa crítica que explota. En esa experiencia todos saltamos por el aire. Saltamos antes de explotar para inducir la explosión y saltamos explotando: en llamas o en llanto.

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29 de junio de 2006
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El aura de Ricardo Darín

¿Qué es lo que busca uno en un actor? Cuando uno está sentado en la butaca, o frente a la pantalla de la TV, lo que busca es un vehículo, una nave a la que subirse para emprender el viaje. Si esta nave es defectuosa, o carece de atractivo, el viaje será abortado, o aunque aceptemos partir lo haremos sin grandes expectativas de llegar a destino. Quiero decir: existe un pacto tácito entre el protagonista y el espectador. Aunque nunca nos mire a los ojos, aunque nunca formule la promesa, el protagonista de la obra o de la película o de la serie nos está invitando a jugar con él, nos está prometiendo que la travesía valdrá la pena. Y por eso su rol es tan trascendente: si no confiamos en esa nave, si no suscribimos el pacto, no habrá guión ni dirección que garanticen el milagro.

Este salto de fe es todavía más difícil cuando uno debe elegir al actor para su propia obra o guión. Es casi como pedir a alguien en matrimonio. En el momento en que la propuesta quede sellada, uno habrá descartado todas las otras posibilidades que antes tenía, clausurado todos los otros caminos, para jugarse por esta única opción: la felicidad apostada a una única ficha. Por eso el proceso de casting puede ser tan tortuoso. Si uno escribe personajes tan complejos y multidimensionales como los que a mí me salen, para bien y para mal, lo que uno demanda de su socio-actor es tortuoso de tan exigente. Pero en fin, no me puedo quejar. Leonardo Sbaraglia en Plata quemada resultó asombroso: el Nene era brutal y tierno a la vez, infernal y angélico a la vez, violento y enamorado a la vez. Flora Martínez en Rosario Tijeras también fue prodigiosa: bella e inteligentísima a la vez, frágil y fuerte a la vez, un personaje más grande que la vida.

Se me ocurrió todo esto porque pensaba en Ricardo Darín. Tengo muchas ganas de ver La educación de las hadas, que acaba de salir a la calle en España, pero vaya a saber Dios cuándo se estrenará en la Argentina. Mi experiencia con Ricardo se reduce a Kamchatka, en la que interpretaba un papel que en rigor era secundario pero cuya importancia era crucial: visto a través de los ojos del niño Harry, el papá que hacía Ricardo debía ser en la superficie un hombre amable y juguetón, pero debía también transmitir el temor que sentía en plena persecución dictatorial, y el amor insano que sentía ante sus hijos, y el dolor ante la pérdida, sin que el guión le proporcionase una línea de diálogo en la que apoyarse o una situación reveladora. Marcelo Piñeyro y yo le propusimos una tarea quimérica y Ricardo nos tumbó de culo: hizo todo lo que soñábamos y aún más, como los grandes de verdad.

Siempre me hace pensar en aquellos inolvidables actores italianos, los Gassman, Sordi, Mastroianni, capaces de brillar en el drama y en la comedia por igual, de interpretar ganadores y perdedores, héroes y villanos, timoratos y desalmados, sin dejar nunca de subirnos a su nave. Pienso en el timador timado de Nueve reinas, en el vencedor vencido de Luna de Avellaneda, en el hombre suspendido de El aura, todos distintos entre sí como sol y luna y aun así despegándose de la pantalla con la misma humanidad, como si lo viésemos a él, y tan sólo a él, con los anteojitos que se usan para percibir una tercera dimensión.

¿Sería una temeridad de mi parte pensar que a pesar de todas estas actuaciones todavía no dio con el papel, el personaje que lo instale para siempre en la consciencia de la gente? Porque Bogart hizo muchas películas buenas y todavía hoy es el Rick Blaine de Casablanca, y Dustin Hoffman filmó peliculones pero sigue siendo Ratso Rizzo, y Al Pacino es Al Pacino pero nunca dejará de ser Michael Corleone, y Harrison Ford triunfó muchas veces pero para nosotros sigue siendo Indiana Jones. No lo sé. Lo más probable es que se trate de una excusa que me invento para seguir pensando que la mejor película de Ricardo siempre será la que viene. Porque, qué quieren que les diga, para mí Darín todavía está calentando motores.

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29 de junio de 2006
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LA MUERTE DE LA SOLEDAD

Otra vez. El tema es ineludible. Apareció con el ordenador Apple II, la primera máquina que se podía utilizar de manera eficiente para escribir un texto de una “nueva” manera. Es decir copiar, cortar y pegar, reduciendo el texto al destino de la masa entre las manos del panadero: una materia que puede ir en cualquier molde. Umberto Eco, que algo sabe de las bibliotecas de la edad media, no se detuvo al decir que escribir así era volver a la época en que los libros se copian a mano. Una época que no contaba con autores, y tampoco con libros, pues el copista hacía lo que le daba la gana y su lector nunca sabía si tenía una copia fiel en sus manos.

El presente digital se parece tanto al pasado medieval que ya hay gente que quiere huir del futuro. El novelista John Updike, por ejemplo: “los lectores y los escritores, dice, se acercan a la condición del resistente, del ermitaño que se niega a salir para jugar bajo el sol electrónico de la aldea post-Gutenberg”. La frase pertenece a la conferencia que dio Updike el mes pasado en Washington en la Book Expo, una feria del libro. La verdad es que Updike no ha dado una conferencia, más bien ha dado el pésame al mundo que fue el suyo a lo largo de una digna carrera de escritor y crítico. Su texto es reproducido tanto en el New York Times en EE. UU. como en el Daily Telegraph del Reino Unido; es decir, en el corazón del establishment que se siente acorralado por la digitalización de todos los contenidos culturales (texto, sonido, imagen).

Espero que se traduzca el texto de Updike al español. Muestra el mundo de los libros en un espejo que corresponde a la definición de Jean Cocteau: “una puerta por donde entra la muerte”. La muerte de los que rechazan cualquier cambio en un mundo trastornado. El texto ofrece tanto la expresión de un sufrimiento real como el síntoma de un desconocimiento de lo que viene. Updike habla desde el baluarte de la resistencia a los bárbaros. Para él, una librería es la última trinchera en la defensa de la civilización frente a los destripadores de textos. Los que pueden torcer, mezclar y acortar textos para producir un contenido que corresponde a sus deseos, tal como se hace el remix de una o varias canciones. Fantasma de una literatura tratada como una canción barata.

No puede ser más distinta la visión del periodista Juan Varela, cuyo blog es el mensaje de un profeta. Lo revisé después de leer a Updike. Como siempre, había post -«Marketing digital por la literatura» o «Más libros libres»- que son manifiestos anti-Updike. Resumo su visión de hace unas semanas en "El futuro digital en la red" y puedo entender que algunos no se fían de sus ideas. La verdad es que no basta la confirmación de los pronósticos tanto de uno como del otro.

¿De qué se trata de verdad, ¿qué esperamos cuando hablamos del futuro de la literatura? La respuesta es sencilla: no queremos solamente papel o pantalla sino calidad. Un blog, para hablar del universo en el que estoy, no es más que una herramienta. Puede ser lo peor o lo mejor. Acabo de leer una maravillosa evaluación en inglés de lo que ofrecen los blogs. Su autor, Alan Jacobs, opina que el blog es el amigo de la información y el enemigo del pensamiento. Vale la pena leerlo en detalle. Se verá que llega por un camino extraño a la misma conclusión que Updike cuando este recuerda que leer un libro es una experiencia individual, la confrontación de un lector con un texto: «Comunicación desde una persona hacia otra persona».

Aquella relación cerrada no está garantizada en un mundo de lectores y escritores que viven en una red compartida. Entonces, Jacobs expresa el mismo temor –que se podría llamar el miedo a la muerte de la soledad- al notar que lo peor de los blogs es que su tecnología no hace diferencia entre lo mediocre y lo sublime. Genios y oligofrénicos comparten la misma página. “No hay privacidad, toda conversación es totalmente pública”, añade Jacobs. Utiliza una citación muy acertada de Charlie Brown, el héroe de los cómics: “Amo a la humanidad, es la gente que no me gusta”. Y no lo vamos a negar, Charlie, somos muchos, ya, en la blogosfera.

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28 de junio de 2006
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Un rincón de Lima en el corazón de Barcelona

Odio el fútbol. O por lo menos, no consigo conmoverme con él. Frente a un partido, no veo a dos equipos decidiendo su destino, sino a 22 tipos en pantalón corto persiguiendo una pelota como si tuviesen cinco años. Por eso, soy el típico televidente que no quieres tener a tu lado durante el juego: el que dice cosas como “qué aburrido”, “¿y si ponemos la telenovela?” o “¿Qué? ¿Esperaban ganar? Háganme el favor”.

Soy conciente de esa debilidad, y de que supone molestias para los demás y un riesgo para mi propia integridad física. Por eso, evito ver fútbol con los implicados. Si juega Perú, trato de verlo con españoles. Si juega el Barça, procuro estar acompañado de latinoamericanos. Y por supuesto, fiel a mí mismo, decidí ver el partido España-Francia rodeado de peruanos, en el barrio barcelonés de Gracia.

Al principio, todo parecía normal. Nadie se mostraba excepcionalmente fan de ninguno de los dos equipos, de modo que se ahorraban tensiones innecesarias. Súbitamente, cuando Francia hizo el primer gol, el edificio se sacudió con el grito de emoción. Era muy extraño, porque el gol de España no había sonado tan alto.

-¿Por qué gritan el gol de Francia? –pregunté inocentemente.
-El bar de enfrente es francés –me respondió mi anfitrión- y el resto del edificio son estudiantes extranjeros. Pero los vecinos de arriba, los que han gritado más fuerte, son unos catalanes bien nacionalistas. Están a favor de todos los que se enfrenten con España. Hasta a Ucrania la festejaban.

Conforme transcurría el partido fui totalmente incapaz de comprender nada que tuviese que ver con estrategia futbolística, pero me conmovió la cara de Raúl cuando lo cambiaron, y luego, desde el banquillo. Era el rostro de un hombre que sabía que jugaba por última vez en un mundial, y que ni siquiera conseguía terminar el partido. Había en sus ojos suficiente derrota para los octavos y los cuartos de final.

Pronto descubrí que el más eufórico defensor de Francia era precisamente el único español del salón: un tal Álex, que no era catalán. De hecho, no sé de dónde era: se definió como militante ecologista.

-¿Y tú por qué no estás con tu equipo?
-No tengo nada contra España en sí. Pero este equipo francés es de izquierdas: Makelele, Zidane, Vieira, ahí no hay ni dios que tenga un apellido francés. Todos son inmigrantes. En cambio, la selección española está llena de Luis Garcías, Joaquines y Raúles. Me parece un equipo nacional-catolicista.
-¡Pero esto es fútbol!       
-A mí me da igual el fútbol. Lo mío es el antifascismo, tío.
-Ya.

El gol de Vieira, a diez minutos del final, volvió a sonar fuerte, pero sobre todo, le dio al partido una intensidad dramática que no había tenido. Y luego, con toda España volcada en el ataque, vino Zidane y disparó el tiro de gracia. Entonces, un chico dijo:

-Ha sido una bella venganza: Zidane, que todos decían que estaba acabado, que ya estaba demasiado viejo, viene en el último minuto, deja atrás a Pujol, el capitán del Barcelona, y mete un golazo como en sus mejores tiempos. Esos son los momentos que definen la vida de un hombre.

El chico estaba al borde de las lágrimas.

El partido no duró mucho más, ni hubo celebración en las calles, claro. En la pantalla, Zidane trataba de consolar a Raúl, su compañero en el Real Madrid. Mientras tanto, los peruanos comentaban que a España le pasa lo que a Perú: siempre parece que ahora sí lo logrará, y cuando al fin consigue convencernos a todos, pierde. 

A mí me habría gustado ver ganar a España. Pero más allá del resultado, creo que empiezo a entender de qué se trata esto del fútbol.

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28 de junio de 2006
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CUERPOS Y CUERPOS

Hemos conocido gente fea que cargó con las malas consecuencias de su aspecto. Pero también he tratado yo con una mujer guapísima cuya belleza le infligió padecimientos múltiples y la cubrió como una pantalla que la  impedía darse verdaderamente a conocer. Al cabo de los años, la edad vino en su ayuda para liberarla de esa cárcel de oro y cuya luz deslumbraba tanto a los demás como venía a ocultarla.  La ocultaba o la oscurecía doblemente: de un lado porque se hallaba permanentemente confundida respecto  a la manera de comportarse y porque parecería que el rotundo aprecio físico de los demás no le dejaba otra opción que obedecer las convenciones de esa etiqueta.

¿Resignarse a ser guapa? ¿Resignarse a su extraordinaria atracción? Efectivamente el cuerpo, más allá de lo que los hombres comunes suelen considerar para sí,   determina una parte importante de nuestra peripecia biográfica. Un amigo notoriamente inteligente y culto no logró la consideración intelectual que muy tarde fue recibiendo porque en torno a la década de los cincuenta se le configuró un lamentable rostro de perro pachón, demasiado fláccido para inspirar afecto y tan asimétrico como para evocar algún desajuste interno. De hecho, el juicio de gentes diversas coincidía en atribuirle  uno u otro desequilibrio personal que, sin duda, venía inspirado por el dibujo de su rostro.

Una vez, almorzando, vino a decirme él mismo que si no obtenía la cátedra por la que luchaba durante años era debido al pobre respeto que incomprensiblemente despertaba entre sus colegas. La razón estaba en su cara. Sus colegas habrían sido  incapaces de reconocerlo pero los frecuentes comentarios jocosos que hacían a sus espaldas les delataban. Finalmente necesitó exiliarse y engordar más de quince quilos para que la figura alcanzara una redondez coherente con la esfericidad de su cráneo y de este modo pudiera  presentarse ante los medios académicos consistentemente. La nueva configuración corporal le llevó a ganar la oposición y, posteriormente, a disfrutar de exégesis.

En cuanto a la amiga tan deslumbradora como una divinidad, sólo dejó de comportarse con dolorosa timidez y exagerado sentido de culpa, en los entornos de la menopausia. Si fue guapa a los veinte años todavía lo fue más a los treinta y tantos y ya parecía que para siempre tendría que cargar con esta cruz.  Cada escalón que ascendía en el trabajo daba pie a un surtido de maledicencias, cada vestido que estrenaba relucía de un modo tan especial que era difícil creer que no lo había escogido para turbarnos. De este modo fue víctima de su cuerpo intenso tanto como el profesor de su figura  macilenta.

Mientras las mujeres, según su largo destino de objetos de deseo, fueron siempre  sensibles a los efectos y vicisitudes de la apariencia, los hombres muy hombres se han creído históricamente ajenos. El poderoso movimiento de hoy en la cosmética masculina introduce en la cultura no sólo un vastísimo  muestrario de  cremas y lociones sino también una nueva noción. Una nueva consideración del mundo de las relaciones, los designios, la interpretación. 

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28 de junio de 2006
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El latido de mi corazón

Ayer recibí un comentario de Sebastián Ciego (no sé si el nombre es real, o tan sólo autoinfligido) que me llegó como un guantazo en el rostro. Me consta que Sebastián no buscaba ofenderme, de hecho suscribía las palabras elogiosas que yo había dedicado a la película francesa El latido de mi corazón. Sebastián se decía impresionado, encontraba en el film “algunas de las cualidades que más aprecio en el cine: ritmo, dureza, vitalidad”; su texto proseguía con calidad y emoción. Pero una frase soltada al pasar me aguijoneó. Uno de los motivos por los que Sebastián ensalzaba la película de Jacques Audiard era porque, según él, carece de “esa sensiblería bienpensante y solidaria que aniquila de raíz todo proyecto del cine español e hispanoamericano”.

Fue como oír un racimo de uñas rayando el pizarrón.

Por supuesto, existen gustos y gustos. Yo también disfruto con las películas que tienen ritmo, dureza y vitalidad (por algo hablé bien de El latido de mi corazón), pero también me gustan algunas otras que son lentas, y sentimentales, y lánguidas, porque en esencia me gusta el cine: todo el (buen) cine, sin excepción de género ni de tono narrativo. Lo que no puedo compartir es el diagnóstico de que si hay algo que está mal en el cine español e hispanoamericano es su “sensiblería bienpensante y solidaria”. ¡Por el contrario, creo que es una de las pocas cosas que está bien en nuestra cinematografía!

Déjenme separar la paja del trigo. No defiendo las películas que abordan un tema serio y conmovedor con torpeza narrativa; existen demasiados films menores que abordan temas mayores, yo también estoy harto de sufrir chantajes emocionales, de que me fuercen a aplaudir un relato por su tema en vez de por su arte. Por eso mismo celebro cuando nuestro cine da el doble salto mortal de estimular la percepción estética y a la vez poner en movimiento corazones y cabezas: porque como cinéfilo tengo apetito de buenas películas, pero como latinoamericano siento además la necesidad de que desarrollemos nuestra sensibilidad y nuestro costado solidario. De otro modo, estaría abriendo los ojos en el cine y cerrándolos al salir a la calle.

Yo creo, Sebastián, que este cine bienpensante y solidario del que abominas nos resulta necesario, porque vivimos en un continente castigadísimo donde se ha instigado a la gente a salvarse como pueda, aunque esto signifique devorarse al otro. La solidaridad es un músculo atrofiado al cabo de treinta años en desuso; una de las cosas que evitó que yo perdiese su uso definitivamente fueron las películas bienpensantes y solidarias que me llegaban desde el exterior, desde Matar a un ruiseñor a La lista de Schindler.

Pero además estoy convencido de que ese cine es lo que mejor hacemos. Pienso en La historia oficial, pienso en Estación central, pienso en Diarios de motocicleta, pienso en Kamchatka. (¿Queda claro por qué me siento implicado?) Yo creo que esas son las películas que perdurarán, porque narran con arte y tienen el corazón en su lugar: son sensibles, lo cual me resulta imprescindible en este lugar y en este tiempo, sin ser sensibleras. Y si las hacemos tan bien, ¿por qué deberíamos de dejar de hacerlas para imitar otras sensibilidades? Yo no encuentro sensibilidades demasiado imitables en el cine de hoy. ¿Por qué creen que Jacques Audiard necesitó escapar de la sensibilidad francesa y buscar inspiración en una película americana de los 70 para El latido de mi corazón? Es obvio que no se siente interpelado por la mayor parte del cine norteamericano de hoy, pero tampoco por el europeo, que se pasa de rosca por cerebral, individualista y angustiante. ¿Existe algo más sensiblero, bienpensante y solidario que el protagonista de El latido, que abandona la violencia que es su modo de vida para convertirse en mánager de una pianista clásica, y para más datos asiática? Todo lo que le falta al film es un cartel final que diga: ¡viva la corrección política!

También podría ponerme historicista y citar buena parte del mejor cine italiano, español y mexicano de siempre, y apelar a los fantasmas de De Sica y de Fellini y de Visconti para que certifiquen por mí que este corazón “bienpensante y solidario” ha sido parte sustancial del aporte latino al cine mundial. ¿Por qué deberíamos dejar de mirar a nuestros maestros para imitar a otros, cuando nuestra realidad ha cambiado poco y nada desde la Segunda Guerra hasta aquí –en todo caso, ha empeorado?

Es verdad, de tanto en tanto sufro la tentación de escribir algo con un protagonista que es como un lobo, un muchacho cool que sufre y hace sufrir en la jungla de la ciudad. Pero después me digo que eso sería una falta de imaginación de mi parte, porque el mundo ya es oscuro de por sí y la gente que sufre y hace sufrir abunda, y entonces me lanzo a buscar historias que van a contrapelo de los tiempos, que apuestan a encontrar un corazón palpitante debajo de tanta armadura: yo quiero encontrar protagonistas que puestos en la situación adecuada opten por tender la mano en vez de retirarla. ¡Esto sí requiere de mi imaginación!

Dame la oportunidad de no ser cool, Sebastián. Dame la oportunidad de hacer un cine y una literatura que aunque más no sea enciendan una llamita en el paisaje frío y oscuro del mundo que nos tocó vivir. Porque para iniciar una reacción en cadena no hace falta más que un fósforo. O una buena película. O un gran libro.

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28 de junio de 2006
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Animalia

La gata parió seis crías. Una sucumbió de inmediato bajo las ruedas de un todoterreno, pero las otras cinco viven. Dos son negras, dos de color champagne, y de las dos blancas queda una. Parece imposible que semejante amasijo de vida haya salido del cuerpecillo esquelético de esta gata a cuyo lado un Giacometti parece un Gordillo. Estaba en los huesos, descarnada, exhausta, demacrada, toda ojos y en esos ojos sólo había muerte.

En anteriores ocasiones, los labriegos en cuya casa suele parir la libraban de tres o cuatro crías, pero esta vez hay obras en la casona, van a construir un turismo rural, y la gata se ha venido a parir a mi choza, que está medio abandonada desde hace bastantes meses y nadie puede molestarla.

Tiene a las crías escondidas en un amasijo de tallos espinosos, el laberinto de una buganvilla salvaje que ha crecido sin cuidados ni podas hasta sobrar por encima del recinto. En cuanto entré en el patio con mis bolsas, saltó del murete y se abalanzó sobre mí maullando con desesperación, como diciendo: “¡Mira lo que me está haciendo la naturaleza! ¡Haz el favor de tomar cartas en el asunto!”. Me conoce de años anteriores y siempre que ha tenido problemas le he echado una mano, así que me fui con el coche a todo trapo hasta la gasolinera en busca de latas para felinos.

Tres días más tarde tengo a los seis gatos en el patio, los pequeños destrozando con furiosa energía cuanto se mueve, en especial unas alegrías que no les gustan nada; la madre se los mira con filosófica superioridad, meditando sobre la inconsciencia de la infancia. De momento se han salvado, pero en cuanto me vaya sólo podrá sobrevivir uno de ellos, quizás dos. Y yo sé cuáles son. Este siniestro privilegio, me incomoda.

Desde que les puse el primer pocillo de barro lleno de carne desmenuzada, la madre comió vorazmente, pero los niños se mantuvieron en su refugio, aterrados por mi presencia. Sólo uno de los de color champagne se lanzó sobre su madre gruñendo como una fiera y la apartó del pocillo amenazándola con sus garras diminutas, parecían dibujos animados. La madre obedeció dócilmente y desde cierta distancia, con ojos adormilados, observó cómo daba cuenta de toda la comida hasta salir dando tumbos como un borracho.

Aunque es ella la que necesita urgentemente la comida porque está dando de mamar a la camada, ni aún poniendo en juego toda su fuerza podría apartar a este gatuco de la comida. Una mano invisible sacrifica su vida y la de los cinco hermanos para que sobreviva el más valiente, el más decidido, el más audaz, el mejor preparado, el ejemplo.

Cuando Nietzsche se refiere a los derechos de los fuertes contra la tiranía de los débiles, hay que entender “fuerte” en este sentido. El gato que se impone a su madre y a sus hermanos no es más fuerte físicamente. La madre podría matarlo de una dentellada. Sus cuatro hermanos lo liquidarían en segundos. Su fortaleza no es simple e inmediata, sino compleja y formal. El gato que sobrevivirá es fuerte porque demuestra ser fuerte aunque carezca de fuerza física. En la guerra a eso se le llama valor o coraje. Es la representación de la fuerza lo que hace al fuerte. El fuerte es el representante de la fuerza. Su apoderado.

Por eso la versión fascista de Nietzsche es un error colosal que sólo podía cometer su hermana, aquella insensata casada con un majadero. Nadie como él sabía hasta qué punto los derechos de los fuertes son por completo ajenos al ejercicio de la fuerza fáctica. Si encarnan la fuerza es por delegación de los demás, de aquellos que les dejan libre el lugar de la fortaleza por admiración ante su juego.

Las gentes se apiñan para ver al equilibrista atravesar un abismo caminando sobre un cable. Para Rilke, esa es la representación misma de la fuerza. El más fuerte es sencillamente el mejor bailarín. Aquel en quien es imposible distinguir al danzarín de la danza. El ejemplo viviente.

De hecho, uno de los dos negros ya ha entendido la lección y ahora que les pongo dos pocillos se ha quedado con el segundo y aparta a todo el mundo con gruñidos y zarpazos muy bien imitados.

Voy a probar con tres pocillos. A la madre le pongo aparte.

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28 de junio de 2006
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La magia de la burocracia

Soy propietario. De un cuchitril de 18 metros cuadrados ilegal como vivienda humana, pero mío. Es la primera vez que soy dueño de algo. Y es horrible. Bueno, ser dueño está bien. El problema son los papeles, trámites, certificados, derramas, contratos… Habitualmente, no entiendo nada, y me frustra descubrirme tan inútil en mi obligatoria adultez. Mi abnegada novia suele negociar lo que haya que negociar con vendedores y similares. Mientras ellos discuten, yo me quedo al lado pensando: “mamá, me aburro. ¿puedo irme a jugar afuera?”

Pero, por supuesto, llega un momento en el que no te puedes esconder más tras las faldas de una mujer. Tienes que asumir tu responsabilidad viril y llamar tú mismo a la compañía eléctrica. Y entonces, cuando escuchas esa voz suavemente femenina y vagamente sudamericana que te contesta el teléfono, sabes que comienzan los problemas.

-Buenas tardes. Me he comprado un apartamento y quiero que emitan los recibos de luz a mi nombre.
-Tiene que enviarnos la cédula de habitabilidad del apartamento.
-No tiene. Es inhabitable. Es decir, es un estudio.
-Entonces tiene que enviarnos un fax con toda la información, copia de su DNI, número de cuenta, dirección actual y... etc.,  etc.

Con mi mejor ilusión, envío el fax solicitando que pongan la luz a mi nombre. Días después, llamo para confirmar que lo hayan recibido. Esta vez, me contesta una voz masculina y peninsular, un macho ibérico. Pero no es mejor.

-Quiero saber si recibieron el fax que envié la semana pasada.
-¿El fax? Un momento, por favor.

Media hora después:

-Sí, aquí está. Su solicitud ha sido denegada.
-¿Perdón?
-Necesita una revisión técnica para certificar el uso del apartamento, que no es originalmente el que usted declaró.
-¿Cuál es el uso original?
-No le puedo proporcionar esa información por teléfono.
-¿Y cuál uso declaré yo? Sólo pedí un cambio de…
-Debe contratar a un electricista privado para que certifique las instalaciones y pedir que le emita una boleta blanca.
-Blanca.
-Así es.
-¿Y luego?
-Luego llama para que le tomemos los datos.

Así que, con el corazón en la mano, llamo al electricista y le explico la situación.

-¿Cree que podría venir mañana mismo? –le pregunto.
-Claro, pero le advierto una cosa: una boleta blanca significa que quizá haya que cambiar toda la instalación eléctrica.
-¿Qué?
-Sí, lo bueno habría sido que le pidiesen una azul. Pero blanca… chungo, chungo.

Desesperado, llamo a la inmobiliaria que me vendió el apartamento, donde una secretaria que no me pone con su jefe me dice:

-Usted compró el apartamento admitiendo que las instalaciones estaban en buenas condiciones.
-Si están bien, parece un problema nominal. Si me dicen a qué dedicaban la instalación diré que sigo usándola para lo mismo.
-No sabemos.
-¡Pero si ustedes hicieron la instalación!
-Pero sólo para vender el apartamento. Ahí no vivía nadie ni nadie hacía nada.
-Ya.

Desesperado, me veo a mí mismo arrancando todos los cables eléctricos y los enchufes, y luego colocándolos de nuevo. Imagino que eso debe costar lo que el piso entero. Sufro, pataleo, lloro. De repente, ese pequeño realista mágico que todos llevamos dentro me hace pensar que quizá sólo es una pesadilla, que nada de esto es real. Animado por esa ridícula posibilidad, levanto el teléfono y vuelvo a llamar a la empresa eléctrica.

-Buenas tardes. Me he comprado un apartamento y quiero que emitan los recibos de luz a mi nombre.
-Claro que sí ¿Me da sus datos, teléfono y dirección?

Así lo hago, y para mi sorpresa, después de unos minutos, escucho.

-Ya está, señor Roncagliolo. Los recibos se emitirán a su nombre. Gracias y hasta luego.

Eso es todo.

Tan inesperadamente como empezó, la pesadilla ha terminado. Como cuando se borran todos tus archivos y meses después reaparecen. Como cuando no consigues terminar una novela y, súbitamente, surge la idea salvadora. Es algo más allá de lo racional y lo evidente. Es magia. Y existe.

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27 de junio de 2006
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El Boomeran(g)
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