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Mi epifanía en el McDonald’s

Me encanta que “Epifanía” sea una de esas raras palabras que mi diccionario incluye con mayúsculas: yo me digo que esas mayúsculas subrayan la importancia del término. Respecto de la definición el diccionario es parco, sólo se refiere a la fiesta del 6 de enero. Necesito consultar la Wikipedia para aproximarme al significado verdadero: epifanía viene del griego y significa “la apariencia, un fenómeno milagroso”. La tradición habla de epifanía para referirse a las ocasiones en que Jesús manifestó su naturaleza divina, el “milagro” al que se refiere la etimología griega: el día de la visita de los Reyes Magos, la ocasión en que se mostró delante de San Juan Bautista (cuando se abrió el cielo y bajó una paloma) y aquella otra en que hizo su milagro en Caná (pobre Caná, tan necesitada hoy de nuevos milagros), señalando el comienzo de su vida pública. Pero aquellos que somos gnósticos, o creyentes de una fe sui generis, o simplemente ateos, empleamos el término para otra cosa: lo usamos para definir esos raros momentos de la vida en que una verdad se nos aparece de la nada, con la elegancia de lo revelado; esos instantes mágicos en que encontramos la respuesta a una pregunta que ni siquiera éramos conscientes de habernos formulado.

Los hijos son grandes productores de epifanías. Recuerdo la primera noche que pasé con mi hija Agustina, que no por nada fue su primera noche respirando sobre esta Tierra. En la madrugada, mientras luchaba para que calmase su llantito (la madre había sucumbido al cansancio propio de la jornada histórica, estábamos solos por primera vez), entendí con claridad celestial que mi vida ya no volvería a ser lo que había sido. Mi existencia acababa de ser redefinida: me había convertido en apéndice de algo más importante que yo, en un prolongador del fenómeno de la vida, en garantizador de otras existencias. Me resigné entonces al descubrimiento de que ya no sería el único dueño de mis días, de que debería bailar con otros ritmos y hacerlo con gusto. Terminé cantándole, nos tumbamos sobre un sofá, se durmió sobre mi pecho y yo debajo.

El amor produce epifanías. Y también el sexo, aunque con menos frecuencia. (Los orgasmos no siempre son epifánicos.) No es extraño sentirse iluminado por una película, o por un texto, o por una música. Mi última epifanía ocurrió hace poco y la música jugó su parte en el asunto. Acababa de salir de ver a un director, que había manifestado su deseo de llevar al cine mi nueva novela, La batalla del calentamiento: leyó el original y le encantó, me dijo que podía dar pie a una maravillosa película. Entusiasmado como estaba, crucé la calle y me metí en una librería. Me puse a buscar un libro que el director había comentado que quería leer: Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Esa novela no estaba, pero mirando aquí y allá di con un libro sobre Hildegard von Bingen. La monja Hildegard (1098-1179) no era una extraña para mí, de hecho juega un rol clave en mi novela: supe de ella por primera vez a través de un libro de Oliver Sacks, donde el neurólogo trataba de encontrar una explicación científica a las visiones celestiales que Hildegard tuvo en vida y que quedaron plasmadas en infinidad de preciosas miniaturas. Mi protagonista, una niña llamada Miranda, también sufre visiones que tiene la compulsión de dibujar. Al enterarse de la existencia de Hildegard, el padrastro de Miranda, Teo, encuentra un modo de explicarse el fenómeno. (¿O debería decir, para ser más preciso, que Teo recibe una epifanía al encontrar un libro que habla de Hildegard?)

El libro era el único que había, estaba encima de una pila de ejemplares de otro título. Vi que estaba lleno de ilustraciones (por primera vez podía apreciar las visiones de Hildegard en todo su esplendor) y me lo llevé sin dudar. Cuando lo mostré en caja me dijeron un precio disparatado –era una edición de la Biblioteca Medieval de Siruela, son libros tan cuidados que resultan artesanales-, pero no protesté. Una vez en mi auto, seguí revisando mi ejemplar en cada semáforo rojo y descubrí que el libro incluia algo que yo no había visto, y que sin duda incidía sobre su precio final: un CD. Porque Hildegard no sólo era esa paupercula forma feminea, esa pobre forma femenina a quien Dios había elegido para mostrarle sus visiones: también componía música, en un tiempo en que las mujeres no se atrevían a hacer semejantes cosas –ni desafiaban al clero masculino, ni acometían las artes excelsas que eran patrimonio exclusivo de los hombres.

Me puse a escuchar su música allí en el auto. Créanme, suena como si Dios en persona se la hubiese dictado a esta mujer que no sabía notación ni tocaba instrumento alguno. Tuve que detenerme en el primer sitio que encontré disponible: fue en (por favor no se rían) el estacionamiento de un McDonald’s. Por primera vez podía “ver” la película de la que el director me había hablado: esa música era la música de La batalla del calentamiento. Y mientras los sonidos inundaban la cabina de mi auto, reviví la sensación que ya me habían sugerido epifanías pasadas: la convicción de que aun cuando somos una paupercula forma, podemos dar testimonio de algo más grande que nosotros mismos, ser transmisores de algo mejor que nuestra simple vida, ya sea como padres, como amantes… o como artistas. ¿A qué otra cosa podemos aspirar que no sea producir algo de luz, aun cuando se trate de un destello, en este mundo adicto a las tinieblas?

Había entrado en la librería buscando el Apocalipsis, pero encontré al Cielo. Eso es una epifanía, a fin de cuentas: un instante maravilloso, una visión que aunque insólita puede presentársenos en el más convencional de los lugares –hasta en el estacionamiento de un McDonald’s.

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8 de septiembre de 2006
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La bañera de Ian McEwan

El intruso es el título en España de la película basada en la novela de Ian McEwan Enduring Love, que se estrenó la semana pasada y que yo, como fanático del novelista y de la extraña belleza de Samantha Morton, asistí a ver el día del estreno.

La película viene con garantía de haberle gustado al autor, ya que McEwan aparece en los créditos como productor asociado, lo cual por cierto es toda una lección de negocios. Houellebecq quiere dirigir su novela La posibilidad de una isla, y amenazó al grupo editorial Hachette con abandonarlos si no financiaban al menos la mitad. La amenaza del novelista implica que al grupo no le debe haber hecho ninguna gracia el guión del propio Houellebecq y no confía en su capacidad como director. En cambio, como los británicos son casi americanos –léase pragmáticos-, McEwan se aseguró desde su puesto de controlar el guión sin verse creativamente comprometido en él. Y, según sugiere el cargo de productor en el mundo anglosajón, puso su propio dinero.

Y sin embargo, o quizá por eso, el resultado es notablemente fiel a la novela, excepto que recompone astutamente su aspecto más criticado: el final. Entre otras cosas, evita la absurda escena en que el protagonista viaja a los bajos fondos ingleses a hacerse con un revólver y, cinematográficamente, añade tensión al añadir a la historia su progresiva crisis nerviosa. Además, se ahorra las escenas mil veces vistas en que la policía dice “no podemos hacer nada contra un hombre que no le ha hecho nada. Espere que lo maten y llámenos”. Nada mal para un thriller. Es verdad que Daniel Craig tiene un abdomen con cuadraditos inverosímil en un profesor universitario de biología, pero bueno, no se puede pedir todo.

Además, con sus gafas de niño pedante y su suficiencia de sabelotodo, Craig rescata el aspecto más crítico de Joe: su inexpugnable racionalismo. Porque aparte de una historia de suspenso con psicópata, Enduring Love es una fábula sobre los límites de la razón. Joe, un hombre con su vida perfectamente controlada, considera muy lógicamente que el amor es sólo un constructo teórico que el hombre inventa para justificar su necesidad de reproducirse. Pero en esta historia se enfrenta de porrazo al amor, el arte, la fe y todas esas cosas que él se creía capaz de explicar cuando trataba a las personas como ratas de laboratorio y olvidaba que él mismo era una de esas ratas. 

Porque ¿qué haces ante un enajenado que cree que estás enamorado de él, y que todos tus movimientos son señales de pasión, y que, cuando le dices que lo odias, interpreta que le das señales equívocas? ¿qué te hace superior a él, o siquiera más racional? ¿cómo lidias con una razón tan individual como la tuya? ¿quién respalda tu autoridad para sentirte biológicamente mejor dotado? Y sin ir tan lejos ¿cómo le cuentas a tu novia que sus sentimientos son una necesidad reproductiva de la especie?

El filósofo Putnam tiene una imaginativa parábola al respecto: imaginemos que no somos personas, sino cerebros en una bañera, conservados en los líquidos nutrientes y con nuestras terminaciones nerviosas conectadas a estímulos de un ordenador. Por las mañanas creemos que nos despertamos, y que desayunamos y besamos a nuestra señora, y creemos que vamos a una oficina donde creemos que muchos otros trabajadores nos reconocen y saludan, pero es sólo lo que el ordenador proyecta, como en Matrix. Creemos tener problemas cotidianos, y análisis políticos, pero nada está ocurriendo más allá de nuestra bañera ¿Todo sería falso? Según Putnam, no. Nuestra realidad sería aquella a la que tenemos acceso. Aún si repentinamente dijésemos “sólo soy un cerebro en una bañera” mentiríamos. Hasta donde llega nuestra percepción –y nuestras palabras- somos personas. Alguien podría mostrarnos un balde y un cerebro y decirnos: “¿ya ves, idiota? Esto no eres tú.”

Joe, el protagonista de Enduring Love, es precisamente eso: un hombre que cree haber visto más allá de su bañera, arrojado repentinamente al mundo real, donde todas sus teorías, aunque sean ciertas, son falsas, donde el mundo perfectamente racional que ha construido no sirve para nada.

Y ustedes ¿Están ahí o son sólo productos de mi bañera?

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8 de septiembre de 2006
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Me leerás pero no me entenderás

Y hablando de leer, yo diría que el primero en plantearse con obstinada tenacidad escribir de manera que nadie o muy pocos lectores pudieran entenderlo fue Mallarmé. Había precedentes medievales, renacentistas y barrocos, como los poetas del Trovar Clus, o los conceptistas del barroco español, pero en Mallarmé coincide además la voluntad propiamente moderna de que la obra de arte exponga y dé crédito a una teoría de la oscuridad, a la manera del experimento científico.

El supercrítico Charles Dantzig, tantas veces citado en este blog, pone el siguiente ejemplo de oscuridad:

car un Salon, surtout, impose, avec quelques habitués, par l’absence d’autres, la pièce, alors, explique son élevation et confère, de plafonds altiers, la supériorité à la gardienne, lá, de l’espace si, comme c’etait, énigmatique de paraître cordiale et railleuse ou accueillant (...)” (“Berthe Morissot”, Divagations)

Como es intraducible, así lo dejo. No crean que la traducción lo haría más comprensible. Dantzig eligió un fragmento de la prosa editada, justamente porque en la poesía este hermetismo se da por descontado desde el romanticismo. Sin embargo, Mallarmé escribía en un francés perfectamente comprensible sus notas para el servicio doméstico. La oscuridad de la prosa “artística” es plenamente voluntaria.

Según Dantzig, este movimiento de repliegue obedecía al temor que había producido en algunos artistas e intelectuales la educación general obligatoria. Si todo el mundo podía leer, había que hacer lo necesario para escapar de la masa y no ser confundido con un pequeño empleado. El ámbito del Arte era, para ellos, el reducido espacio de un juego secreto. Recuérdese aquel célebre “con la minoría siempre” de Jiménez.

Ya en el siglo XX, esa voluntad de hermetismo se convirtió en un principio estético, compositivo. De Maurice Blanchot a José Ángel Valente, el resto, el eco, el residuo del hermetismo ochocentista mantuvo su aura. Ya no respondía a una necesidad significativa o a una teoría innovadora, como en Mallarmé, sino al gusto estético por un estilo antiguo. Como algunas manifestaciones rituales que han olvidado su origen, pero continúan con la gestualidad y los disfraces que siglos atrás tuvieron un sentido, los últimos herméticos son como las falsas ruinas que los estetas ingleses colocaban en sus parques para darles un horizonte augusto.

El caso extremo fue el de Adorno, naturalmente, y su empeño de que las manos populares no ensuciaran con su frivolidad el pensamiento elevado. Y Greenberg, el enemigo feroz del Pop Art. Y Boulez, sonorizador de Mallarmé. Y tantísimos productos artísticos del más elevado interés. ¡Qué diferencia con la severa profesión de fe en lo más ordinario, chistoso y popular que luce en el urinario de Duchamp!

En su apasionante correspondencia con Gisèle, su esposa, Paul Celan incluye esta frase admirable:

Antes de ayer escribí el poema que te adjunto. No ha salido mal, creo yo, aunque quizás no sea lo suficientemente opaco, lo suficientemente “ahí”. Sin embargo, al final se recupera”. (1965)

El “ahí” es el “da” heideggeriano, supongo. Me parece extraordinario que el poeta considere un defecto inadmisible la falta de opacidad. Como aquel catedrático de Derecho Administrativo que elogiaba la redacción de un alumno con palabras muy similares:

Estupendo, Fernández, estupendo, el artículo está escrito con la necesaria oscuridad”.

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7 de septiembre de 2006
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LA AVERSIÓN A LA TELEVISIÓN

Setenta y cinco años después del nacimiento de la televisión, el medio sigue recibiendo aquí un tratamiento intelectual tan escaso como displicente. La televisión, el consumo, la publicidad, siguen soportando la consideración de materias degradantes que un verdadero progresista deberá eludir o despreciar. 

Pero, en línea con lo que ha enseñado la Historia, el progresista no es siempre el que se erige en tal sino el que se sume a los cambios. Con pensamiento crítico, sin duda, porque no es concebible de otro modo el buen pensamiento pero no mediante un pensamiento huraño, desmitificador, finalmente reaccionario.

Que en España y en otros muchos países europeos sigan faltando especialistas que se encarguen de una crítica profesional del medio, denota la reluctancia a aceptarlo como digno, en contraste con el cine, el teatro o los libros.

De hecho,  la casi totalidad de las publicaciones españolas encargan los comentarios sobre televisión no a expertos, no a conocedores de los factores técnicos y creativos de esa forma de comunicación. Los comentaristas son casi siempre escritores, gentes con su gracejo e ironía, puesto que la generalidad se orienta a segregar desdén. 

Ciertamente que muchos programas de televisión son mediocres, populacheros y de mal gusto pero no son todos y cada vez, a través de los cientos de canales disponibles, relativamente menos. Relativamente casi lo mismo que en la novela actual o en el cine.

De uno u otro modo, además, la televisión representa al modo de comunicación más poderoso por el momento. Por el momento, puesto que adolescentes y nuevos adultos emigran ya hacia otras pantallas que, de nuevo, los críticos “progresistas” y envejecidos no procuran ver y entender.

Con todo ello se ha generado una acusada división en el territorio de la cultura: la cultura culta (o de culto, al modo de la devoción religiosa antigua. En regresión) y la cultura sin culto (la de entretenimiento o la del “pecado de la evasión” en términos rancios. En expansión).

¿Crítica cualificada  de la publicidad? ¿Crítica competente de televisión? Decenas de años después de convivir con realidades culturales tan importantes y omnipresentes, los periódicos –supuestamente dedicados a transmitir la actualidad y sus impactos-  no han abierto las correspondientes secciones de análisis. ¿No habría que cerrar los periódicos? Internet está encargándose de ello.

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7 de septiembre de 2006
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Vivir, soñar, no más

En un comentario al texto de días atrás sobre “La Liga de los Cineastas Extraordinarios”, Nicolás decía: “Más importante que soñar es vivir. Soñar es un sucedáneo. El cine es un sucedáneo”. Y después juraba que a partir de ahora, ya no viviría de sucedáneos. “Si llega un momento en que te das cuenta de que sólo tienes el cine, el sueño, nada más,” decía, “¿no es cuestión de empezar a plantearse si hay algo que no funciona?” No conozco a Nicolás ni a su circunstancia, pero creo que su planteo trata de hacerse cargo de uno de los problemas más originales, y más acuciantes, de este tiempo: el del adelgazamiento de la experiencia vital. Formamos parte de una sociedad que hace lo imposible para que ya no suframos dolor, ni experimentemos el cansancio. Formamos parte de un sistema que nos presenta una serie de opciones predigeridas de vida, de las cuales no tenemos escapatoria. (Dios se apiade de aquel que decida dedicarse a la contemplación, o no subirse a la ronda del consumo.) Formamos parte de un orden que tiende cada vez más a aislarnos unos de otros: ¿para qué arriesgarse al albur de la calle, cuando contamos con un sistema de comunicaciones –televisión, ordenador, múltiples teléfonos- que puede traer el Universo a nuestra puerta?

Creo que una de las intuiciones más brillantes de Fight Club (perdón, Nicolás, por referirme otra vez a un sucedáneo) era la que se refería al beneficio del dolor físico. Intuyo que aquellos que resultaban golpeados en el Club de la Pelea extraían mayor beneficio que los que salían intactos; porque hay algo en el dolor, en la piel amoratada, en el diente roto, en el ojo hinchado, que nos recuerda que estamos vivos; y esa sensación, que debería sernos natural pero que ya no lo es en este mundo que nos rodea de algodones, no puede menos que cotizarse como una perla negra.

Hoy sentimos un respeto casi religioso por aquellas personas que viven una experiencia intensa. En estos días que suceden a la muerte por accidente del naturalista Steve Irwin, creo que todos lo envidiamos un poco: el tipo vivía con la adrenalina a tope. Lo cual me recuerda la premisa de una película (perdón again, Nicolás) llamada Crank, que se estrenó en los Estados Unidos el viernes pasado. (La película debe ser una pavada, pero su premisa viene a cuento.) Se trata de un hombre que ha sido envenenado por no sé qué extraña sustancia, y que descubre que para sobrevivir –condición sine qua non para tener la chance de encontrar a su envenenador- debe conservar su adrenalina en un nivel altísimo, o su corazón se detendrá. Lo cual lo obliga a hacer una serie de cosas a cual más disparatadas, para que su cuerpo produzca adrenalina en cantidades industriales, y de forma constante. Sería una excusa perfecta, ¿no les parece? ¿Qué haríamos nosotros si no nos quedase otra que producir experiencias intensas en nuestras vidas? Hoy en día son muchos los que no viven nada más intenso que el tránsito, o que la conversación con un superior en busca de un aumento. Cuando queremos que el corazón bata como tambor, solemos acudir a otras experiencias libres de (casi) todo riesgo: pagamos para hacer bungee jumping, o paracaidismo, o para bucear.

Así que celebro la decisión de Nicolás de salir al camino. Creo que no debe haber nada peor que aproximarse al fin de la vida con la convicción de que no se la ha vivido. Pero tampoco es bueno confundirse. Y cuando Nicolás dice “más importante que soñar es vivir”, yo veo el germen de una confusión, porque vivir y soñar son acciones complementarias, y por ende inseparables: ninguna puede ser valorada por encima de la otra. Hay un viejo cuento de J. G. Ballard, cuyo título no recuerdo ahora, que imagina un experimento científico que garantiza a sus sujetos humanos la posibilidad de vivir de allí en más sin necesidad de dormir. (El wet dream de nuestro sistema: ¡obligarnos a trabajar y a consumir durante las veinticuatro horas!) Por supuesto, con el correr de los días, la imposibilidad de soñar hace que los hombres se vuelvan locos. Experimento o no, estoy convencido de que eso nos ocurriría si dejásemos de soñar, tanto dormidos como despiertos: enloqueceríamos. Porque soñar nos proporciona lógicas nuevas para interpretar nuestra experiencia, para imaginar lo que podría ser: es el borrador de nuestras vidas, y el ensayo que les busca sentido, y la espada del héroe. (Sin la cual no habría conquista ni victoria).

No te cierres a las ventajas de soñar, Nicolás. Se puede soñar intensamente sin que eso implique que se vive dormido.

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7 de septiembre de 2006
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Leer o no leer, that is the question

He vivido esta escena diez o doce veces. Es un clásico. Si alguna vez me decido a escribir esa tragedia en tres actos que llevo en mi cabeza, la primera escena será precisamente ésta.

El brasileño, elástico, felino, se me aproxima y con exquisita cortesía me pregunta en un cruce de portugués, gallego y español si he leído todos los libros de la biblioteca, “pero tudos, tudos”, a lo que, como siempre, respondo que no, que sólo una parte. Se vuelve triunfante hacia sus colegas: “¿Lu ven? ¡Essera impossssssibel! Jo lesh dessía, ¡non ha el tempo nin que hacha nurenta anios, nin docientos!”. Mucho énfasis, mucho braceo. Han debido discutirlo a fondo durante horas.

El que está escayolando los pilares deja la llana, baja majestuosamente la escalera y se me aproxima limpiándose las manos con un trapo a cuadros. “¿Cuántos?”, pregunta secamente. “¿Que cuántos libros hay?”, digo, y miro la estantería de la sala sumando cuerpos, pero el escayolista se me adelanta. “Yo he calculado, así a ojo, que tiene usted aquí unos cincuenta mil voluminosos”. Apenas hay diez mil voluminosos, pero no puedo ponerle en evidencia. “No tantos, no tantos, serán unos cuarenta mil”. Ahora es él quien mira desafiante al brasileño y se me encara de nuevo. “¿Y cuántos ha leído usted? Dígalo, no se corte. ¿La mitad?”. “Más o menos la mitad, sí, una cosa así”, le miento paternalmente. Se pone de puntillas: “¡Veinticinco mil! ¡La leche! ¡Veinte y cinco y mil! ¿Qué te decía yo? ¡Que esto no es el Brasil, amigo, que esto es Europa! ¡Aquí el señor se ha leído vein-te-cin-co-mil-tochazos-del-copón!”.

El brasileño, más despierto que el escayolista, sabe que eso es imposible, pero se doblega educadamente. El escayolista es bajito y compacto, moreno, hirsuto, prehistórico. El escayolista, a su lado, un Nijinsky. “E sí, son moitos, moitos moitos moitos libros para una sola cabecinha”. El asunto no eran los libros. El asunto era el prestigio nacional. Brasil cero, España uno. De cabeza, por el escayolista, a pase mío.

Interviene el jefe de la cuadrilla. “Dejar en paz al señor, hombre que ya está bien. Mire usted, no sé cuántos será los que ha leído en su vida, pero yo, pues le juro que ninguno, ni un libro, cero. Vaya, que en cierta ocasión empecé uno, pequeñín, de cien páginas, por mi mujer, que me lo regaló por navidad, y no lo pude terminar, se me olvidaba, se me iba el santo al cielo, de una página a la otra ya no sabía lo que me habían contado, como si se había muerto el héroe, se lo juro”. Mira al suelo cariacontecido y marchito. “A mi no se me quedan las palabras. Los números sí, me pone usted una suma y no se me borra ya de la cabeza nunca, pero un libro, nada oiga, nada de nada. Soy de los burros, siempre lo he sido, burro en casa, burro en el colegio, burro toda la vida. ¡Así me veo en la vida, aquí, en donde estoy, con estos brutos y haciendo de manobra!”.

Es la vieja creencia romántica de que la lectura conduce al éxito. Una fe de anarquista, de nudista, de vegetariano, de tipógrafo, de principios del siglo XX. La vieja fe en la instrucción que hacía de los maestros unos santos, pero los mataba de hambre. Un fraude.

Sin embargo, el jefe de la cuadrilla, el burro por decisión propia, un hombre de unos treinta años, tiene, porque lo he visto en la calle, un Saab rojo y se gana la vida mucho mejor que yo. El prestigio, sin embargo, sigue como en el Ochocientos, cuando los libros parecían propiciar el ascenso social y daban un aura a quien sabía leer. Mentira. El ascenso social se habría producido sin los libros exactamente igual. O mejor. Como está sucediendo actualmente en la India y en China.

A mí los libros, en todo caso, me han hecho menguar.

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6 de septiembre de 2006
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El hombre incompleto

El libro de Rebecca Goldstein Incompleteness comienza con la imagen de dos hombres paseando por los alrededores de la universidad de Princeton en los años cuarenta. Mientras caminan, conversan sobre fundamentos de física y matemática. Es tal su prestigio que muchos profesores de la universidad matarían por escuchar esos diálogos. Pero sobre todo, y a su extraña manera, los dos hombres se aprecian de un modo personal. Uno de ellos es Albert Einstein, que una vez escribió que la única razón que lo animaba a asistir a sus cursos era la posibilidad de sostener esas conversaciones en el camino. El otro es el matemático Kurt Godel que, tras la muerte del autor de la relatividad, nunca pudo encontrar un oído más comprensivo.

El trabajo de Godel es uno de los más breves de la matemática moderna. Su tesis doctoral no tenía más de once páginas, y aparte de ella apenas publicó algunos artículos sueltos. Pero bastaron para dar un mazazo a nuestro concepto de la verdad. Godel es recordado especialmente por los llamados “teoremas de incompletitud” que sostenían que en todo lenguaje matemático hay fórmulas que no pueden resolverse con los recursos de ese lenguaje. Es decir que incluso la aritmética, que todos consideramos una verdad absoluta e indiscutible, está incompleta. 

Lo mismo ocurre en realidad con todos los lenguajes complejos, incluso con nuestro lenguaje hablado. Por ejemplo, la frase: esta oración es falsa. Si es cierta, esa oración debe ser falsa. Pero si es falsa, no es cierta. No hay salida a ese contrasentido lógico. En matemática también es posible formar ese tipo de construcciones, que se reconocen como correctas sintácticamente pero no tienen sentido ni solución.   

Quizá conocer esa peculiaridad cambie muy poco en nuestra vida cotidiana, pero cambió la historia. A principios del siglo XX, en la Austria de Godel, un grupo de filósofos llamado “el círculo de Viena” y otros como el inglés Bertrand Russell buscaban un lenguaje cien por ciento fiable que pudiese dar cuenta de la realidad sin fisuras ni lugar a dudas: en un mundo en que Dios había muerto, ellos buscaban el lenguaje de la naturaleza. Despreciaban la metafísica, la filosofía y las ciencias humanas, que consideraban subjetivas y a menudo ininteligibles. Y empezaron a buscar ese lenguaje en las ciencias exactas como la física y la matemática. 

La teoría de la relatividad de Einstein demolió esa ilusión haciendo ver que nuestro lenguaje siempre dependería del lugar del observador en el universo. La mecánica cuántica le asestó un golpe mortal al postular que, en última instancia, los movimientos de las partículas dependen del azar. Y Godel descerrajó el tiro de gracia al acabar con la infalibilidad de la matemática. A pesar de nuestros esfuerzos, somos humanos. Nos está vedado lo perfecto y lo infinito.

Pero según su biógrafa Goldstein, Godel no aceptaría esa conclusión. Al contrario, él creía en una verdad absoluta, y consideraba que sus investigaciones matemáticas daban pasos en esa dirección. Esa fue la gran paradoja de su propia vida. Godel era un exiliado del Tercer Reich, pero también era un exiliado de este mundo caótico. Creía –necesitaba creer- en un mundo de las ideas que fuese ordenado y perfecto. Y sin quererlo, ayudó a acabar con él.

Y también acabó consigo mismo. Hacia el final de su vida, Godel se declaró incapaz de entender los trabajos de los lógicos modernos y fue víctima de paranoias y depresiones extremas. Asistía a la universidad con una máscara de esquí para no respirar el “ambiente contaminado” de Princeton. En la creencia de que alguien quería envenenarlo, dejó de comer. Murió en 1978, pesando 30 kg. Su certificado de defunción atribuye el deceso a la “desnutrición e inanición” producto de un “trastorno de la personalidad”. Quizá ese sea el precio de conocer el lenguaje completo y perfecto de Dios.

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6 de septiembre de 2006
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ANNA SUI

Ayer tarde supe por CNN internacional de Anna Sui, una diseñadora china asentada en Hong Kong que en un abrir y cerrar de ojos ha logrado convertirse en una famosa marca internacional de primera clase, con establecimientos inaugurándose sin cesar en decenas de países. ¿Qué ha hecho Anna Sui para conseguir una resonancia tan súbita y extraordinaria? Simplemente pensar en qué deseaba ponerse para salir a la calle, dice ella. ¿A las calles de Hong Kong? “A las calles de la world city”, respondía al acicalado periodista.

Nada de barrios autóctonos, ni de clase media californiana, tampoco invenciones estrambóticas ni orientalismos nostálgicos. Existe, de acuerdo a sus palabras, una moda global que se deduce mecánicamente del absoluto fenómeno globalizador. Es decir, así como existe una world music y un international art la moda cae redundantemente sobre los cuerpos de la nueva gente. Cae redundantemente o sin referencia determinada.

Aunque sí determinante: un estilo del mundo atraviesa el planeta y esta línea de confección invisible debe visualizarla el diseñador. En el territorio de la novela, en el del cine o en la web subyace una fórmula clave que pega más cuanto mayor desapego, en apariencia, demuestra.

El mundo ha ido convirtiéndose en un espacio común a la vez que en una esfera transparente, pero incluso en el seno de su aparente transparencia reside un dibujo cuya precisa detección por un autor, una empresa, un marketing, estalla en éxito.

La explosión de los códigos da vinci, la pandemia de los jerseys de cremallera, la propagación de la gripe aviar, la plaga de la obesidad, las camisetas con los colores de Brasil, son efectos de la misma naturaleza. Todos ellos responden a un núcleo que alcanzado su punto crítico se transmuta en una bomba atómica.

Nunca antes se habían conocido espectáculos de esta clase porque si bien la humanidad siempre tendió a contagiarse, infectarse e influirse, no conoció en su historia un grado de velocidad comunicadora tan elevado ni un vicio parecido de mimetismo.

El Ser siempre fue producto necesario de otro. Ahora lo Otro necesita la dinámica de la expansión, la exasperación y su tendencia a la transparencia de la desaparición, para ascender hasta el supremo ser de la noticia.

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6 de septiembre de 2006
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Temple de acero

Nos gusta pensar que estamos preparados para lo peor (la mayoría de los que rondan mi edad y viven donde vivo han sorteado infinidad de episodios disruptivos: dictaduras, atentados masivos, hecatombes económicas y altas dosis de violencia entre clases sociales, por citar tan sólo algunos), pero nada nos prepara para la devastación de los cataclismos emocionales. Hablo de esos pequeños estallidos privados, que nos congelan en mitad de la vida sin proporcionarnos ni siquiera el consuelo de la socialización del dolor: estos episodios disruptivos sólo se viven en soledad, mientras uno intenta seguir adelante con las responsabilidades adquiridas. Uno está devastado, pero debe salir a trabajar. Uno está devastado, pero tampoco puede cerrarse a las necesidades de los demás. Uno está devastado, pero debe interactuar con los actores sociales (taxistas, cobradores, empleados bancarios), aunque le parezcan más irritantes que nunca. Uno está devastado, pero no puede dejar de atender a la construcción cotidiana del edificio de su existencia: debe pagar las cuentas y los servicios, debe cocinar, debe responder llamados ajenos, debe perseguir a la gente que le niega atención, debe sacar la basura.

Yo no sé cómo lidian ustedes con estos asuntos (disculpen que no sea más transparente, pero no deseo exponer a cierta persona al escrutinio público; digamos que se trata de uno de esos casos en los que uno descubre que todo el amor y toda la atención del mundo no han redundado en la felicidad que uno deseaba producir), pero yo, entre otras cosas, me dejo llevar por las pulsiones de mi profesión. Por ejemplo escribo, cosa que a ustedes les consta. O reviso los detalles de mis cuitas como quien analiza un texto, o la estructura narrativa de un guión: buscando las claves del enigma, que una vez en mis manos harán posible la solución. O acudo a libros o películas que rozan mi circunstancia, esperando que de alguna manera me iluminen. Por supuesto, también hago otras cosas que hace todo el mundo: hablo con amigos, me angustio, estallo, consulto a un psicólogo. (Qué se le va a hacer, soy argentino: el psicoanálisis forma parte de mi ADN.)

Anoche, por ejemplo, fui a mi DVD club a alquilar The Weather Man. Mi mujer sugirió que estaba siendo masoquista, pero yo sabía lo que hacía. The Weather Man es una película de Gore Verbinski, más conocido por la saga de Los piratas del Caribe. En esencia es el retrato de una depresión, la que sufre el personaje de Nicolas Cage: un hombre de edad mediana que trabaja dando el parte meteorológico en televisión, divorciado, con un padre célebre y respetado (ganador del Pulitzer, para ser precisos) que padece un linfoma y un par de hijos adolescentes en problemas. Yo quería ver esta película desde hace tiempo, no sólo porque me parecía atractiva sino porque intuía que de alguna forma se relacionaba conmigo –aunque más no fuese por el más colorido de los detalles: el hecho de que el personaje, al igual que yo, practicase arquería.

La película está buena. Si me preguntan para qué sirvió en mi circunstancia, diría que me quedé pensando en un par de cosas que Michael Caine, el padre-Pulitzer, le dice a su hijo atribulado: que nada de lo bueno es fácil en esta vida, y que uno no deja de ser padre ni siquiera cuando sus hijos se convierten en adultos. (“Lots of tending”, repite Caine ante Cage: hay mucho cuidado por proporcionar.) También me enterneció la angustia que Cage siente ante su profesión: lo desespera su incapacidad de predecir realmente lo que ocurrirá en los próximos días, tanto como nos desespera a los demás, que no somos ni jugamos a ser meteorólogos. La verdad es que yo la paso mucho mejor. Escribir, o sea crear, o sea reflexionar mediante el acto de la creación, es mucho más iluminador que agitar los brazos como un poseso delante de una pantalla verde.

La luz me la proporcionó, como suele pasar en las buenas historias, el detalle de la arquería. Mientras veía a Cage recuperar su equilibrio mediante la práctica de esta disciplina (que tanto tiene de zen, eso es inequívoco), recordé algo que mi maestro dijo el último sábado, mientras yo protestaba por el penoso rendimiento de mis flechas sobre la diana. Recordó que cuando uno está tirando peor, la única forma de revertir esa racha es tranquilizarse, como si uno atravesase el mejor de los momentos. Dijo además que en arquería existe una palabra precisa para lo que demandan estas circunstancias: temple. Eso es lo que se precisa. Eso es lo que marca la diferencia.

Aquí estoy, pues. Templándome, como un acero al fuego.

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6 de septiembre de 2006
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LA NOVELA DEL 11-S

Acabo de leer un libro que será, dentro de unos meses, uno de los más vendidos en muchos países: The Looming Tower, de Lawrence Wright (Editorial Knopf). No sé cómo traducir el título; quizá «La torre amenazante». El resto del título es Al Qaeda y el camino hacia el 11 de septiembre. Se trata de la larga, muy larga historia del grupo que tumbó las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York.

Es un documento excelente, un ejemplo perfecto del arte de la síntesis. El texto abarca 373 páginas y solo en las últimas 15 el primer avión se acerca a las torres. La historia es otra, es la historia del antes: Wright pinta la cuna religiosa e ideológica donde maduró la idea de matar a miles de personas para promover el Islam en el mundo. El relato abarca medio siglo, empezando con un viaje a EE. UU. del egipcio Sayid Qutub. La chispa que provocó el encuentro en 1948 entre este musulmán reservado y un país deslumbrado por su crecimiento económico al vivir otra vez en paz, se transformó en una llama imposible de apagar. Durante años fue más bien una mecha, poco visible, pero siempre alumbrada, en Egipto, y que se transformó en la apuesta de una terrible pugna entre cuatro hombres: por una parte, Osama Bin Laden, a quien todos conocemos, y su ayudante Aiman al-Zawahiri; por otra, el príncipe Turki Al Faisal, jefe de los servicios de inteligencia de Arabia Saudita y actual embajador saudí en el Reino Unido, y John O’Neill, quien fuera jefe del servicio de lucha contra el terrorismo, del FBI.

La novela se  basa en hechos reales, sumamente documentados; el autor no inventó nada, pero es una novela. Se siente el flujo de la vida y la locura de los hombres, por igual en todos los bandos. La pareja de Bin Laden con sus cuatro esposas (baja un momento a tres y vuelve a cuatro) y sus obsesiones, y de O’Neil, con su esposa y sus tres amantes, se parece a veces a un hombre único de pie al lado de un espejo, un hombre que limita su vida a una lucha. «El terrorista y el policía, ambos provienen de la misma bolsa» escribía Joseph Conrad en El agente secreto (página 69 del PDF). Wright lo comprueba.

La primera víctima del libro no se encuentra entre las tres mil personas que murieron en el doble colapso de las torres, no, la primera víctima es la CIA. El servicio de inteligencia de EE. UU. tenía obviamente una información suficiente como para poner a las agencias federales en la pista de los terroristas antes de su atentado, pero padecía también de «la extraña tendencia del gobierno americano de ocultar la información a los que más la necesiten». El libro establece que la agencia no hizo nada a pesar de las crecientes alarmas. «Algo espectacular va a producirse aquí, y tiene que ocurrir muy pronto» dijo el 5 de julio del 2001, Richard Clarke, coordinador del antiterrorismo en la Casa Blanca. Su profecía era acertada y no se puede entender cómo fue posible que  la administración de George Bush no pagara después por sus fallos.

Tampoco los de Al Qaeda son ángeles; Wright tiene una manera muy convincente de establecer la patología del grupo: un amor por el suicidio que es, en últimas, su gran aporte a su religión. Pero no se puede ignorar la filosofía del management del grupo terrorista, que podría resumirse en un lema: “Centralización de la decisión y descentralización de su ejecución”. Funciona. Es tan eficiente como la muerte.

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6 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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