Marcelo Figueras
Durante algún tiempo Hannibal Lecter fue nuestro villano favorito: desde el momento en que descubrimos las maravillosas novelas de Thomas Harris Red Dragon y The Silence of the Lambs (qué época, aquella, cuando el más sibarita de los caníbales todavía era un secreto compartido por pocos) y el éxito mundial de la película protagonizada por Jodie Foster y Anthony Hopkins. Entonces Lecter se ganó un Oscar y se convirtió en el personaje de cine más imitado por los cómicos, desde aquel autista que Dustin Hoffman interpretaba en Rain Man. Era como si necesitásemos reírnos de los manierismos de Hopkins hasta producirnos una hernia, para que esa risa banalizase el horror que nos producía –la clase de horror que nos mantiene en vela durante las noches.
En algún sentido imitábamos el recurso de Thomas Harris: habíamos entendido que sólo puede mirarse a Lecter de soslayo, o en la superficie de un espejo que deforma la imagen, porque no estamos preparados para contemplarlo in toto, en todo su perverso esplendor. No en vano su creador lo colocaba siempre en un segundo plano, Hannibal siempre era el villano en las sombras, en Red Dragon el villano principal era aquel a quien llaman Tooth Fairy, el Hada de los Dientes, y en The Silence era el despellejador a quien le dicen Buffallo Bill. Este era un recurso sensato, en parte porque Lecter asusta más cuando menos se lo ve, pero también porque poner a Lecter en primer plano hubiese hecho saltar por los aires las convenciones del género. Hannibal era demasiado grande, demasiado complejo para las constricciones de un policial, por excelso que fuese. Cuando Harris puso a Lecter como protagonista, la novela resultante, Hannibal, ya no era un policial perfecto como los otros, sino un relato gótico y por ende desmesurado, deforme, too much. (Recuerdo lo que pensé cuando me llegó por vía aérea mi ejemplar hardcover y llegué al final en que Hannibal y Clarice se ocultan en Buenos Aires: han hecho bien, me dije, esta es una ciudad en la que los monstruos se mueven a sus anchas).
Ahora Lecter regresa en una novela llamada Hannibal Rising, que cuenta la vida de Lecter entre los 6 y los 20 años. En los Estados Unidos se la conocerá a comienzos de diciembre, dos meses antes del estreno de la película del mismo nombre, protagonizada en este caso –dado que se trata del young Hannibal, y no de su versión adulta- por el francés Gaspard Ulliel. Yo no tengo la más mínima esperanza sobre las bondades de estos productos, me imagino que serán bodrios como ya lo fueron Hannibal y su traslación al cine. (Por lo menos la novela era un bodrio con coraje, creo que Harris enloqueció y quiso escribir el más desmesurado de los libros de horror, triunfando tan sólo a medias; pero al menos era amoral hasta el final, cosa que la película de Ridley Scott no tuvo el coraje de ser). Aun cuando se tratase de obras decorosas creo que llegan demasiado tarde, el efecto que Hannibal nos producía caducó, ya no es el monstruo que era. En aquel entonces nos inquietaba el hecho de que alguien tan culto y tan inteligente, ¡y para peor graduado de psiquiatra con honores!, no encontrase falta alguna en su debilidad por la violencia y por la carne humana: se trataba de criatura racional, capaz de defender sus acciones con argumentos sólidos. ¿O acaso no era Hannibal una criatura de su siglo, el producto de una masacre familiar producida en Europa Oriental durante la Segunda Guerra Mundial que no solo lo dejó huérfano, sino que lo expuso al fenómeno de la antropofagia? Hannibal nos aterraba porque transparentaba la lógica que mueve a este mundo, a la que habitualmente vemos solo de soslayo, o en el espejo deformante de nuestras pretensiones de moralidad: ninguno de nosotros es capaz de mirar de frente al horror que ocurre a diario en este planeta, de asumirlo in toto.
Los motivos por los que Hannibal ya no asusta son dos. El primero es su sobreexposición, la especie humana se acostumbra a todo, hasta a sus monstruos: una vez que la bestia se vuelve familiar pasa a formar parte del paisaje cotidiano. Y el segundo es la competencia. A fin de cuentas Lecter es un trabajador independiente, casi un artesano, en un mundo que abunda en monstruos que devoran a miles de inocentes cada día: los presidentes de tantos países, los CEOs de tantas empresas, los traficantes de armas y de drogas. No es que Hannibal se haya empequeñecido, es que la maldad en el mundo se volvió rampante.