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El señor del Infierno

Por 21 de septiembre de 2006 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Confesémoslo: la mayoría de nosotros lleva adelante una vida esquizofrénica. Por una parte nos consta que el universo que habitamos es frío e indiferente, en su vasto marco lo humano constituye apenas un fenómeno marginal: todo lo que podemos agradecerle es que haya adoptado el rumbo que hizo posible nuestra existencia, pero no es sensato esperar que nos conceda alguna otra gracia. Por  otra parte, nos gusta creer a diario que existe en nuestra vida algo así como una tensión de finalidad: una dirección que no es tan solo la del camino a la muerte, sino la del sentido. Amamos pensar que las cosas ocurren por algo y para algo, nos gusta pensar que construimos, que aprendemos, que avanzamos –aun cuando el universo irrumpe también a diario para sugerirnos, o enrostrarnos a lo bruto, que las cosas simplemente son, y porque sí.

Que el universo me perdone el atrevimiento, pero hoy es de esos días en que estoy convencido de que existe un sentido. La condena a cadena perpetua del represor Miguel Etchecolatz significa un triunfo de los mejores rasgos de nuestra especie: la perseverancia en la verdad, el rechazo a toda violencia y la búsqueda de justicia. Durante la dictadura Etchecolatz manejó una veintena de campos de concentración de la provincia de Buenos Aires, lo cual lo convierte en responsable por el destino de miles de argentinos que fueron secuestrados, torturados, violados, asesinados e incluso algo peor: despojados de su identidad, como los bebés que fueron arrancados a sus padres para ser entregados sotto voce, es decir ilegalmente, a nuevas familias. Entre los campos que Etchecolatz dirigía estaba el Pozo de Bánfield, al que también se llamaba El Infierno. Allí fueron encerrados y después fusilados, entre tantos otros, los adolescentes que habían tenido el descaro de reclamar que los estudiantes pagasen menos al usar el transporte público, un episodio ignominioso al que todavía se llama La Noche de los Lápices. Que la condena de Etchecolatz haya llegado a treinta años de aquel crimen imperdonable es algo que huele a (perdóname, universo) justicia poética.

Más allá de la pena otorgada a este monstruo, el dictamen incluyó un elemento que resultará importantísimo en los juicios que de aquí en más se sustanciarán a otros represores: la especificación de que Etchecolatz no cometió, ordenó o permitió esos crímenes de acuerdo a su antojo personal, sino “en el marco de un genocidio”. Desde el comienzo la Fiscalía apuntó a demostrar que todos esos delitos de lesa humanidad habían sido perpetrados para cumplir con un plan específico, a cuyos efectos se había organizado una fuerza ad hoc con efectivos de las Fuerzas Armadas y de los organismos de seguridad del Estado. Si existe la intención de matar a miles y si se organiza una pandilla para hacerlo, ya no se trata de delitos aislados sino de genocidio: exterminio sistemático de un grupo por motivos de raza, religión o políticos, reza mi diccionario, nunca más apropiado. Ahora que al fin ha sido impuesta, la calificación legal de genocidas dificultará a los represores esquivar sus condenas mediante los artilugios doctorales que hasta hoy habían intentado utilizar en su favor.

Para ser sincero, cuando lo pienso bien me digo que en realidad no somos tan esquizofrénicos. Es verdad que el universo no sabe nada de justicia humana, pero el texto que recita a diario debería inspirarnos: existimos en un sistema solar que favorece la vida, una vida que brota por doquier y se multiplica con pasión; este fenómeno depende, además, de la armonía entre infinidad de componentes, de su sociedad siempre perfectible. Si los humanos leyésemos más a menudo ese texto original, privilegiando la vida tal como lo hace el universo y entendiendo que la armonía entre las partes es condición sine qua non, nos iría mucho mejor. Por lo general ignoramos lo que el universo nos cuenta y reescribimos la existencia caprichosamente, convirtiendo la excepción –por ejemplo la violencia que este universo sufrió pocas veces en milenios, como ajuste para reformular su equilibrio- en norma, y atacando la vida que el universo consagra. Al menos esta vez, el fallo de los jueces Rozanski, Insaurralde y Lorenzo reescribió la Historia siguiendo el libreto que el universo tuvo la grandeza de inspirarnos.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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