La tumba de Lenin está hecha de mármol negro y granito pardo rojizo, y se ubica junto a uno de los muros del Kremlin que mira a la Plaza Roja. Sólo se puede visitar dos días por semana, en los que se cierra la plaza y se forman largas colas que duran toda la mañana. Una vez dentro, la negrura es tan absoluta que las paredes no se distinguen del techo. La temperatura desciende. Soldados armados prohíben que el visitante se detenga a mirar. Es obligatorio circular permanentemente. Al llegar al centro de la cripta, Lenin descansa embalsamado entre sedas rojas. Es más bajito y pelirrojo de lo que uno podría pensar. Y su piel disecada parece la de un muñeco de porcelana. Pero la atmósfera está diseñada de modo que parezca un mártir que flota entre las tinieblas.
La escenificación del cadáver de Lenin es una muestra del poder político de los muertos. En realidad, él quería ser enterrado en San Petersburgo, con su familia. Pero Stalin decidió convertir su perpetuo velatorio en un símbolo de la revolución. El duelo por su fallecimiento duró una semana, y Stalin cargó personalmente el féretro. Y por cierto, se aseguró de que su rival Trotsky no se enterase a tiempo de la fecha de la ceremonia. Así consiguió convertir a Lenin en un objeto de culto, y asociar su imagen a la suya.
La momificación del líder comunista fue sólo una manifestación más de la devoción colectiva por los muertos que los seres humanos hemos desarrollado desde el principio de los tiempos ¿Qué son las pirámides si no tumbas gigantescas? ¿Y el símbolo del cristianismo no es un muerto aún clavado en su instrumento de tortura y ejecución? ¿Y a quién se le ocurrió conservar pedazos de los cuerpos muertos de los santos –como dientes y huesos- y llamarlos reliquias cristianas?
Olaf B. Rader acaba de publicar en español su libro Tumba y poder, en el que estudia el culto político a los muertos a lo largo de toda la historia de la cultura. Los cuerpos de los líderes, especialmente los asesinados por sus enemigos, se han usado en situaciones de conmoción política para aglutinar a la población en torno a un ideal, darle la sensación de estar conectada con lo trascendental, generar una identidad colectiva con rostro personalizado y ofrecerle un lugar sagrado donde renovar sus votos y expresar sus creencias. Incluso una comunidad materialista como el Partido Comunista, que consideraba que la religión era el opio del pueblo, creó para su pueblo una religión material, la única con el cuerpo del Mesías enteramente visible, incorrupto –como las leyendas dicen de los santos- y palpable.
De un modo intuitivo, las autoridades en guerra tienen esa conciencia incluso ante poblaciones no religiosas: el cadáver del Che Guevara fue escondido por sus asesinos, y el de Hitler “nunca se encontró”. Los policías y militares peruanos que combatían el terrorismo en los años ochenta ocultaron con frecuencia los cuerpos de los caídos para evitar que sus tumbas se convirtiesen en lugares de culto. Y en el sentido inverso, en 1989, Slobodan Milosevic arengó a su guerra nacionalista sobre la tumba del príncipe serbio Knez Lazar, vencido por los turcos en el siglo XIV.
El libro de Rader nos muestra cómo toda colectividad, todo nacionalismo, toda tierra prometida necesita un muerto ilustre, y nos invita a preguntarnos ¿cuál es el nuestro?