Félix de Azúa
Iba yo a sorber plácidamente el té de las 17.30 cuando Radio Nacional me dejó de un aire, caí en una profundísima meditación y para cuando salí del ensimismamiento ya era la hora de cenar. Ensalada y foie.
Lo que me había abstraído eran los consejos que estaba dando un experto contratado por la emisora para instruir a los radioyentes en asuntos de vida cotidiana, autoayuda, felicidad conyugal, aceptación de sí mismo y otros ámbitos de la mayor importancia y en los que todos andamos faltos.
Decía el experto, Amador Cernuda, ese era su nombre, no lo olvidaré nunca, que hoy, a la hora de irnos a dormir, íbamos a enviar unos mensajes positivos al cerebro. “Vamos a enviar mensajes positivos al cerebro”, dijo. A lo que la directora del programa añadió, muy animosa, “¡Venga!”.
En este punto me olvidé del té y presté mucha atención. El experto dijo, con toda la razón del mundo, que “el cerebro no admite mensajes negativos”. Directora: “¡Claro que no!”. Y puso un ejemplo deslumbrante: si tú le dices al cerebro: “¡No pienses en un piano!”, de inmediato el cerebro se pone a pensar en un piano. “Así es, exacto”, dijo la directora. Lo probé, y en efecto, no sé yo cómo, pero me puse a pensar en un piano y aún no me lo he quitado de la cabeza por muchos mensajes positivos que le envío al cerebro en este sentido.
En consecuencia, dedujo el experto, si tratas de adelgazar no has de decirle al cerebro: “No quiero estar tan gordo”, sino todo lo contrario: “¡Cerebro!, ¡quiero estar aún más delgado!”. Sutileza. Hay que engañar al cerebro, que es un poco bobo. Por gordos que estemos, si el cerebro recibe un mensaje positivo nos adelgaza sin pausa porque, claro, él no puede vernos y no sabe si estamos gordos o flacos.
No es tan sencillo, no simplifiquemos. Me costaba un montón enviar mensajes positivos al cerebro sin usar el cerebro. Por mucho que repetía mis mensajes una y otra vez, todos me salían por el cerebro, y no servían de nada porque cuando llegaban al cerebro ya los conocía, y así no hay quien le engañe. ¿Cómo podía yo enviarle un mensaje positivo al cerebro desde fuera del cerebro? Esta es la cuestión.
Para cuando el té ya prácticamente se había evaporado, yo seguía cavilando quién era aquel yo sin cerebro que le enviaba mensajes positivos al cerebro de no se sabe quién ni en qué idioma. No obstante, le envié un mensaje positivo al cerebro y le dije que me estaba divirtiendo mucho pero que, por favor, apagara la radio con aquella gracia que le caracteriza. ¡Y así lo hizo! Lo del piano, no, pero la radio sí. ¡Cómo es, el cerebro!
Un poco más tarde, leyendo la prensa del día antes de dormir, momento supremo, me topé con otro asunto de cerebro sin cuerpo, o de yo sin cerebro. En este caso, sin pito, que en general no es lo mismo, pero vale. Según la prensa diaria, un caballero había pedido que le extirparan el pene que le había sido implantado meses antes, rotundo ejemplar de un pobre chico recién muerto, porque, decía el atribulado, “no lo siento mío”. O sea, que se movía por su propia cuenta y sin consultarle, a él.
Su señora estaba de acuerdo. Al parecer el pene respondía tan delicada y sutilmente a los arrumacos de la dama que la pareja, viéndolo animado y jubiloso, más contento que unas pascuas, se había aterrorizado. Ella venía a decir que era como si la violara el muchacho muerto. Los doctores, comprensivos, han aliviado al caballero de su aditamento.
Si esta pareja hubiera escuchado Radio Nacional de España el día 19 de septiembre, sabría que todo este embrollo se debe a los mensajes negativos que le han enviado al cerebro, no importa el de quién, al cerebro y punto. En lugar de decirle que se las arreglara con el pene de un muerto deberían haberle felicitado por su inesperada resurrección. “¡Hay que ver cómo te pones, cerebro mío, qué salvajada, muy agradecidos!”. Estos son los mensajes que hay que enviar, positivos.
Sin embargo, atención, no siempre funciona, yo, por ejemplo, sigo con el dichoso piano en la cabeza.