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FRANCIA

Es un libro publicado por la casa editorial Perrin. Título: Le soufre et le moisi (El azufre y el moho). Subtítulo: La derecha literaria después de 1945. Sub-subtítulo: Chardonne, Morand et les Hussards (húsares). Su autor, François Dufay, es un periodista francés, es decir, una persona que tiene como oficio explicar lo que pasa en Francia. Pero se dedica a contar lo que fue la historia de los escritores franceses de derecha como si fuese la explicación de lo que pasa o no pasa en Francia.

El tema es fascinante. Estamos a principios del siglo XXI y ¿todavía nadie entiende lo que pasó? ¿Por qué no hay más literatura en Francia? Es una pregunta que un francés puede escuchar en cualquier viaje. La respuesta, o por lo menos algunas de las respuestas, cabe en un libro que hable de moho.

Resumen para las jóvenes generaciones: después de la Segunda Guerra Mundial, el poder intelectual (debates políticos, manejo de casas editoriales, grandes posiciones tanto en la universidad como en la investigacion científica) pertenecía a la izquierda. La figura de Jean-Paul Sartre, el papel de su revista Les temps modernes, eran los puntos de referencia. La derecha tuvo que callarse por completo. Los resultados de la hegemonía han sido una producción literaria de poco relieve y lo que se llama el «post-estructuralismo» en las ciencias humanas.

Ahora vivimos el momento de balance. El libro de Dufay pertenece a esa corriente. Intenta entender lo que pasó en el otro bando: ¿Cómo se podía sobrevivir en la derecha frente a una izquierda todopoderosa?

Su tesis confirma, apoyándose en una revisión cuidadosa de las reseñas de libros en la prensa y de las correspondencias de escritores, la creación de una red de supervivientes. En el centro, cuatro personas (los húsares): Roger Nimier, Antoine Blondin, Michel Déon, Jacques Laurent. Son cuatro autores que tienen un éxito comercial y opiniones de derecha. Odian a Sartre, a De Gaulle y a las mentiras de un pueblo que finge tener un pasado de resistencia a los nazis. Toman la decisión de sacar a la luz dos figuras mayores que se esconden, pues han sido demasiado cercanos a los alemanes durante la ocupación de Francia. Jacques Chardonen y Paul Morand asumen el papel de «padres» de una «escuela del atrevimiento». En francés se habla de «désinvolture», atrevimiento traduce muy mal. Quiere decir: irresponsabilidad política y libertad total del escritor. Se puede decir de otra manera: hablar de «literatura comprometida es un oxímoron» y la historia de la literatura en Francia lo confirma.

Una última cosa: no hay que desesperar con respecto a los libros en Francia. Hoy, la casa Gallimard publica una nueva traducción de Moby Dick de Herman Melville. Es un acontecimiento mayor, no por pertenecer a la famosa colección Bibliothéque de la pleïade sino por un cambio zoológico. La mítica bestia blanca ya no es una ballena. Recupera en el nuevo texto su identidad de cachalote. Hace ochenta anos que los franceses leían sin protestar la historia de una ballena que tiene dientes. Lo que en el trópico se llama «mamadera de gallo».

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21 de septiembre de 2006
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El gobierno de los muertos

La tumba de Lenin está hecha de mármol negro y granito pardo rojizo, y se ubica junto a uno de los muros del Kremlin que mira a la Plaza Roja. Sólo se puede visitar dos días por semana, en los que se cierra la plaza y se forman largas colas que duran toda la mañana. Una vez dentro, la negrura es tan absoluta que las paredes no se distinguen del techo. La temperatura desciende. Soldados armados prohíben que el visitante se detenga a mirar. Es obligatorio circular permanentemente. Al llegar al centro de la cripta, Lenin descansa embalsamado entre sedas rojas. Es más bajito y pelirrojo de lo que uno podría pensar. Y su piel disecada parece la de un muñeco de porcelana. Pero la atmósfera está diseñada de modo que parezca un mártir que flota entre las tinieblas.

La escenificación del cadáver de Lenin es una muestra del poder político de los muertos. En realidad, él quería ser enterrado en San Petersburgo, con su familia. Pero Stalin decidió convertir su perpetuo velatorio en un símbolo de la revolución. El duelo por su fallecimiento duró una semana, y Stalin cargó personalmente el féretro. Y por cierto, se aseguró de que su rival Trotsky no se enterase a tiempo de la fecha de la ceremonia. Así consiguió convertir a Lenin en un objeto de culto, y asociar su imagen a la suya. 

La momificación del líder comunista fue sólo una manifestación más de la devoción colectiva por los muertos que los seres humanos hemos desarrollado desde el principio de los tiempos ¿Qué son las pirámides si no tumbas gigantescas? ¿Y el símbolo del cristianismo no es un muerto aún clavado en su instrumento de tortura y ejecución? ¿Y a quién se le ocurrió conservar pedazos de los cuerpos muertos de los santos –como dientes y huesos- y llamarlos reliquias cristianas?

Olaf B. Rader acaba de publicar en español su libro Tumba y poder, en el que estudia el culto político a los muertos a lo largo de toda la historia de la cultura. Los cuerpos de los líderes, especialmente los asesinados por sus enemigos, se han usado en situaciones de conmoción política para aglutinar a la población en torno a un ideal, darle la sensación de estar conectada con lo trascendental, generar una identidad colectiva con rostro personalizado y ofrecerle un lugar sagrado donde renovar sus votos y expresar sus creencias. Incluso una comunidad materialista como el Partido Comunista, que consideraba que la religión era el opio del pueblo, creó para su pueblo una religión material, la única con el cuerpo del Mesías enteramente visible, incorrupto –como las leyendas dicen de los santos- y palpable. 

De un modo intuitivo, las autoridades en guerra tienen esa conciencia incluso ante poblaciones no religiosas: el cadáver del Che Guevara fue escondido por sus asesinos, y el de Hitler “nunca se encontró”. Los policías y militares peruanos que combatían el terrorismo en los años ochenta ocultaron con frecuencia los cuerpos de los caídos para evitar que sus tumbas se convirtiesen en lugares de culto. Y en el sentido inverso, en 1989, Slobodan Milosevic arengó a su guerra nacionalista sobre la tumba del príncipe serbio Knez Lazar, vencido por los turcos en el siglo XIV.

El libro de Rader nos muestra cómo toda colectividad, todo nacionalismo, toda tierra prometida necesita un muerto ilustre, y nos invita a preguntarnos ¿cuál es el nuestro?

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20 de septiembre de 2006
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El retorno de Hannibal

Durante algún tiempo Hannibal Lecter fue nuestro villano favorito: desde el momento en que descubrimos las maravillosas novelas de Thomas Harris Red Dragon y The Silence of the Lambs (qué época, aquella, cuando el más sibarita de los caníbales todavía era un secreto compartido por pocos) y el éxito mundial de la película protagonizada por Jodie Foster y Anthony Hopkins. Entonces Lecter se ganó un Oscar y se convirtió en el personaje de cine más imitado por los cómicos, desde aquel autista que Dustin Hoffman interpretaba en Rain Man. Era como si necesitásemos reírnos de los manierismos de Hopkins hasta producirnos una hernia, para que esa risa banalizase el horror que nos producía –la clase de horror que nos mantiene en vela durante las noches.

En algún sentido imitábamos el recurso de Thomas Harris: habíamos entendido que sólo puede mirarse a Lecter de soslayo, o en la superficie de un espejo que deforma la imagen, porque no estamos preparados para contemplarlo in toto, en todo su perverso esplendor. No en vano su creador lo colocaba siempre en un segundo plano, Hannibal siempre era el villano en las sombras, en Red Dragon el villano principal era aquel a quien llaman Tooth Fairy, el Hada de los Dientes, y en The Silence era el despellejador a quien le dicen Buffallo Bill. Este era un recurso sensato, en parte porque Lecter asusta más cuando menos se lo ve, pero también porque poner a Lecter en primer plano hubiese hecho saltar por los aires las convenciones del género. Hannibal era demasiado grande, demasiado complejo para las constricciones de un policial, por excelso que fuese. Cuando Harris puso a Lecter como protagonista, la novela resultante, Hannibal, ya no era un policial perfecto como los otros, sino un relato gótico y por ende desmesurado, deforme, too much. (Recuerdo lo que pensé cuando me llegó por vía aérea mi ejemplar hardcover y llegué al final en que Hannibal y Clarice se ocultan en Buenos Aires: han hecho bien, me dije, esta es una ciudad en la que los monstruos se mueven a sus anchas).

Ahora Lecter regresa en una novela llamada Hannibal Rising, que cuenta la vida de Lecter entre los 6 y los 20 años. En los Estados Unidos se la conocerá a comienzos de diciembre, dos meses antes del estreno de la película del mismo nombre, protagonizada en este caso –dado que se trata del young Hannibal, y no de su versión adulta- por el francés Gaspard Ulliel. Yo no tengo la más mínima esperanza sobre las bondades de estos productos, me imagino que serán bodrios como ya lo fueron Hannibal y su traslación al cine. (Por lo menos la novela era un bodrio con coraje, creo que Harris enloqueció y quiso escribir el más desmesurado de los libros de horror, triunfando tan sólo a medias; pero al menos era amoral hasta el final, cosa que la película de Ridley Scott no tuvo el coraje de ser). Aun cuando se tratase de obras decorosas creo que llegan demasiado tarde, el efecto que Hannibal nos producía caducó, ya no es el monstruo que era. En aquel entonces nos inquietaba el hecho de que alguien tan culto y tan inteligente, ¡y para peor graduado de psiquiatra con honores!, no encontrase falta alguna en su debilidad por la violencia y por la carne humana: se trataba de criatura racional, capaz de defender sus acciones con argumentos sólidos. ¿O acaso no era Hannibal una criatura de su siglo, el producto de una masacre familiar producida en Europa Oriental durante la Segunda Guerra Mundial que no solo lo dejó huérfano, sino que lo expuso al fenómeno de la antropofagia? Hannibal nos aterraba porque transparentaba la lógica que mueve a este mundo, a la que habitualmente vemos solo de soslayo, o en el espejo deformante de nuestras pretensiones de moralidad: ninguno de nosotros es capaz de mirar de frente al horror que ocurre a diario en este planeta, de asumirlo in toto.

Los motivos por los que Hannibal ya no asusta son dos. El primero es su sobreexposición, la especie humana se acostumbra a todo, hasta a sus monstruos: una vez que la bestia se vuelve familiar pasa a formar parte del paisaje cotidiano. Y el segundo es la competencia. A fin de cuentas Lecter es un trabajador independiente, casi un artesano, en un mundo que abunda en monstruos que devoran a miles de inocentes cada día: los presidentes de tantos países, los CEOs de tantas empresas, los traficantes de armas y de drogas. No es que Hannibal se haya empequeñecido, es que la maldad en el mundo se volvió rampante.

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20 de septiembre de 2006
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ESPERANDO SUS MEMORIAS

Ya habíamos leído sus Opiniones mohicanas, algunos flashes -¡Flash, qué palabra tan “gauche divine”!... Cenar en el “flash, flash”, beber en Bocaccio- sobre escritores y también su libro observatorio del mundo editorial. Ahora, en su anagramática biblioteca de la memoria, se autoedita Jorge Herralde un libro compilación, ampliación, revisitación de su mejor libro: su propia mirada editorial. Escribiendo sobre otros, se escribe sobre sí mismo. Soy un viejo fan de su editorial, desde los ensayos hasta las dispersiones, desde los clásicos contemporáneos recuperados, hasta sus apuestas abiertas a la narrativa en español.

Si Herralde no hubiera existido en nuestra vida de lectores hubiéramos tenido que inventarlo. Felizmente cuando nos despertamos a ciertas lecturas, Herralde ya estaba allí. Como el dinosaurio de Monterroso. No fue el primero de nuestros modernizadores editoriales, ahí estaban Barral, Salinas, Aguirre, Pradera, pero sí fue el más abierto a todas las modernidades. Camina para los primeros cuarenta años de trabajo editorial y Jorge Herralde sigue sin perder esa pasión por los libros y sus autores. Casi una enfermedad.

Hace tiempo rompió esa leyenda del editor ágrafo. Estamos ante su quinto o sexto libro publicado, aunque casi siempre sea el mismo libro, ampliado, corregido, aumentado o autocensurado, y sin embargo seguimos esperando sus  memorias. Las memorias del editor, del lector y, sobre todo, las del observador de las luces y sombras de nuestro pequeño mundo de letraheridos. Generalmente un mundo de copas largas y contratos cortos. Podría ser tan divertido, controvertido e instructivo como ese libro que nunca llegó a publicar: las memorias de Jesús Aguirre, su amigo y Duque de Alba. Divertidísimo ese capítulo inicial que Herralde dedica al Duque. Castellet, cuenta Herralde, cuando se enteró de la noticia gritaba gesticulando: “¡El cura Aguirre ¡Duque de Alba! ¡Es lo más grande que nos ha pasado en nuestras vidas!”.

El libro de Herralde, Por orden alfabético se lee con la misma facilidad que alguno de sus personajes se beben un trago largo. Con placer. Lo malo es que un buen trago, te lleva al siguiente. Y así. Pero no nos queremos emborrachar, tenemos muchas lecturas pendientes, esperamos -después de este excelente trago- el siguiente libro de Herralde. Seguiremos leyendo ese excelente novela-rio que es el catálogo de Anagrama, pero pretendemos seguir degustando sus libros y sus memorias. ¡Ah, y que no se olviden algunos nombres, algunos escritores que tan cercanos fueron en años pasados! ¡Que diga algo de ellos, aunque sea bueno!

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20 de septiembre de 2006
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VOZ (4)

El éxito del blog o los SMS o los mails tiene que ver, sin duda, con lo que no puede verse. Por comparación, el teléfono nos delata mientras la vida tras los caracteres de la escritura nos enmascara. Efectivamente puede discernirse a través de la redacción, pero la información sobre el otro es incomparablemente menor que la recibida mediante la voz. La voz es intimidad en estado puro. Lo que se es. La voz huele, presiona, figura, suena, habla. Todos los sentidos se juntan en la voz que indica con su penetración o su acogimiento, la existencia de un hábitat inhóspito o milagroso,  cálido o tajante, balbuceante o exterminador.

Morimos por la boca: ahogados por la voz.

Y, a la vez, demandamos socorro voceando.

Nos salvamos mediante el boca a boca donde siempre se funde la húmeda natividad de la voz.

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20 de septiembre de 2006
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Viejos modos, modales antiguos

En el casco histórico de Montpellier hay un eje urbano de indudable grandeza. Un arco de triunfo encierra en su luz la estatua ecuestre de Luis el Grande. Algo más allá, el precioso templete de las aguas oculta un colosal acueducto que los lugareños llaman les arceaux. Es la huella de una potencia constructora que no podemos ni imaginar. Tras innumerables destrucciones, la ciudad de Montpellier, rebelde y hugonota, fue finalmente conquistada por los ingenieros, los arquitectos, los escultores y los consejeros de la corona francesa. Allí sigue, en esa plataforma barroca que domina el valle y la ciudad, petrificada, la huella de su anexión definitiva.

Dentro del casco urbano, en la calle Jean Moulin puede leerse una placa que guarda la memoria del jefe de la resistencia contra la ocupación alemana. La inscripción no dice “asesinado por los nazis”, sino “ejecutado por el ejército alemán”. Como la estatua del rey Luis, esta placa conserva la memoria de un suceso de armas, un sufrimiento, un pasado que debe olvidarse para seguir viviendo, pero que no debe olvidarse del todo para poder vivir adecuadamente. Según reza la inscripción, el jefe de la resistencia no fue la víctima de un crimen sino un oficial francés pasado por las armas del invasor.

Vivir con decencia, tanto en el ámbito público como en el privado, nos obliga a aceptar nuestras derrotas. Negarlas es infantil, como aquel corrupto jefe de la Guardia Civil, Roldán, que falsificó su currículo para presentarse ante sus subordinados como un diplomado universitario. Olvidarlas es correr el peligro de repetirlas, como los que tratan ahora de ganar una guerra civil que sus abuelos perdieron irremediablemente.

Sin embargo, la memoria ha de dignificar el pasado, no reducirlo a un pudridero. Ha de recordar a los héroes que se enfrentaron al ejército nazi, pero nunca debe ridiculizar a ese ejército porque entonces la derrota sería una mera consecuencia natural y los luchadores carecerían de valor. Rebajar al enemigo es rebajar el valor de quienes lucharon contra él. Los gigantes que vencen a enanos no suelen dejar muy buen recuerdo.

Europa ha sido un matadero durante siglos. Se ha construido sobre la sangre de millones de víctimas. A los cristianos europeos y americanos nunca les importó añadir otro millón de muertos al cementerio de su historia. Como dijo el infame Napoleón ante los cadáveres de la Grand Armée: “Esto lo arregla una noche de amor en París”. Se adivina en sus palabras la futura influencia de los publicistas. No obstante, los occidentales han sido siempre prudentes y han sabido digerir sus derrotas con sabiduría, asumirlas decentemente. Y cuando no lo han hecho, como Hitler, incapaz de reconocer que Alemania había sido derrotada, se convierten en delincuentes.

Tras la orgía de la Segunda Guerra Mundial, cuando los millones de muertos ya se aproximaban al centenar, parece que a los occidentales nos entró un cierto desasosiego. Es difícil dignificar semejante barbarie, respetar a enemigos tan monstruosos. Desde entonces no parece fácil distinguir entre guerra y crimen. Sin embargo, es imprescindible hacerlo, y es imprescindible petrificar el pasado del modo más digno posible.

Aquellos que se niegan a aceptar y petrificar el pasado, como quien se niega a aceptar y petrificar un abandono conyugal, mantienen el duelo y se lo exigen a todos los demás, a veces violentamente, como los bengalíes que arrojan ácido a la cara descubierta de sus mujeres.

Pero es inútil deformar sus rostros. No por eso volverán a cubrirse. No por eso regresarán las mujeres a la protección patriarcal. Si se igualan guerra y crimen, entonces Bin Laden y Josu Ternera son los nuevos Jefferson.

Porque tengo para mí que el motivo de la violencia islamista no obedece a ninguna otra causa que a la incapacidad de asumir la derrota, la ausencia de vigor para reconocer el fracaso. Y esa impotencia violenta está cada vez más extendida también entre muchos cristianos.

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20 de septiembre de 2006
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El verdugo

Se llamaba Antonio López Sierra, fue el último verdugo español. Representaba el escalón menor de la administración de justicia (?) en los años del franquismo. Un oscuro funcionario para que ejecutara la muerte legalmente administrada. Lo conocimos cuando ya estaba en paro. Era un hombre pequeño, temeroso, de pocas palabras, desaliñado y oscuro. Vivía en una pequeña portería del barrio de Malasaña, en un habitáculo interior, sin ventanas, en compañía de su mujer, un canario y unos cuantos pobres muebles. Muy pocas personas del barrio conocían su oficio. Después de participar en la película Queridísimos verdugos, de Basilio Martín Patino, una obra maestra sobre la España negra, se había tenido que cambiar de barrio. Era, cuando lo conocimos, un hombre solitario, un bebedor silencioso, un paseante solitario y nocturno. Era un hombre sin vida. Antonio, de origen extremeño, de vida dura, con algunos pequeños delitos en su oscura existencia, de trabajos precarios, con pasado carcelario y perdedor en la guerra civil. Sobrevivía vendiendo caramelos. Malvivía con su mujer y dos hijos. Para salir de su situación alguien le propuso ser verdugo. Atrapado en su propia miseria, incapaz de encontrar salidas en un entorno sórdido, aceptó el trabajo. Pensó, como aquel verdugo de otra obra maestra de nuestro cine, aquel que interpretaba Pepe Isbert en la película de Berlanga, que tendría poco trabajo. Y, además, alguien tendría que hacer ese sórdido trabajo.

Fue su secreto oficio durante más de treinta años. Ejecutó a más de veinte personas. Conoció su oficio, cuidaba la “máquina” -así llamaba Antonio al garrote-. Un maletín con unos artilugios metálicos que se guardaban en las dependencias del Ministerio de Justicia. Cuando llegaba la hora, una pareja de la Guardia Civil, o un policía en los últimos años, acompañaban a este ejecutor de sentencias a que realizara su siniestro trabajo. Se sienta al reo, se le ata con las esposas a un palo, se le venda y se le estrangula con un torniquete. Se trituran sus vértebras cervicales para laminar su cuello aplastando el bulbo.

No seguiré describiendo los efectos del garrote. Si quieren, en Baroja o en Daniel Sueiro pueden encontrar minuciosas descripciones de esta manera española de ejecutar la muerte.

Recuerdo a esa otra víctima, ese otro triste cautivo que es el verdugo, porque está presente en una de las películas que optan a ser las que nos representen en los Oscar de Hollywood. Se trata de Salvador, de Manuel Huerga, sobre la vida y muerte de un joven anarquista, de un antifranquista llamado Salvador Puig Antich. Los últimos veinte minutos de la película son sobrecogedores. Hablan de otro país. De aquel país de los últimos años del franquismo que algunos conocimos muy bien, demasiado bien. Puig Antich fue, en compañía de Heinz Ches, el último ajusticiado de la injusticia en tiempos de Franco. La última ejecución de un verdugo, de un pobre hombre que tiene un lugar siniestro en la peor historia de nuestro reciente pasado.

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19 de septiembre de 2006
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EL SÉPTIMO

Es una enfermedad vinculada con mi oficio: visito en Internet los sitios de autores, casas editoriales, sociedad de amigos de escritores y otra capillas electrónicas dedicadas a la literatura. Soy capaz de adivinar cuándo se trata de un trabajo artesanal hecho por un amigo que dice que sabe algo de informática (y no voy a insultar a nadie con un ejemplo) y cuándo hay una inversión de verdad por parte del editor.

Basta visitar el sitio americano del escritor japonés Haruki Murakami, construido con el implacable orden de una caja de almuerzo en el imperio del sol naciente, para entender que los gatos que van caminando en la pantalla no se consiguen sin un hondo conocimiento de la tecnología Flash. El sitio de J.K. Rowling, la autora de la exitosa historia de Harry Potter, pertenece a la misma categoría: inversión fuerte y trabajo de profesionales. Es un sitio que no se visita, todo el contrario: invade la pantalla del visitante y despliega una serie de objetos que conforman el universo de la novela.

Merece un estudio, sí, sí, insisto, merece un estudio pues nos encontramos en el mundo que más ha hecho por la lectura en los últimos años. La señora Rowling desmiente todas las afirmaciones sobre la ruptura entre las nuevas generaciones y la lectura. Los jóvenes leen libros, lo que pasa es que no quieren libros aburridos.

El sitio de Rowling/Potter tiene dos pisos. El de abajo, por donde se entra, es un tremendo desorden. Peor que la habitación de un joven adolescente. Pero en su falta de organización explica el lío de la vida en equilibrio entre el presente y el pasado: por una parte, hay un disquete de computadora (u ordenador), de estos disquetes que ya desaparecieron, muertos a causa de los CD en el darwinismo de las especies informáticas. También hay un teclado; pero, por otra parte, hay un sacapuntas, una goma y varios cuadernos.

Si miramos a lo que lleva vida, hay una mariposa, otro insecto (un bicho redondo imposible de identificar) y la pantalla de un teléfono celular. No hay que olvidar los sonidos del sitio: canto de las aves, ladrido de un perro, ruido de un carro. El ruido continuo del viento añade el toque de misterio o de terror que contribuye a recrear la atmósfera de la obra. Hay que esperar varios minutos (no lo digo de broma, no he mirado mi reloj) quizás seis o siete para que pase algo: se mueve un objeto y se escuchan otros sonidos que no voy a describir: hay que recompensar la paciencia.

Claro que los objetos sirven de enlaces para desplazarse en el sitio y sobre todo subir a las habitaciones del segundo piso. Entre varias opciones hay un diario The Daily News que cuenta, para niños y adolescentes, la vida de la autora y sobre todo de su obra. Un título único: Las últimas noticias sobre el libro 7 (el sitio viene en varios idiomas incluyendo el castellano). De manera sorprendente, la última noticia confirma el despliegue inicial. Escribe la Sra. Rowling al contar su viaje a Nueva York en el mes de agosto: “la vuelta de Nueva York resultó especialmente interesante por las nuevas medidas de seguridad establecidas por las líneas aéreas… me negué en redondo a separarme del manuscrito del libro siete (gran parte del cual está escrito a mano y no tenía copia).

No sé por qué me provoca una gran alegría descubrir que el libro que más impacto comercial tiene en nuestra época no pertenece todavía por completo al mundo digital y está tan amenazado como una hoja cerca de una llama o de la papelera que puede utilizar un ser distraído. El sitio de Rowling es un gran trabajo de profesional pero el manuscrito de su séptimo libro, que tantos lectores esperan, es una cosa que pertenece todavía al oficio de escribir. El dinero no puede con todo. Hay cosas que se hacen a mano.

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19 de septiembre de 2006
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Fantasmas sin tumba

En otra de sus reveladoras intuiciones, Walter Benjamin afirmó que las fotografías, como los humanos, tenían inconsciente. No porque en ellas se colara disimuladamente el conflicto inabordable de un alma enferma, como aquel buitre inverosímil que Freud dibujó en una pintura de Leonardo, sino porque la máquina fotográfica captaba con sus ojos, más desnudos que los ojos humanos, aspectos del mundo que eran invisibles a los habitantes de aquel tiempo. Al mirar viejos retratos, Benjamin descubría detalles que habían pasado inadvertidos a quienes estaban presentes cuando se dispararon las fotografías. El inconsciente visual de una temporalidad histórica sólo se manifestaba muchos años más tarde a quienes ya no podían intervenir en la escena.

En un artículo de Michael Kimmelman (The New York Times/El País, 14 septiembre) sobre una exposición dedicada al gran Walker Evans, aparecen de nuevo fantasmas (distintos a los de Benjamin) que han permanecido petrificados en la luz apagada del pasado, durante décadas, como momias vivientes. Los actuales sistemas de revelado digital pueden hacer visibles muchos detalles que los viejos negativos han mantenido ocultos durante más de medio siglo. “El proceso digital permite descubrir detalles incrustados en los negativos”, escribe Kimmelman. El uso de “incrustados” invita a pensar en esos insectos atrapados en gotas de resina desde hace millones de años. Seres desaparecidos pero presentes, que esperan una mirada del futuro.

Kimmelman cita varios ejemplos del inconsciente fotográfico de Evans (¡del inconsciente de su máquina!) que pueden verse ahora en la exposición, y me han llamado la atención dos de ellos. El primero dice que es: “Una chica en sombras, en la puerta de un tenderete, junto a la carretera de Birmingham, Alabama”. Y el segundo, no menos inquietante: “Fotos de carné en la ventana de un estudio de fotografía de Savannah, Georgia”.

Aquella muchacha de Alabama que en 1936 no pudo ver Evans, pero sí su máquina, regresa ahora, setenta años más tarde, para que la pueda conocer su nieta, si hubo descendencia, o quizás para recoger una mirada atenta que nunca tuvo porque murió joven. Si aumentamos el tamaño de las fotos de carné de Savannah quizás averigüemos quién vivía entonces en aquella pequeña ciudad y qué actividad le obligó a hacerse un documento de identidad. De ese modo es posible que descubramos ahora por qué esa identidad ha tardado tanto en volver al mundo.

Como en aquella película de Antonioni en la que gracias a las sucesivas ampliaciones de una fotografía, el fotógrafo descubre un asesinato que le ha pasado inadvertido a pesar de haberlo fotografiado, así también están regresando ahora vidas invisibles que habían permanecido a la vista de todo el mundo, aunque perfectamente ocultas.

Hay un abismal pasado esperando a ser rescatado de los negativos fotográficos. Y junto a estos fantasmas sin tumba aparece también un futuro: el de los psicoanalistas de fotos. Porque también las fotografías que estamos haciendo en este preciso instante ocultan imágenes borrosas, muchachas en sombras, diminutas identidades disimuladas en el claroscuro de la fotografía, que nosotros jamás podremos ver y que en el futuro declararán sombríamente sobre sus ciegos fotógrafos.

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19 de septiembre de 2006
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LA VOZ (3)

Es posible que una buena voz corresponda a una persona necia pero es difícil que una mala voz pertenezca a un ser inteligente. ¿Se correlaciona por tanto la inteligencia y la voz?

Algo impreciso hace intuir que la inteligencia actúa sobre la voz para trasmitirle claridad, interés, adecuación o perfeccionamiento. El tonto, por su parte, descuida forzosamente la voz y la convierte en un artefacto suelto sobre el que no muestra ejercer ningún dominio.

Parecen, en cualquier caso, más profundos o perspicaces los dueños de una voz que ahonda o cuya pertinencia física es evidente.

Después, se da el caso de aquellas voces que se imponen sin resistencia posible en las tertulias. Los depositarios de esas voces extraordinarias acaban imperando por más razones que sus cuerdas vocales pero necesariamente reinan por su admirable calidad sonora.

Nos complace mucho escuchar a alguien cuya preciosa voz se ajusta a un valioso contenido pero siendo el contenido muy importante la desgraciada  disonancia de su timbre nos perturba y  nos ahuyenta.

Es cruel decirlo pero la voz ajusticia.

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19 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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