Félix de Azúa
Uno de los más grandes matemáticos de todos los tiempos, Friedrich Gauss, era consciente de la aplastante superioridad de su inteligencia y lamentaba que los humanos no pudiéramos nacer en un tiempo elástico o perpetuo. “Es extraño e injusto, un ejemplo del lastimoso azar de la existencia, nacer en una época determinada y quedar atrapado por ella, quiéraslo o no. Te procura una ventaja indigna sobre el pasado y te convierte en un payaso del futuro”. Así pensaba el gran matemático Gauss y no le faltaba razón.
Por su parte, nuestro amado Alexander von Humboldt, no podía soportar que en el planeta hubiera tan ingente cantidad de cosas que nadie se hubiera detenido a mensurar. “Una colina de altura desconocida ofende e inquieta a la razón. El ser humano no puede avanzar sin determinar continuamente su posición. No hay que dejar al borde del camino ni un solo enigma, por pequeño que sea”. Así decía el barón Humboldt, y actuaba en consecuencia.
Gauss no se movió de dos o tres ciudades del provinciano conglomerado de ducados y principados que era entonces la futura Alemania. Cuando se movía, no podía decirse que viajara sino más bien que se iba de excursión, como cuando visitó a un Kant ya totalmente lelo. Humboldt, en cambio, recorrió el mundo entero por arriba y por abajo, y sólo a la fuerza regresó a Berlín para acabar sus días. Ambos vivieron inmersos en un universo ajeno a la rutina cotidiana, la vida corriente, la tarea mercenaria, la tortura amorosa o filial.
Asqueado por las farisaicas demoras del amor burgués, comparadas con la eficacia racional del burdel, “Gauss se preguntaba si llegaría un día en que las personas fueran capaces de relacionarse sin mentir, pero antes de que se le ocurriera algo al respecto, comprendió cómo se podía representar cada número como suma de tres números triangulares”. Así que le arrebató la tiza a un camarero y comenzó a tomar apuntes sobre el mármol de la mesa. No. Gauss no conoció nunca la estación del amor.
Por su parte, Humboldt pasó la vida rebotando de frontera en frontera como una bola de billar, provisto de “dos barómetros, un hipsómetro, un teodolito, un sextante, un declinómetro, una botella de Leyden y un cianómetro”, tanto si atravesaba la altiplanicie castellana, como si subía el Chimborazo o tomaba el té con señoras en Ekaterinenburgo. Si en algún momento hubiera accedido a meterse entre sábanas con algún ser humano habría llevado consigo aparatos de mensuración, lo que hubiera dificultado la espontaneidad. Quizás por ello no se le conocen casos.
Pero ambos iban a encontrarse en septiembre de 1828, en el Congreso de Naturalistas de Berlín, organizado por Humboldt. Demasiado tarde. La vejez había comenzado a acariciar con helados dedos sus cerebros y ambos científicos pensaban entre nieblas y sufrían aceleradas confusiones, hasta el punto de que a veces Humboldt creía ser Gauss y haber deducido el mundo desde su gabinete, y a veces Gauss creía ser Humboldt y haber comprobado experimentalmente todas las leyes de la probabilística en acantilados abismales y ensangrentadas pirámides incas.
Al final de sus vidas, en efecto, ambos científicos parecían payasos del futuro y habían agotado todas las ventajas sobre el pasado adquiridas por el trivial hecho de nacer.
Esta es la historia que cuenta Daniel Kehlmann en su notable La medición del mundo (Maeva), cuya traducción saldrá a la venta en noviembre y de la que me he permitido entresacar unas citas, convenientemente manipuladas. Esta novela tiene una peculiaridad que la hace única: es alemana y divertida. Un oxímoron.