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Arte religioso

Cuanto más se aleja en el tiempo, más interesante va apareciendo la figura de Arnold Schoenberg, hasta hacerse intemporal, o sea, clásico. En coincidencia, su música se aleja sin remedio en el espacio y saluda desde la lejanía. En algún momento Bartok, Stravinsky y no digamos Shostakovich y Britten, sufrieron la persecución de la cofradía de Discípulos y Viudas Fieles. Bartok, Stravinsky, Shostakovich, Britten no eran puros. El ascetismo, el puritanismo, el gusto de la represión, la frialdad técnica, el totalitarismo de los Fieles Cofrades rechazaban como imanes (magnéticos e islámicos) a sus enemigos los sensuales, pecadores, impuros, orgiastas, populacheros compositores antes mencionados. ¡Gente que componía para dar placer al vulgo! ¡Prostitutas de Babilonia!

No hay que acusar de ello a Schoenberg, en absoluto. Siempre son los epígonos y los comentaristas quienes se convierten en celotes. No obstante, algo había en el maestro que invitaba a quemar en la hoguera a los infieles, a los artesanos, a los vendidos a las piscinas. En una interesante entrevista de Lluis Amiguet (“La Vanguardia”, martes 26), la hija del compositor, Nuria, viuda de Nono, hablaba sobre su padre.

Desde la primera intervención, acierta en describir al personaje con toda exactitud: “La herencia de mi padre, reflejada también en su música, es ética”. Así es, en efecto. La ética ha tenido un peso aplastante en la herencia de Schoenberg, como en la herencia de Brecht. El músico y el dramaturgo tenían demasiado talento como para que la ética les aplastara, pero los discípulos fenecieron como medusas bajo una losa de cemento.

Tras lo cual, Nuria cuenta una historia escalofriante. La pobre mujer tenía que matricularse en la facultad de medicina de la Universidad de California, pero una cola interminable le impedía terminar a tiempo para acudir al homenaje a su padre por su 70º aniversario, de modo que recurrió a un jefe de negociado, dijo quién era, y la colaron. Luego ella se lo contó a su padre con alegre regocijo, pero entonces Schoenberg montó en cólera y de sus ojos salieron chispas airadas. Estuvo a punto de exigir a la pobre niña que pidiera perdón…¡ante todos los alumnos de la facultad! La frase de su padre es soberbia: “¡Has usado mi nombre para obtener una ventaja ilícita sobre los demás!”. Retumba en estas palabras la voz implacable del Dios de los Ejércitos tronando en el Sinaí contra los que usan su nombre en vano. Terrible escena de “Moses und Aaron” en un chaletito pequeño burgués de Los Angeles.

Nuria repite también esa información tan conocida, aunque increíble, según la cual Schoenberg fue un autodidacta, pero de un tipo especial: aprendió música siguiendo los capítulos de una enciclopedia y al parecer (según le dijo a su hija) no había podido componer una sonata hasta llegar a la letra “S”.

Casi con toda certeza, se trata de un mito repetido por los biógrafos, pero es un mito familiar, es decir, un mito del padre sostenido ante la hija como en un escenario cósmico y diabólico, el escenario del “Doctor Faustus”. Un mito que hacía de la figura paterna un personaje grandioso y humilde, omnipotente y modesto, un gigante benévolo ante el que era imposible no inclinarse para implorar caricias. Una verdadera aparición de los desiertos bíblicos. Un dios que goza con nuestra insignificancia.

Este carácter extremadamente ético de los últimos románticos alemanes (y Schoenberg lo era en grado sumo), la certeza de que su actividad no era “artística” sino metafísica, es lo que concedió su carácter persecutorio, paranoico y fascistoide a tantos grupos vanguardistas del siglo XX, herederos de la satánica soberbia de los Artistas Germanos. Y de su ideología mesiánica, naturalmente.

Ahora que, como los veleros de Friedrich, poco a poco se alejan por el océano del olvido camino de su aniquilación, es tiempo de pensarlos con ternura y amarlos desde su interior, desde su inconsciente lirismo, y no como máquinas de poder alucinado.

Nuria Schoenberg recomienda a los profanos comenzar por “El superviviente de Varsovia” y la “Oda a Napoleón”. La primera es una pieza demasiado particular, aunque la entrada del coro de condenados a muerte gritando “¡Shema Yisroel!”, con la convicción de que su Dios no va a abandonarles, es de una potencia salvaje. La “Oda”, en cambio, me parece muy menor. Luego Nuria añade: “Un joven director me dijo que, de todo el repertorio, el “Schoenberg Trio” era el más emocionante para el público”.

Bajo tan peculiar denominación seguramente Nuria se refería al Trío Op.45, una de las composiciones testamentales, figuración sonora de la muerte tras sufrir un ataque cardiaco y haber permanecido en coma durante horas. En efecto, es una de sus mejores piezas de cámara, pero… ¿emocionante? No sé si Schoenberg lo habría permitido. Y de haber visto a alguien emocionarse con esta pieza en un concierto, seguramente habría montado en cólera, como si hubiera visto a una chica en topless acercándose a comulgar.

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27 de septiembre de 2006
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Sobre la identidad (II)

Ayer Nicolás respondió con un comentario muy interesante a mi texto sobre Jorge Julio López, el albañil de 77 años que declaró en un juicio contra su torturador y pocas horas después desapareció. (He enviado este nuevo texto a último momento, y López sigue sin aparecer; si todo sigue igual, mañana miércoles seremos multitud los que marchemos a Plaza de Mayo a reclamar por su vida.) Nicolás se preguntaba si un maltrato como el que López recibió al ser secuestrado –hablamos de torturas a diario, de amenazas de muerte- puede, incluso en su extremismo, arrebatarle a un hombre su identidad. Estoy seguro de que lo primero que pierde un hombre en semejantes condiciones es su dignidad, en esto acuerdo con Nicolás. Pero si he de guiarme por los numerosísimos testimonios de aquellos que sobrevivieron a horrores semejantes, la guerra que los victimarios emprendían contra la identidad de sus prisioneros no podía menos que dejarles cicatrices, menos visibles que las del cuerpo pero más acuciantes y hasta más duraderas.

A esta gente se la desvestía, después les vendaban los ojos y les prohibían remover las vendas bajo amenaza de fusilamiento. (Los casos de infecciones oculares eran numerosísimos.) Eran encerrados en celdas o cubículos individuales, casi siempre sin camas, sin calefacción, sin vidrios en las ventanas –en el caso de que fuesen tan afortunados de tener una. Apenas se los arrojaba allí se los despojaba de sus nombres y se les otorgaba un número al que debían responder de inmediato. Recién entonces comenzaba la tortura efectiva: picana eléctrica sobre las partes más sensibles del cuerpo desnudo, golpes, violaciones, asfixia con bolsas o en cubos de agua –que podía llegar a estar hirviendo; recuerdo el testimonio de un prisionero que al que se le caía la piel del rostro a jirones. Y ese dolor inenarrable estaba entretejido con la tortura psicológica. ¿Delatar a nuestros compañeros? ¿Mentir, inventar cualquier cosa con tal de detener la tortura? ¿Aceptar la acusación de ser terrorista aun cuando no se lo era? ¿Informar a los torturadores de datos y señales de la propia familia, sin saber si negociarán con ellos nuestra libertad o si los secuestrarán también? Nunca podremos tener información exhaustiva sobre lo que pasó en el alma de esta gente, porque en su inmensa mayoría fueron asesinados. Sus huesos yacen en alguna parte que no conocemos, porque los victimarios se aseguraron de que permaneciesen despojados de su identidad hasta en la muerte.

No digo que la mayoría de los sobrevivientes haya sufrido problemas de identidad, tan sólo sugiero que es posible que así sea. Cuando a uno le arrancan todos los elementos que ha utilizado para construirse (porque la identidad es una construcción, imagino que en esto estaremos de acuerdo), las consecuencias pueden ser graves. Privado de historia y de futuro, privado de nombre, privado de toda sensación de bienestar, privado de todo contacto humano que exceda la violencia, privado de alimento y de bebida (¿alguno de ustedes ha experimentado sed verdadera?) y hasta privado de certezas (después de sesiones maratónicas de tortura, ¿quién podía saber si era quien era en verdad, o era en cambio quien le decían que era?), el edificio de la identidad debe verse conmovido de alguna manera: a veces con temblores que sacuden hasta los cimientos, a veces con derrumbes parciales –o totales. Yo imagino que en circunstancias como esas uno debe necesitar aferrarse a algo, del modo en que Montecristo se aferraba a la idea de venganza cuando estaba encerrado en lo más hondo de su prisión. Quizás Jorge Julio López se haya aferrado a la idea de llevar a su victimario a juicio, de testimoniar en su contra, en suma: de obtener justicia. Y que al llegar al final de ese camino, con el ex comisario Etchecolatz condenado a cadena perpetua, se haya enfrentado por vez primera al vacío del resto de su vida.

Pero en fin, hoy todo es especulación en torno de este hombre. Pocas horas atrás el premio nobel de la paz Adolfo Pérez Esquivel manifestó sus sospechas, expresando que existen sectores de la vieja policía bonaerense todavía dispuestos a recurrir a la violencia. Espero que esté equivocado, sinceramente. Porque querría creer, primero, que el pobre viejo tendrá un destino menos aciago que el de acabar sus días en manos de sus antiguos victimarios. Y porque quiero creer, al fin, que los testigos que esperan en fila para declarar contra los represores de la dictadura no serán, ahora, presa del miedo.

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26 de septiembre de 2006
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LA PORTUESPAÑA

La idea de mayor atractivo para la nación española a lo largo de los últimos años no ha llegado del corazón patriótico, sino de la nación portuguesa. En realidad ni siquiera se trata de una idea nueva e incluso tampoco de una idea. Procede menos del impulso de la mente que de la dinámica de un sondeo. Un 28% de los portugueses respondieron a una encuesta del semanario lisboeta Sol su disposición para formar un solo país con España. Un 97% respondieron que se desarrollarían más con esta unión y un 68% se manifestaron seguros de recibir un trato de igualdad en el caso de la fusión. La experiencia de la Unión Europea ha operado sin duda como escuela para deshacer el temor a las integraciones y más si se trata de pueblos tan vecinos culturalmente.

Portugal se convirtió en un reino autónomo en 1143, tres siglos antes que España, pero los continuos conflictos con Castilla, la rivalidad entre los dos Imperios, las guerras recurrentes y la decadencia de los 60 años vividos  bajo los gobiernos de Felipe II, Felipe III y Felipe IV alimentaron el sentimiento antiespañol. Efectivamente, dos principales factores desbarataron las ilusiones de la llamada Unión Ibérica a lo largo del siglo XIX. Uno fue el soterrado boicot de Inglaterra y Francia interesados en el fracaso de un proyecto que incrementaba la fuerza de un rival europeo. El otro fue, decididamente, la resistencia popular a esta coalición. El antiespañolismo discurría  paralelo a los congresos y convenciones iberistas que promovían los liberales de ambos países y veía con desconfianza la cultura popular impregnada de relatos en que los españoles representaban el papel de enemigos. Sin embargo, la experiencia nacionalista del siglo XIX con los ejemplos de la unión alemana o la unión italiana favorecían su réplica en el ejemplo peninsular. No llegó, de todos modos, a cuajar porque la caída de la monarquía portuguesa en 1910 y el auge del republicanismo dio lugar a una etapa de nacionalización muy intensa fundamentalmente a cargo de asociaciones cívicas y masónico-republicanas, según Álvarez Junco. De esa época son la bandera y el escudo actuales, el himno y la normalización ortográfica. El nacionalismo portugués encontró un buen refuerzo en la hispanofobia, puesto que la fobia viene a ser siempre para el nacionalismo alimento de primera calidad. Nutrida la nación portuguesa de estos víveres su vida ha cundido con el resquemor a lo español cuando no la desconfianza abierta y las variadas versiones del odio. En los años veinte del siglo XX los únicos que fundaban organizaciones “ibéricas” eran los anarquistas. Unos chalados.

¿Unos soñadores? Una historia larguísima sostiene el sueño de crear la unidad ibérica pero únicamente en el siglo XIX se inspiró en la idea de una gran nación. Antes se trataba de ambiciones territoriales de los reyes a uno y otro lado de la frontera que solo consiguieron conciliarse en el periodo de 1580 a 1640, desvanecido por completo después. Si la imantación ha permanecido como un romance por consumar debe atribuirse no ya a la atracción del incesto entre cuerpos tan próximos en el espacio sino también en la cultura y la lengua. Durante la Edad Media las élites se manejaban en las principales lenguas peninsulares sin notables problemas. Como cuenta José Alvarez Junco (Mater Dolorosa, Taurus,  p. 525) “Los poetas castellanos se expresaban en galaico-portugués en los siglos XIV y XV, como en los XVI y XVII los portugueses Camóens o Gil Vicente, o el catalán Boscán, escribían en castellano. El mayor distanciamiento se produjo en el XVIII, cuando las alianzas internacionales situaron a Portugal al lado de los británicos y a Castilla y Aragón en el bloque francés”.

Una nueva aproximación llegó con la guerra napoleónica y desde ella partieron las nuevas iniciativas de unión que salpicaron el siglo XIX y llegaron hasta la dictadura de Primo de Rivera. En Franco también siguió latiendo esta afección familiar por los portugueses no en vano regidos en ese tiempo por la dictadura de Salazar y situados, como sus hermanos españoles, en el extremo geográfico, económico y político de Europa. Una posición que por encima de las prevenciones populares acercó naturalmente los lazos entre intelectuales de uno y otro lado de la frontera. Una “raya” que ha ido haciéndose cada vez más delgada con la integración en la Unión Europea, la creciente integración de las economías y el abrazo político que promueve la democracia peninsular y su marco de refuerzo común en la unidad europea. ¿Ser una sola nación? No se conoce un proyecto  más excitante para el presente político español que la copulación con los portugueses. Frente a la vieja tabarra de las secesiones, la visión de un enlace prometedor. Frente a la exclusión de los particularismos el ejercicio de fusión. En sustitución del “llamado hecho diferencial” la llamada a la comunicación aliada. No la fatua alianza de civilizaciones que en sus mismos términos evoca Las mil y una noches sino un enlace cierto y carnal, sin cuentos, donde cabe la esperanza de aumentar la prosperidad y el disfrute recíproco de los dos pueblos. O comunidades, o naciones, o gentes que aún en el olvido siempre se tuvieron presentes.

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26 de septiembre de 2006
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Que paran ellos

Es cierto: hay sobradas excepciones. Mis vecinos de la puerta de al lado, por ejemplo, gente estupenda, tienen siete hijos y mis vecinos del piso de arriba, amigos y secuaces, tienen tres, pero la objetividad contable dice que cuanto más ricas e instruidas son las sociedades, menos hijos paren. De hecho, el aumento de riqueza en España ha supuesto, en el último medio siglo, una caída escalofriante de la producción filial que llega a cifras críticas en Cataluña. Allí nacen menos ciudadanos de los que mueren. Como para tantas otras cosas, los inmigrantes han venido también a cubrir esa necesidad. Paren como conejos.

Sin embargo, no se le ve la razón a este desistimiento. Hace medio siglo, cuanto más acaudalada la familia, más hijos tenía. Eran los pobres, justamente, los que se andaban con mucho cuidado de no aumentar la prole en exceso usando los medios más toscos, desde la castidad hasta el perejil y la aguja de tejer. Y no era una cuestión propiamente religiosa, sino tan práctica como en la actualidad. El campesino necesitaba mano de obra en casa pero la justa para que no se comiera la producción, el artesano menos y al comerciante le bastaba con un heredero. Funcionaba la ley de rendimientos decrecientes.

No, no se entiende el cambio de opinión de los ricos e instruidos. Quizás podría aducirse que la transformación fundamental vino de la mano de Gregory Pincus, cuando en 1951 lanzó la píldora anticonceptiva al mercado. Fue como una bomba atómica. No porque viniera a satisfacer una necesidad perentoria, sino porque trajo una libertad nueva. Hasta ese momento había sido extremadamente difícil controlar los embarazos. A los hijos los traía Dios. Ahora, por fin, después de cientos de miles de años, a los hijos los traían sus padres. La novedad decapó la grasa genitiva a velocidad de detergente.

Ahora bien, mientras fue Dios el responsable de traer los hijos al mundo, no hubo necesidad de justificar las cargas o los traumas que caían encima de los recién nacidos. En cuanto comenzaron a venir por la voluntad de sus padres, no ha habido más remedio que empezar a explicar el porqué, a dar razones, a justificar, a remediar, ayudar, completar, asistir, pedir perdón, en fin, todo el demoníaco entramado de la asistencia personal que el estado dedica a la gente con problemas. Lo cual quiere decir, en la mayoría de los casos, gente que vive de crear problemas a los demás. Gente agraviada.

A la metafísica pregunta de: “Papá, ¿por qué he nacido?”, antes se contestaba con ecuánime serenidad: “Porque Dios así lo ha querido, querido”. En la actualidad se precipitan a contestar hordas de psicólogos, pedagogos, psiquiatras, asistentes sociales, ministros socialistas, diputados conservadores, el ayuntamiento en pleno, la mitad de la prensa diaria, los programas de radio-TV, la enseñanza en su totalidad, los columnistas, los blogueros, y así sucesivamente.

Explicar por qué han nacido estos niños es extremadamente difícil. Hay muchas razones para que no nacieran y no sólo el machacado hedonismo consumista, que ya hiede. Istvan Kertész lo había explicado muy bien en Kaddish por un hijo no nacido. Lo hizo tan bien que le dieron el Premio Nobel. Su argumento no tiene réplica: después de lo que hemos visto en el siglo XX, hay que esperar un poco y detener la máquina reproductiva hasta que aparezcan razones de peso para que los humanos sigan ensangrentando el universo.

Lo que no era de prever, sin embargo, es que, una vez detenida la reproducción de los ricos, iban a llegar como por milagro los inmigrantes y se iban a poner a parir sin preguntas y sin agravios y sin angustias y sin pamplinas.

Aunque, bien pensado, era lo que cabía esperar: la casi totalidad de los inmigrantes ha nacido porque Dios lo ha querido.

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26 de septiembre de 2006
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LITTELL (EL HIJO)

Ya hice un post sobre el tema pero tengo que repetirme: lo que pasa en Francia es fuera de lo común: la publicación de Les bienveillantes, de Jonathan Littell, consigue un éxito fuera de cualquier norma. El libro cuenta con 912 páginas, pesa 1,15 kilos, cuesta 25 euros y se vende como pan caliente. 170.000 ejemplares impresos en un mes. Se puede pensar que ya se vendieron más de 150.000.

Respetando el viejo principio de “Al que sube, ¡abajo!” circulan todo tipo de rumores para descalificar al autor y/o a su obra. El crítico Pierre Assouline hizo una recopilación en su blog en el sitio de Le Monde. Se denuncia un éxito que se debe más al marketing que a la calidad del libro, más al papá del autor que a su propio autor y, estupidez suprema, que niega la realidad de las matanzas cometidas por los nazis.

El libro es todo el contrario: son las memorias muy precisas, sumamente documentadas, de un profesional de aquellas matanzas. Jonathan Littell es hijo de Robert Littell, autor de novelas de espionaje, cuyos libros se venden también como pan caliente, pero no se trata de la misma panadería. Para nada. El libro del hijo es un gran libro. No se puede en un post pronunciarse de manera definitiva. Por eso, me limito a decir tres cosas:

1. Hay un dominio fenomenal de una documentación histórica muy amplia. No se siente la información pero ahí está, como los cimientos de un gran edificio.

2. Es una gran novela histórica, pero no tiene la dosis de filosofía, la visión de la condición humana que podemos encontrar en Grossman, Tolstoi o Solzhenitsyn. Un gringo afrancesado no alcanza a los grandes novelistas rusos cuando se trata de la guerra y la muerte.

3. Noté un defecto: todos los alemanes hablan de la misma manera en el libro: Himmler, Hitler, el amigo del narrador o niños indoctrinados por el nazismo. Al contrario, los personajes franceses (incluyendo los escritores Brasillach o Rebatet, son muy creíbles).

Jonathan Littell estimula los rumores al rechazar aparecer en televisión. Su ausencia en las imágenes le da un toque de misterio. Lo escuché en una entrevista por radio. Su visión de la historia de Francia es la de una guerra civil escondida que va desde el “caso Dreyfus” hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Ve dos bandos en la guerra: la derecha y la izquierda. Creo que se equivoca y que la guerra, que abarca desde la creación de la tercera República (1871) hasta la guerra de Argelia (1962), es una lucha asimétrica entre los adversarios de la democracia y la mayoría del país, favorable a la democracia. El narrador de Littell no se plantea el problema de la democracia. Es un servidor confiable de un sistema de poder totalitario. Sueña con el nazismo pero vuelve a Francia y sigue viviendo en Francia. Muy cómodo.

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26 de septiembre de 2006
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HAY / SEGOVIA

En Segovia hay muchas más carnicerías que librerías. Se consumen más cochinillos que libros. No hay tradición de encuentros literarios y, mucho menos, existían antecedentes de pagar para poder escuchar a los escritores hablando de sus obras, sus gustos literarios o sus opiniones sobre literatura o política. Segovia no es Hay on Wye, ese pueblo galés lleno de librerías y acostumbrado a celebrar encuentros de escritores desde hace décadas. Y, sin embargo, en Segovia el Festival Hay, ha constituido un éxito y una sorpresa. Los encuentros de los días -y las noches- segovianas literarias han demostrado que sí hay deseos de escuchar, leer, debatir y participar en las discusiones culturales y literarias. Los escenarios donde se producían los encuentros estaban llenos, la gente pagaba por el espectáculo de escuchar a los intelectuales, historiadores o escritores de muy distinta condición, cultura o fama que hasta allí llegaron. Había debates, preguntas y celebraciones desde la mañana hasta la noche en la monumental, civilizada, divertida, y de excelente gastronomía, ciudad castellana. Había colas (¡¡) para poder ver a un escritor. La organización ha sido perfectible, son lógicos los desajustes, los despistes e improvisaciones de  unos encuentros que no tenían antecedentes. Algo que, estoy seguro, se corregirá para los próximos encuentros. Fue un acierto la elección de Segovia, ciudad espectacular de tamaño  humano, con excelentes servicios, con buena comunicación y volcada, desde las autoridades hasta los ciudadanos, con estos encuentros literarios.

El paisaje segoviano durante estos días era todo un lujo para las revistas literarias, para las páginas culturales o los programas televisivos culturales- si los hubiera, excepciones aparte- o para unos hipotéticos paparazis que se dedicaran a robar la foto casual de las gentes del mundo cultural en vez de perseguir a folklóricos o famosos surgidos de la basura mediática de esos programas de tomates, insultos o bailes. Ver haciendo cola en el restaurante José María -el emperador del cochinillo- a una paciente Laura Restrepo que apenas pudo comprobar sus bondades porque le llegó la hora de su charla a la mitad de su rito con el dorado manjar, a Ian McEwan en las terrazas de la Plaza Mayor, cercano pero no revuelto con su compatriota Martin Amis, no lejos de Enrique Vila-Matas, reconvertido en bebedor de zumos de naranjas, que compartía mesa con Jorge Edwards, que sigue fiel a los whiskies. O comprobar que también en Segovia algunos escritores y editores quisieron celebrar sus particulares noches blancas. De noches segovianas saben Malcon Barral, Miguel Aguilar, Benjamín Prado, Santiago Roncagliolo o Eduardo Lago. O los que se repartieron sus horas entre la gastronomía, la cultura y las visitas a la histórica ciudad. Laura Restrepo, enamorada de la ciudad, no se quiso perder ni la misa mayor que en la catedral se cantaba en honor de la patrona, la Virgen de la Fuencisla, nada que ver con la virgen de los sicarios. Tampoco quiso perderse el convento donde vivió uno de nuestros mayores poetas, San Juan de la Cruz. Sobrio refugio que está en las antípodas de la grandilocuencia barroca de la misa catedralicia.

Ian Gibson, revisitando su conocida ruta segoviana de Antonio Machado. Doris Lessing, un poco olvidadiza con su  propia historia, menos mal que a su lado estaba la culta y paciente Marianne Ponsford, dispuesta a ser la memoria precisa de algunas in concreciones de la escritora inglesa. La Lessing, que también conoció de cerca el placer del cochinillo, estaba admirada del profundo cambio que nuestro país ha conocido desde sus visitas en años del franquismo puro y duro. Muchas personalidades del mundo de la cultura, del libro, conocen bien Segovia, pero ninguno había conocido una ciudad entregada al diálogo abierto y plural de tantos escritores por metro cuadrado. Mañana contaré mi encuentro con dos de los escritores hispanos de mayor interés de los últimos años, con el compañero de estas páginas, el peruano Santiago Roncagliolo, y con el colombiano Jorge Franco. Hay Segovia para rato.

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26 de septiembre de 2006
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Ángel en guerra

En el aeropuerto de Barajas debo esperar un par de horas a que lleguen otros invitados al Hay Festival de Segovia, para partir todos juntos en un transporte común. No me importa porque tengo un iPod para encerrarme en mí mismo, y ahí me quedo hasta que el conductor me toca el hombro y me presenta a la siguiente invitada. De mala gana, me levanto a saludar.

Frente a mí se eleva una noruega rubia y alta que me saluda con dos ojos azules y angelicales. Pienso en el festival al que vamos. Como todos los encuentros literarios, estará lleno de señores gordos y mayores de edad a menudo calvos a los que yo admiraré con pasión. De inmediato malicio que esta mujer es demasiado guapa para escribir bien. 

Pero es inteligente y simpática. Me cuenta que es periodista, y que ha escrito sobre Afganistán, Irak y Serbia. Me cuesta imaginarla como corresponsal de guerra, a menos que sea en una película de Hollywood, de esas en que la gente rueda por el suelo y atraviesa los nidos de ametralladoras sin despeinarse. Pero estoy a punto de descubrir que todas esas ideas mías sobre esta mujer no son sólo machistas, sino plenamente características del perfecto imbécil que habita en mí.

Las primeras señales llegan en el festival, cuando procuro presentársela a la gente con la inocente intención de que no se sienta sola. El primer editor amigo que encuentro se nos acerca con una sonrisa. Ya estoy a punto de recibirlo con un abrazo, pero pasa de largo de mí y va donde ella:

-Tú eres Asne Seirstad ¿verdad? ¡Me encanta tu trabajo!

Circula por ahí también el director de una feria del libro europea. Me lo han presentado unas cuarenta veces y nunca recuerda mi nombre. Pero al ver a Asne corre, se arrastra, babea y gorgotea. Cuando no le queda más remedio que volverse a saludarme a mí también, le nombro a las decenas de personas que nos han presentado antes. Es inútil. Para él soy el amigo de Asne. Y con eso le basta. Al final del festival, aún no recuerda mi nombre, pero me invita a su feria el próximo año. Rato después, Asne me presenta a Ian McEwan.

Procuro informarme. Resulta que el libro de Asne, El librero de Kabul, vendió 300.000 ejemplares en Noruega, un país de cuatro millones de habitantes. Hay casi un ejemplar en cada familia. En la lista de los cien libros más vendidos en Reino Unido, hay sólo dos traducidos de otras lenguas: uno de ellos es el suyo. Ha sido traducida a casi cuarenta idiomas, ha estado en cuatro guerras, habla otros tantos idiomas, ha recibido premios por periodista, por escritora y por corresponsal de guerra. Ha cenado con Tony Blair. Es amiga de la familia real noruega.  Y solo tiene 35 años ¿A qué hora hizo todo eso?

Y lo peor de todo es que es muy buena. El librero de Kabul es la crónica de una familia afgana después del 11 de setiembre y la invasión de ese país. Para escribirla, Asne convivió con ellos durante meses. Para salir de compras con la familia y pasar desapercibida, Asne usaba una burka. Mimetizada así, penetró hasta donde es posible para un extraño en una cultura ajena, y especialmente, en el trato que reciben las mujeres en esa cultura. Pero su texto no es sólo una denuncia social, sino el retrato humano de una familia con luces y sombras, y de la vida en un rincón del mundo del que hablamos mucho y sabemos muy poco. 

La tendencia entre los escritores es creer que sabemos mucho de algo, y que ese conocimiento es tan valioso que nos hace importantes. La actitud de Asne en Segovia es precisamente la contraria: sabe precisamente que el mundo es demasiado grande, y que aún le queda mucho por mirar. Es simple, pero supongo que es lo más importante que aprendí de ella, y quizá, en un mundo en colisión, lo más importante que cualquier debería aprender.

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25 de septiembre de 2006
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PREGÓN PARA UNA “PETITA PÁTRIA”

El texto se encuentra en el blog de Arcadi Espada. Tengo que explicar para los internautas de América Latina: Arcadi Espada es un catalán que ama tanto a su Cataluña que la quiere universal. Ama tanto a Cataluña que no escribe Catalunya sin pensar en una traición. Un rumor vincula mucho a Espada con un partido antinacionalista catalán. En su blog ofrece el excelente pregón de las fiestas de la Mercè de Barcelona. Es un texto de la escritora Elvira Lindo que provocó un escándalo, pues Elvira Lindo habla en castellano.

Su texto es un homenaje a Barcelona, algo que mejora la mirada sobre la ciudad condal. Y como Arcadi Espada siempre trae sorpresa, vale la pena leer el texto tal como lo ofrece.

Por mi parte quiero recordar a los catalanes que buscan vivir en una tribu, en lugar de pertenecer a una vieja cultura europea, abierta y rica, que mi mejor recuerdo de la Mercè fue en el año 1980. El puerto, abajo del barrio gótico, era todavía una cosa triste y sucia, un muelle post zona industrial, post almacén de madera. Me acuerdo del momento, en una noche muy negra. Los organizadores de la fiesta tenían todo apagado cuando de pronto, única luz en la oscuridad, vimos un buque tendido de tela blanca en el puerto. Parecía un barco fantasma. Pero era un escenario, indudablemente un escenario de donde salía la voz melancólica de The Platters diciendo a la ciudad Only You. Se acercó el barco y los cantantes dedicaron Twilight Time a una muchedumbre hundida en el placer de encontrarse en Barcelona, en las fiestas de la Mercè, escuchando visitantes con tanto talento.

Puede ser que me equivoque, puede ser que fuera en 1981, pero sé que la música me pareció perfecta para pensar en el poeta Joan Salvat-Pappaseit, que tanto tiempo pasó en este mismo muelle y lo contaba muy bien: Jo he guardat fusta al moll. Vosaltres no sabeu què és guardar fusta al moll… En un pregón para Barcelona caben los Platters como Salvat-Pappaseit.
(Una pregunta para seguir con el mismo tema: ¿Qué hacemos después de descubrir que los ingleses son todos vascos? ¿Movemos el Guggenheim de Bilbao a Londres?).

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25 de septiembre de 2006
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La batalla por la identidad

Me quedé enganchado con una frase que el músico Ben Harper atribuía ayer, en el dominical de El País, nada menos que a Kurt Cobain: “Prefiero que la gente me odie por ser quien soy a que me ame por lo que no soy”. No puedo estar más de acuerdo, pero tampoco se me escapa la tremenda dificultad que entraña atenerse a este código: para que la gente pueda llegar a odiarnos o a amarnos por ser quienes somos, lo primero que debemos hacer es tenerlo claro. Y la definición de la propia identidad, que solemos dar por sentada, es por el contrario una tarea prolongada, ardua y seguramente interminable; quizás nunca lo haya sido más que en estos tiempos, tan generosos a la hora de vendernos máscaras con que disimular nuestros rostros desprovistos de rasgos.

A la hora de definirnos solemos recurrir a las señas heredadas: familiares por una parte, nacionales por otra (no es lo mismo ser estadounidense que sudanés, en este mundo), y también sociales. A medida que empezamos a andar solos, cuestiones como la elección de carrera –una decisión a la que el sustantivo elección suele quedarle holgada, cuando el margen de decisión, como en el caso de la enorme mayoría de los mortales, es restringido o nulo- y la formación de una pareja o familia acotan nuestro horizonte de forma casi definitiva; a partir de allí, nuestra identidad queda casi limitada a nuestras opciones como consumidores: somos lo que compramos, lo que comemos, lo que vestimos, somos nuestro iPod y nuestro sitio de vacaciones, somos el color de nuestro cabello y el barrio en que vivimos. Al aceptar este juego olvidamos que la identidad es una búsqueda que se consuma a diario, bajo la espada de Damocles de su propio contrario, el peligro de la pérdida de identidad, de la indefinición, de la disolución en el mar de las mediocridades. Hay algo de batalla en esta lucha cotidiana, la amenaza constante que Leonard Cohen insinúa tan bien en su canción Bird On The Wire: “Como el pájaro que se posa encima de un cable / Como el borracho en el coro de la medianoche / He tratado, a mi manera / De ser libre”. La tensión entre el ser y el no ser queda expresada por la oposición entre el mendigo que le sugiere que no pida demasiado, y la mujer bella que le dice: “Hey, ¿por qué no pedir algo más?”

La cuestión de la identidad volvió a mi mente con el caso de Jorge Julio López, nuestro nuevo desaparecido. López tiene 77 años, fue albañil toda su vida; eso es lo que era, de hecho, cuando lo secuestraron los secuaces del policía Miguel Etchecolatz a mediados de los años 70. El testimonio de López, que recordaba a la perfección la voz de su cancerbero reclamando que subiesen el voltaje de la picana que lo torturaba, fue fundamental para obtener la condena a prisión perpetua que se le otorgó a Etchecolatz la semana pasada. El día que se conoció el veredicto López no acudió al juzgado. Escribo esto en la medianoche del domingo, cuando López sigue sin aparecer desde hace una semana y el gobierno de la provincia ofrece $200.000 por información sobre su paradero.

Existe la posibilidad de que alguien lo haya secuestrado para pagarle con violencia su testimonio en contra del célebre represor; es una opción que trato de no considerar demasiado, porque de ser cierta implicaría que estamos a una distancia del horror mucho más corta de la que creía. Pero también existe otra opción, no menos terrible, que es la que sostienen sus familiares, por ejemplo su hijo Gustavo. Según Gustavo López, las consecuencias psicológicas de la experiencia de los 70 fueron tremendas para su padre, y la necesidad de revivirlas para el juicio, que además lo obligaba a enfrentarse cara a cara con su torturador, puede haberlo hundido en una crisis que lo movió a escapar de su casa, en posesión de un pequeño cuchillo que ya no está entre sus cosas y calzado con unos borceguíes que no solía usar.

Entre la gente abocada a su búsqueda hay un grupo de psicólogos, lo cual no debería sorprender a nadie. Buena parte de los sobrevivientes de los campos de concentración eran gente de clase media, que se procuró acceso a tratamientos psicológicos para sobreponerse al horror vivido; López, en cambio, era un hombre sencillo (sólo pudo completar el segundo grado de la escuela primaria) que casi no hablaba de aquella experiencia pero que alimentaba el deseo de ver preso a aquel que lo desposeyó de su identidad para convertirlo en un número primero y en un guiñapo después. Es fácil imaginar que durante décadas López rearmó su propia identidad, depositándola sobre el andamio de su reclamo de justicia; y que la finalización del juicio a su verdugo le haya robado de alguna manera su razón de ser. De ser así, sería otra muestra más de la perversión asumida por las prácticas represivas de la dictadura: Etchecolatz le quitó a López su identidad en los 70, al secuestrarlo, confinarlo en una prisión clandestina y torturarlo hasta el borde de la razón; y hoy, treinta años después, habría vuelto a ponerlo al filo de la locura.

Ojalá me levante hoy lunes para oír la noticia de que ha aparecido vivo.

Cuando vivimos en países como los nuestros, las noticias obligan a replantearnos cada día quiénes somos, y quiénes queremos ser.

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25 de septiembre de 2006
Blogs de autor

LA DISTRACCIÓN

El vuelo de Madrid a Santa Cruz de Tenerife se hizo más bien corto en la ida pero fatigosamente largo al volver. Qué digo: no fatigosamente largo sino insufriblemente interminable, intolerablemente lento.

¿Qué estaba ocurriendo que no podía evitar la compañía, las delgadas azafatas, los ignorantes pasajeros que seguían indolentes el martirio de los enervantes minutos? ¿Cómo podía entenderse que la tripulación permaneciera ajena a la gravísima presión que padecíamos y continuara simulando que los factores reinantes se hallaban bajo control?

¿Reinantes?
¿Factores reinantes?

La inaguantable miasma de una plaga, el lacerante envenenamiento que segrega el alacrán, la fosca indigestión de un botillo abarrocado, la estrangulación a manos de una banda de asesinos presionando sobre los cuellos de cada uno de los pasajeros, se hallaban entre algunos de los factores reinantes.

Cuando el tiempo no fluye sino que se corrompe inmóvil nos sentimos poseídos por el peculiar ahogo de la muerte.

Siempre que en la felicidad suspiramos por su instante eterno lo hacemos con el secreto propósito de morir para siempre en su definida gota de placer. Tememos el movimiento como el desorden de una inundación fatal. Pero qué decir si esta ecuación del instante perpetuo se convierte en el modelo inverso: En la gota del suplicio de Tántalo o en el minuto infinito índice del dolor sin palabras.

La parálisis del tiempo infeliz condena a tragar el pringoso hilo de su bilis, la aciaga saciedad del mal.

Cuando la adversidad domina nuestro interior, su poder atora los músculos y sus estribaciones, las vísceras y sus intervalos. Ser presa de un posible mal interminable equivale a padecer, fibra a fibra, un apresamiento de hierros y plomos, masas o grumos que, desde el origen, los niños perciben en el áspero sabor del aburrimiento.

De esa materia tediosa, anticipo de la muerte por asfixia, parecía hecho el fenómeno aeronáutico que procedía a exterminarnos en el vuelo desde Tenerife Norte a la Terminal 4. Pero la ausencia de señales de alarma confirmaba, aún más terriblemente, la magnitud de la amenaza que, progresivamente incrementaba su intensidad tanto como su invisibilidad. Invisibilidad propia de los cataclismos verdaderos que nos hacen perecer o desaparecer sin dejar huella. Devastaciones extremas sin testigo capaz de reproducir el antes y el después del exterminio.

Sólo, sin opción a lograr la menor conciencia del grupo puesto que todos probablemente se hallaban perdidos en una fase ulterior, me vi obligado a acelerar vertiginosamente la mente. ¿Resultado? La mente corrió sin destino, ávida y despavorida, enloquecida en su fuga tal como el insecto que detecta la máxima determinación de acabar con él. En esta peripecia, además, parecía posible un filo iridiscente o la veloz desarticulación del impasse. Porque ¿morir paralizado? ¿ahogado en la ciénaga de minutos agigantados hasta la monstruosidad?

A mi lado, muchos dormían, otro completaba un sudoku, la señora ojeaba Donna y, entre el desentendimiento general, dos jóvenes se carcajeaban ante un par de Mahous.

Indudablemente cualquiera de ellos se hallaba con el reloj biológico neutralizado, narcotizado o desconectado. Más debajo de su ánimo temporal, como base emocional lucía sin duda un elemento clave nacido de la azarosa combinación entre su notoria pérdida de sentido y el abandono a la generalidad. Este elemento clave, de color plata, se llama simplemente “distracción”.

La distracción nos protege o nos libra del asedio porque mientras el asedio trata de cegar los caminos neuronales y provocar la peste interior, la distracción brinda oxígeno al corazón y lo expande hacia una física teórica de la que ha desaparecido tanto la cronología como el reloj. Un ámbito donde no morimos materialmente puesto que no estamos viéndonos y, en consecuencia, al no observarnos, no podemos “contarnos”.

La pérdida del autorrelato nos permite ensayar la inmortalidad tanto como las obras siguen y siguen en tanto no termine su argumento. Si bien, como es sabido, el extravío sólo se disfruta cuando ya no existe consciencia de él. Se trataba, en este caso, de llegar a la T4 sin haber seguido la senda del tiempo o el espacio. Llegar sin intervalo espacial o temporal. Pasar de una circunstancia a otra sin la gravedad de verse coaccionado a vivir y siendo “la distracción” la liberación biológica y temporal por excelencia. El gozo de pasar sin el peso del peaje, el lujo de la traslación sin el impuesto del tiempo.

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25 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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