Cuanto más se aleja en el tiempo, más interesante va apareciendo la figura de Arnold Schoenberg, hasta hacerse intemporal, o sea, clásico. En coincidencia, su música se aleja sin remedio en el espacio y saluda desde la lejanía. En algún momento Bartok, Stravinsky y no digamos Shostakovich y Britten, sufrieron la persecución de la cofradía de Discípulos y Viudas Fieles. Bartok, Stravinsky, Shostakovich, Britten no eran puros. El ascetismo, el puritanismo, el gusto de la represión, la frialdad técnica, el totalitarismo de los Fieles Cofrades rechazaban como imanes (magnéticos e islámicos) a sus enemigos los sensuales, pecadores, impuros, orgiastas, populacheros compositores antes mencionados. ¡Gente que componía para dar placer al vulgo! ¡Prostitutas de Babilonia!
No hay que acusar de ello a Schoenberg, en absoluto. Siempre son los epígonos y los comentaristas quienes se convierten en celotes. No obstante, algo había en el maestro que invitaba a quemar en la hoguera a los infieles, a los artesanos, a los vendidos a las piscinas. En una interesante entrevista de Lluis Amiguet (“La Vanguardia”, martes 26), la hija del compositor, Nuria, viuda de Nono, hablaba sobre su padre.
Desde la primera intervención, acierta en describir al personaje con toda exactitud: “La herencia de mi padre, reflejada también en su música, es ética”. Así es, en efecto. La ética ha tenido un peso aplastante en la herencia de Schoenberg, como en la herencia de Brecht. El músico y el dramaturgo tenían demasiado talento como para que la ética les aplastara, pero los discípulos fenecieron como medusas bajo una losa de cemento.
Tras lo cual, Nuria cuenta una historia escalofriante. La pobre mujer tenía que matricularse en la facultad de medicina de la Universidad de California, pero una cola interminable le impedía terminar a tiempo para acudir al homenaje a su padre por su 70º aniversario, de modo que recurrió a un jefe de negociado, dijo quién era, y la colaron. Luego ella se lo contó a su padre con alegre regocijo, pero entonces Schoenberg montó en cólera y de sus ojos salieron chispas airadas. Estuvo a punto de exigir a la pobre niña que pidiera perdón…¡ante todos los alumnos de la facultad! La frase de su padre es soberbia: “¡Has usado mi nombre para obtener una ventaja ilícita sobre los demás!”. Retumba en estas palabras la voz implacable del Dios de los Ejércitos tronando en el Sinaí contra los que usan su nombre en vano. Terrible escena de “Moses und Aaron” en un chaletito pequeño burgués de Los Angeles.
Nuria repite también esa información tan conocida, aunque increíble, según la cual Schoenberg fue un autodidacta, pero de un tipo especial: aprendió música siguiendo los capítulos de una enciclopedia y al parecer (según le dijo a su hija) no había podido componer una sonata hasta llegar a la letra “S”.
Casi con toda certeza, se trata de un mito repetido por los biógrafos, pero es un mito familiar, es decir, un mito del padre sostenido ante la hija como en un escenario cósmico y diabólico, el escenario del “Doctor Faustus”. Un mito que hacía de la figura paterna un personaje grandioso y humilde, omnipotente y modesto, un gigante benévolo ante el que era imposible no inclinarse para implorar caricias. Una verdadera aparición de los desiertos bíblicos. Un dios que goza con nuestra insignificancia.
Este carácter extremadamente ético de los últimos románticos alemanes (y Schoenberg lo era en grado sumo), la certeza de que su actividad no era “artística” sino metafísica, es lo que concedió su carácter persecutorio, paranoico y fascistoide a tantos grupos vanguardistas del siglo XX, herederos de la satánica soberbia de los Artistas Germanos. Y de su ideología mesiánica, naturalmente.
Ahora que, como los veleros de Friedrich, poco a poco se alejan por el océano del olvido camino de su aniquilación, es tiempo de pensarlos con ternura y amarlos desde su interior, desde su inconsciente lirismo, y no como máquinas de poder alucinado.
Nuria Schoenberg recomienda a los profanos comenzar por “El superviviente de Varsovia” y la “Oda a Napoleón”. La primera es una pieza demasiado particular, aunque la entrada del coro de condenados a muerte gritando “¡Shema Yisroel!”, con la convicción de que su Dios no va a abandonarles, es de una potencia salvaje. La “Oda”, en cambio, me parece muy menor. Luego Nuria añade: “Un joven director me dijo que, de todo el repertorio, el “Schoenberg Trio” era el más emocionante para el público”.
Bajo tan peculiar denominación seguramente Nuria se refería al Trío Op.45, una de las composiciones testamentales, figuración sonora de la muerte tras sufrir un ataque cardiaco y haber permanecido en coma durante horas. En efecto, es una de sus mejores piezas de cámara, pero… ¿emocionante? No sé si Schoenberg lo habría permitido. Y de haber visto a alguien emocionarse con esta pieza en un concierto, seguramente habría montado en cólera, como si hubiera visto a una chica en topless acercándose a comulgar.
