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FOTOS ROBADAS

Me gustaban los besos robados. Aquellos de Truffaut y otros con nuestra firma. Era un juego adolescente, tenía morbo y un poco de peligro. Nada muy arriesgado, ningún gran castigo y un gran placer. No se por qué los he recordado pensando en las fotos robadas. En esas fotos del alcalde de Madrid -el ausente de la manifestación del sábado- en que amablemente saluda, y parece ser saludado, por el actor Tim Robbins. El alcalde de Madrid sabe tratar muy bien a la izquierda. Le gusta mantener relaciones con esa parte de la población que no le vota. No me parece mal, yo mismo tengo una distante pero cordial relación con él. Me podían haber fotografiado unas cuántas veces. Pero yo sé quién es y sé con quién me quiero o dejo fotografiar. Lo de Tim Robbins es otra historia.

El bueno de Robbins, chico listo, crítico con los conservadores de USA, opuesto a ese presidente llamado Bush, buen actor, discreto director y, sobre todo, marido de una tipa tan fascinante como Susan Sarandon, parece que no se enteraba de nada cuando se hacía fotos en Madrid y con el alcalde. Se enteró y no le gustó nada hacerse una foto con un alcalde que no tiene tiempo para estar presente en una manifestación por la paz.

No sabía nada ayer, los del festival me habían mandado información y las fotos del alcalde con Robbins. Todo me parecía raro. Un festival llamado de “Cine solidario”-¡como si el cine fuera bueno por ser solidario o por ser insolidario!- que además estaba subvencionado por la concejalía de Ana Botella. Me desentendí. Pensé que Robbins no era tan listo, ni tan majo como la Sarandon. Pensé en preguntarle a Coixet, pero como es muy suya, me estuve quieto.

También pensé que el tal festival, con esos patrocinadores más bien se debería haber llamado del “Cine caritativo”. No es caridad a lo que se dedican esas señoras del entorno de la señora Botella. No sé. Yo tengo un lío con eso de juntar peras con manzanas.

En fin que las fotos robadas no salen siempre bien. Aunque la verdad que le quiten lo bailado. Al festival -como a tantos que se han creado a golpes de talón y falsedad- no va casi nadie, pero la foto de inauguración no hay quién se la robe. ¡Qué pena que Tim Robbins no fuera mudo! Una buena lección también para Universal y esas majors que traen a Madrid a sus estrellas unas horas y perfectamente desinformados.

¿Quién se lo lleva calentito?... Busquen a los intermediarios. Eso me daría para un rato….y me voy. Hoy tengo Alban Berg, Wozzeck y Calixto Bieto. Uno que quiere estar tranquilo.

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17 de enero de 2007
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Pudor: la película

Por primera vez en mi vida, he visto una película basada en una historia mía. Y creo que tengo suerte. Realmente la disfruté. La mayoría de los escritores viven quejándose de que las adaptaciones cinematográficas destrozan sus novelas. En cambio, si nadie en el mundo hubiese leído Pudor y el libro hubiese servido sólo para hacer esta película, en lo que a mí respecta, ya habría valido la pena.

La película me sorprendió sobre todo por su dureza emocional. Ver las cosas en vez de leerlas produce un efecto más contundente. Pero sobre todo, hay una diferencia entre la novela y el guión: la ausencia del gato. En el original, la mascota es un personaje más que busca una hembra para perder la virginidad. Mucha gente me ha dicho que el gato es lo que más disfruta del libro, y siempre me he preguntado por qué. Sólo ahora comprendo que ese felino inyecta alivios cómicos en la historia, y que sin él, la soledad de los personajes es mucho más dolorosa. En algunas escenas, me quedaba sin aire ante el drama de esa familia, y me decía: “¿esto salió de mi cabeza? Debo ser un psicópata.”

Mientras escribía, uno de los rasgos de estilo que más me interesaba era la contención: por terrible que fuese cada historia, ninguno de sus personajes debía hacer demasiados aspavientos, ni reflexionar sobre su vida, del mismo modo que actúan las personas. En la literatura, uno puede recurrir a las cosas que el personaje piensa, recuerda o siente en cada momento. Pero en la película, todo lo que ocurre en su interior debe exteriorizarse mediante el cuerpo. Elvira Minguez, no puede detenerse y hacer un monólogo sobre su vida sexual. Basta con el gesto de darse la vuelta en la cama. Nancho Novo encuentra un cadáver en la calle y ve en él la muerte que le espera. No hay un párrafo escrito que diga eso. El trabajo lo tienen que hacer sus ojos. 

Uno suele alimentar sus novelas con las cosas más inesperadas: conversaciones escuchadas a medias, comerciales de televisión, chismes. Al pasar a la película, esas frases e ideas robadas a la realidad tienen una segunda vida. Recuerdo, por ejemplo, a un anciano que vivía con su hija en mi edificio en Lima. La hija le prohibía fumar, y él se pasaba el día pidiendo cigarrillos de los desconocidos en el vestíbulo. Una madrugada, al volver a casa de una fiesta, llamé al ascensor. La puerta se abrió y una mano se me acercó desde el interior. Me llevé un susto de muerte. Era el anciano, que se había caído al suelo y desde ahí me pedía cigarrillos. Había olvidado ese episodio por completo hasta que vi la escena en que el abuelo le pide un cigarrillo a su nieta. Me pregunté qué habría sido del viejo. Supongo que ya ha muerto y que nunca sabrá que algo de él perdura en el cine: un homenaje secreto.

En otro momento, al terminar su fugaz affaire, la secretaria le dice a su jefe: “¿ahora qué vas a pensar de mí?” Ésa es una vieja broma postcoital peruana, dicha en España con el acento argentino de la actriz.

Hay miles de esos detalles en la película y, por cierto, también miles han quedado fuera, porque no caben. La novela tenía una estructura bastante cinematográfica y era relativamente breve. Aún así, ocurren demasiadas cosas para meterlas todas. La película no es corta –hora y tres cuartos-, pero la mayor parte de las historias se han recortado o tienen finales diferentes que en el original. Aunque a los escritores suelen molestarles esas alteraciones, para mí son un aporte creativo. Además, gracias a ellas, puedes ver la película y leer la novela, sin que una sea una mera repetición de la otra. Para mí son casi dos historias: una ocurre en Perú, la otra en España; una tiene unos finales, otra no; una sucede en los años 90, otra claramente en la actualidad, con la guerra de Irak en las pantallas. Sólo tienen en común ese aire de familia que produce un mundo cada vez más pequeño, en el que todos nos convertimos en espejos de los demás.

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17 de enero de 2007
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LA BASE DEL SOCIALISMO VENEZOLANO

Debemos suponer que el próximo martes, el presidente Hugo Chávez va a recibir de la Asamblea Nacional venezolana «poderes especiales para legislar» con el claro propósito de acelerar la transición de Venezuela hacia el socialismo. Durante un año y medio podrá actuar en diez áreas que abarcan toda la actividad administrativa, social y económica de su país. Las inquietudes o las ilusiones provocadas por el proceso corresponden a las opiniones de cada uno sobre Chávez. Es un militar, ha dado un papel muy importante a unos trescientos militares que compiten con organizaciones de civiles para el acceso al poder y a posibilidades de enriquecimiento. Es una obvia competencia, más allá del proceso político, para mejorar sus recursos entre quienes apoyen a Chávez.

Basta leer el sitio pro-chavista Aporrea para comprobarlo. No existe una visión política compartida entre los seguidores del comandante. Hay criterios distintos, odio, recelo, venganza, sincera aspiración, tremenda ingenuidad entre las opiniones expresadas. Pero no se dice nada de lo que ocurre detrás del telón de las instituciones. Cuando se adivina la realidad económica del sistema en un texto, la nota no se queda mucho en la portada. Por ejemplo, cuando se dice que a pesar de los recursos sacados del petróleo, no hay azúcar en muchas partes del país, lo que permite todo tipo de corrupción y enriquecimiento tanto en los almacenes libres como en los mercales del poder que, se supone, venden azúcar a precio subvencionado. Esto es lo que quiero resaltar: hablar de socialismo del siglo XXI es una cosa, pero el mundo donde ese socialismo tiene que crecer es harina de otro costal.

Ayer, leí en el Nuevo Herald de Miami una buenísima nota de Gerardo Reyes sobre Farid Feris Domínguez, un narcotraficante colombiano detenido hace unos meses en Venezuela. Sé lo que me van a decir los lectores de El Boomeran(g): se trata de un señor detenido, que podría ser extradito a EE UU y que busca un arreglo con la DEA y la justicia norteamericana. Está bien, puede ser, pero vale la pena leer lo que cuenta de su vida como narcotraficante en Venezuela y sus relaciones con las autoridades. En otra época de mi vida, como reportero, he oído cuentos como este. Puede tener pequeñas mentiras, cambios de nombres o de apellidos pero en el fondo es algo verosímil, hasta realista. Es un retrato parcial pero real de Venezuela. Y que nadie venga a decirme que por fin el narco fue detenido. Esto confirma mi doble teoría:

1. Se va a construir el socialismo con una Administración que no tiene ni idea de lo que es una ética.

2. El sistema legal no funciona debido a la corrupción, pero tampoco la corrupción ofrece un sistema confiable a los que pagan.

Una pregunta: ¿quién va a escribir la novela de Farid Feris Domínguez? Su relato es una novela de las que cuentan la vida diaria de un capo.

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17 de enero de 2007
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DIME COMO TE LLAMAS…

…y te diré quién eres. En cada época los nombre de pila han respondido a mecanismos secretos que sólo en la mente de los progenitores que bautizan a sus críos se pueden develar. Hoy, estamos llenos de neologismos extravagantes, que no son tan recientes. A mitad del siglo pasado, en Cuba aún se inscribía a los niños en el registro civil bajo nombres como Usnavi (de U.S. Navy) o Usmail (de U.S. Mail).  Siempre hubo el culto a las diosas de cine (Marylin, Deborah, Catherine, Rita) y a sus dioses (Marlon, Gregory, Spencer) traslados con toda su orotografía, aunque a veces oímos de un Spencer Manuel y de un Marlon de Jesús.

Pero más atrás, en mi pueblo natal de Masatepe, el elenco completo de Homero andaba por las calles, unos panaderos, otros agricultores o albañiles, jugadores empedernidos de gallos, costureras: Héctor, Ulises, Telémaco, Aquiles, una Helena que de verdad era bella.  También conocí a dos hermanos, uno Julio César, el otro Marco Aurelio. O un padre de familia que decidió que todos sus hijos llevaran por segundo nombre Napoleón: Francisco Napoleón, Carlos Napoleón, Eduardo Napoleón.

Y aún más atrás, los nombres eran aquellos que traía el almanaque Bristol en su santoral católico. No sólo un nombre, sino los de todos los santos del día, como mi abuela paterna a la que bautizaron con Petrona Simodosia Proserpina Prosilapia Auxiliadora del Carmen.

Como puede verse, e invito al lector a buscar los nombre de su progenie en su propia memoria, la estética no anda siempre de por medio, o es asunto de la estética de la época,  y el nombre debe soportarse como un suplicio, o agradecerse como un don.

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17 de enero de 2007
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ARDEN LAS PÉRDIDAS

No diré hoy mucho más que estos versos de Antonio Gamoneda en Arden las pérdidas:

“Puse mis manos en su rostro y las retiré heridas por el amor.
Ahora,

el olvido acaricia mis manos.”

La disposición de los espacios en blanco copia la que aparece en el libro editado por  Tusquets, según el irrenunciable deseo de Gamoneda.

Desde la palabra “Ahora” a “el olvido” cunde un espeso y silencioso intervalo donde pausadamente va devanándose el discurrir del tiempo.

No es posible olvidar “Ahora”, ahora mismo, inmediatamente, pero el olvido llega y apenas se insinúa opera como una barrendera aniquiladora. Borra los signos, rellena la hondura de los rastros, crea del monumento pasado una sensación crecientemente rebajada hasta convertir la sensación en mera narración y la emoción insoportable en el alfabeto de la poesía. Esta metamorfosis representa la esencia de la escritura. Y su ejercicio de irrenunciable manipulación. Gracias a la manipulación nace la obra, gracias al controlado efecto del recuerdo y el olvido nace el arte. Todo lo que se sienta después por los lectores procederá no tanto de la vida como de su reelaboración, no tanto de la verdad como de su manufactura.

El deliberado y falso espacio blanco entre los dos primeros versos y el tercero delata la vistosa mano del manipulador. La aviesa intencionalidad de convertir el sufrimiento en acontecimiento, el dolor en producto y la llaga insufrible o lacerante en un nuevo ademán  iluminado.

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17 de enero de 2007
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'Golden blog'

Lo confieso: soy un fanático de las premiaciones. Tengo alguna excusa más o menos articulada para explicar por qué sigo viendo año tras año la entrega del Oscar, pero mi mujer ya frunce el ceño cuando pretendo que la importancia de los People’s Choice Awards y los homenajes del American Film Institute y hasta los MTV Movie Awards revisten una significación a la que no puedo permanecer ajeno. La verdad es que no tengo explicación para el asunto. Es cierto que me gusta ver clips de las películas que todavía no pude ver –yo soy de los que llega temprano al cine porque si se pierde los trailers se pone de mal humor-, y que valoro la oportunidad de oír a ciertos artistas decir sus propias líneas, y que disfruto del show que se prepara para la ocasión. En esencia, supongo que lo que más me atrae es el espectáculo del triunfo. Quiero ver ganar a mis favoritos, claro, el asunto tiene mucho de competencia deportiva. Pero ante todo, quiero ver ganar. Me gusta ser testigo de la alegría, de la emoción, compartir aunque más no sea de modo vicario un instante claramente excepcional de esa vida. ¿Quién de nosotros, tenga o no que ver con el cine, no ha fantaseado alguna vez con levantar la estatuilla y responder a los aplausos diciendo you love me, you really love me?

El lunes vi la entrega de los Golden Globe de cabo a rabo. (Comenzando con el show de la alfombra roja, por supuesto.) El asunto es mucho más informal que el Oscar, en virtud es una cena y todo el mundo está saltando de una a otra mesa intercambiando saludos. Pero tiene la ventaja de que premia también la producción televisiva, que para ser sinceros en los últimos años se ha vuelto infinitamente superior a la de Hollywood. Los resultados en este rubro no fueron gran cosa (a mí Grey’s Anatomy no me mueve un pelo, aunque disfruté el premio dado a la versión made in USA de Betty la fea porque cualquier cosa que hace feliz a Salma Hayek me hace feliz a mí), pero al menos tuve la satisfacción de ver a Evangeline Lilly, la chica de Lost, con un vestido de noche que no me hizo extrañar su habitual atuendo de mujer-perdida-en-isla-desierta. (Dicho sea de paso, ¿cómo puede ser que semejante diosa esté de novia con un hobbit?)

Por lo demás, me gustó que ganase Babel como mejor película aunque más no sea por el hecho de que, seamos honestos, aún con sus defectos es muy superior a sus competidoras. The Departed es un Scorsese menor aunque la crítica pretenda equipararla a Goodfellas, Little Children no está mal pero tampoco es para tanto, The Queen es simpática pero intrascendente y Bobby ha sido masacrada por la prensa con tal unanimidad que resulta difícil creer que se trate de una obra maestra incomprendida.

Me pareció un disparate que Clint Eastwood ganase el premio a la mejor película extranjera, aún comprendiendo que Letters from Iwo Jima está hablada en japonés: ¡se trata de una película financiada y dirigida por estadounidenses! Este asunto es tan absurdo como si yo produjese y filmase una película en Buenos Aires pero hablada en inglés y pretendiese competir por ello en la categoría principal de los Oscar. El Globo se lo tendría que haber llevado Almodóvar, que es extranjero de verdad. También lamenté que no ganase Penélope Cruz, que en Volver está estupenda. Pero entristecerse por haber sido vencido por Helen Mirren es como deprimirse por haber salido segundo en un concurso de arquitectura en el que participaba Dios.

Ahora que releo lo que escribí creo que el motivo por el que veo tantas premiaciones se ha vuelto más claro: porque me permite ser frívolo sin culpas y al mismo tiempo defender causas justas y hasta perdidas, con ímpetu de paladín. Así somos: una mezcla entre lo más bajo y lo más excelso, en equilibrio inestable y en constante batalla por el dominio de nuestra alma.

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17 de enero de 2007
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Opiniones literarias

Siente una desagradable manía contra sí mismo. Su antigua coquetería no le sirve de mucho, pero lo que en verdad le impide mirarse al espejo, y cuidarse un poco más, es el fastidio de ver tan flaca y demacrada su propia figura. Somnoliento, envuelto en una vieja bata deshilachada, prefiere sentarse en la cocina y beber una taza de café.
Obviamente, el estado en que se encuentra condiciona sus opiniones literarias.

“Sólo a veces –dice mientras se rasca la cabeza- ciertos espíritus inspirados logran conmover el corazón de los hombres, ilustrar sus mentes inquietas y concebir momentos de memorable gozo estético y sentimental”.

“Pertenecer a este parnaso –y señala con la mano temblorosa la biblioteca del salón- no es algo que pueda exigirse. Aquí no sirven de nada las oraciones egoístas. No hay derecho alguno a reclamar. Ni misericordia que pueda ser suplicada. La amnesia del tiempo, amigo mío, es cruel y caprichosa”.

Cabecea como si fuera a dormirse. Con el pie arrastra las migas de pan que han caído al suelo.

“Sin embargo he conocido gente que vale la pena. ¡No esos corderos disfrazados de lobo prestos a zamparse caperucitas de mazapán!”. Y suelta una ruidosa carcajada.

“Hubo un tiempo, sin embargo, en que una alta ciencia, prometió redimir nuestras penas...”.
Bebe café pero habla como un borracho.
“Una alta ciencia…más allá… ¡No, de ninguna manera!"
Y apoya la frente en la mesa de la cocina para echar una cabezadita.

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17 de enero de 2007
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HORA ESPAÑOLA

Siempre he sido muy poco patriota. Me encontraba del lado de Julio Ramón Ribeyro y de sus prosas apátridas. Después me di cuenta que Ribeyro, tantos años de exilio, tantos flaneos parisinos y seguía siendo muy de Lima, muy del Perú, muy de su patria negada. Creo que me pasa un poco lo mismo pero sin exilio. Desde luego nunca elegiría vivir en la patria que dibujan, reivindican, chulean y secuestran todos esos antinacionalistas, todos esos tan españoles, que han sido, que siguen siendo dueños de las esencias patrias, de las tierras, los negocios y los ladrillos. Tendré que convivir con ellos. Incluso tendré que ser gobernado por ellos, pero no seré de ellos.

Acabo de escuchar al llamado líder de la oposición. Por alguna razón masoquista me he quedado escuchándolo. Incluso he visto sus gestos. Sus inflexiones y su discurso de cerril. De españolismo primario. Siento mucho haber dejado durante demasiado tiempo la novela de Darío Jaramillo -La voz interior- y los pensamientos sueltos del diario del ayer citado José Carlos Llop. Tiempo perdido escuchando a esos que todavía tienen la idea de una hora española pasada por confesonarios. ¿No estábamos ya en otra hora?

Otra hora española me encuentro en la poesía de Mercedes Cebrián. Siempre es un placer la lectura de esta joven tan aguda -quise mucho su anterior libro, El malestar al alcance de todos- y sigo queriendo el nuevo, este Mercado común que también está en la editorial que Constantino Bértolo pensó para entrar o salir de la ciudad sitiada, Caballo de Troya. En el libro de Cebrián hay mucho acercamiento a otras horas españolas: “La hora española es la hora/ indudable, la que nos clava/ en la edad indudable. Hora y edad/ están emparentadas. Hora y duda también…”

Yo dudo de todos los patriotas. Aunque lo sea a mi manera. A esa manera que me haría estar cerca de Baroja, como cerca de Ribeyro, de Jaramillo, de Cebrián o de Llop. La patria de a los que les gusta leer. Con esa patria me basta. Luego tengo mi hora española. Que no es la de la oposición, ni la del Gobierno, pero que podría convivir con unos y no con otros. “El nacionalismo se fundamenta en el quiénes somos para evitar preguntarse quién soy yo”, eso dice Llop. Yo creo que debe ser algo más complicado. Yo me pregunto quiénes somos y no sé decirlo. Pero me pregunto quién soy yo y estoy mucho más perdido.

Todavía tiemblo con algunos que usan mucho el nombre de España. Recuerdo aquellos versos de León Felipe: “¡España, España!/ Todos pensaban/ -el hombre, la Historia  y la fábula-/ todos pensaban que ibas a terminar en una llama… y has terminado en una charca”.  No quiero olvidar quiénes son los herederos de la construcción de España como charca.

Buscaré compañeros para estas horas españolas. Para estas muchas horas españolas que espero me sigan quedando.

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16 de enero de 2007
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'The sound of music'

¿Cuánto ha cambiado, en los últimos años, la forma en que escuchamos música? Hay un tramo inicial que sigue siendo lo que era: el vientre materno es una cámara líquida que lo asordina todo, por eso en el nacimiento nuestra primera vivencia del mundo exterior es el frío primero, y el ruido después. El mundo es un lugar lleno de sonidos. En algún momento aprendemos a diferenciar lo que es puro estruendo, cacofonía, de las melodías que madre y padre cantan al abrazarnos: nuestra primera experiencia musical. Pero a partir de allí quedamos librados cada uno a nuestra suerte –y a la tecnología.

No había tocadiscos en mi casa cuando yo era pequeño, apenas una radio AM en la que la música constituía tan sólo un elemento entre tanto jingle y tanta noticia. Cuando quería escuchar canciones de Los Beatles, llamaba a la prima de mi madre –que sí tenía tocadiscos- y le pedía que pusiese un disco para poder escucharlo a través del teléfono.

Después llegó el tocadiscos. La adolescencia es para mí el tiempo en que escuchaba música: tenía infinidad de discos de vinilo, de ese tamaño tan generoso y conveniente, y ponía música durante horas mientras leía las letras que venían en los sobres internos o impresas en la tapa misma. Todavía hoy, cuando me encuentro con alguna de esas músicas que no escucho desde entonces, soy capaz de recordar cada nota de cada solo con precisión total.

Después tuve un grabador de esos que reproducía cassettes. Nunca fui hombre de cassette, me gustaba más manipular los discos, que además sonaban mejor. Hoy conservo todos aquellos discos pero ninguna de aquellas cintas: extraño especialmente una de Sally Olfield que me regaló mi amigo Joaquín, a quien le gustaba grabar música para su gente.

Después vino el CD. El primero que tuve fue Peter Gabriel III, que por supuesto ya atesoraba en disco. Todo lo que salió de allí en adelante lo compré en CD, y todavía me falta mucho para recuperar todas las cosas memorables que había coleccionado en vinilo.

Ahora existe el MP3 –todas mis hijas tienen uno- y el iPod –todas mis hijas pretenden uno-, pero yo sigo aferrado al CD. En parte por la costumbre, imagino, y en parte porque aunque vivimos en un mundo de singles yo sigo apegado a la noción del álbum, de la obra que va más allá de los tres minutos de la canción pop, por perfecta que sea. Me parece que manejándome tan sólo con canciones sueltas me pierdo algo, como si pretendiese saborear un postre probando tan sólo los confites que le han echado por encima. Pero supongo que será cuestión de tiempo, nomás; sé que hay un iPod en mi futuro.

Lo definitorio, más allá de la tecnología, es el espacio que se le dedica a la música en la vida. Hace muchos años que ya no me siento a escuchar discos, consagrándoles mi completa atención. En realidad ahora también me siento, pero para hacer otra cosa: el dominio de la música en mi vida se limita al interior de mi automóvil. Subo al auto, lo enciendo y un segundo después estoy escuchando música. No es extraño verme circular cantando a todo pulmón. A menudo me interrumpo para maldecir a algún otro conductor, pero al instante retomo la melodía. Me gusta cantar, y me gusta cantar cuando conduzco. El auto es mi estudio privado, mi cámara de ecos.

Días atrás, por primera vez en siglos, me tumbé en un sillón para dedicarle mi entera atención a un álbum: Continuum, de John Mayer. Me encantó recuperar la experiencia, pasar las páginas del librito interno y leer cada letra, cada crédito. Sin embargo, ahora que estoy instalado en una casa de los suburbios de Buenos Aires, y a pesar de que cuento con un maravilloso equipo de sonido, tiendo a pedirle a mi gente que por favor apague la música. Una de las características de la niña protagonista de mi novela La batalla del calentamiento es su capacidad de oír la música que existe en cada cosa: en el agua que hierve, en los pies al hundirse en la nieve, en la frutilla cuando se la aprieta entre los dedos. Además escucha una radio portátil Spika, pero sabe que la música es mucho más que aquello que los hombres componen e interpretan cuando están convencidos de hacer música. Aquí en Pilar encuentro música en los pájaros, en el frufrú de las hojas al rozarse, en los grillos y en las chicharras, en el viento al rozar el parche del agua. Después de convivir con ella tanto tiempo, debo haberme vuelto un poco Miranda.

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16 de enero de 2007
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HOY EN INGLÉS

Lo siento, pero hoy el post es de english speaking. Dos razones para esto:

1. Grabaciones de Borges salieron a la luz en la Universidad Harvard. Son grabaciones de seis conferencias sobre poesía del escritor argentino. La fecha es 1967, 1968; la voz, la de un hombre en plena salud, no el Borges del final sino un crítico con completo dominio de su potencia. Harvard University Press hace su negocio, que es vender lo que tiene la universidad; en este caso es una triple oferta un poco deslumbrante: las conferencias en un libro con tapa dura, el mismo libro en edición de bolsillo o el CD de las grabaciones.

No sé lo que podría opinar Borges de la oferta de un «libro para escuchar». Pero como la editorial de Harvard hace bien su trabajo podemos escuchar unas muestras de esta grabación muy especial: Borges hablando el idioma de Shakespeare. Es extraño: Borges no tiene fluidez, muestra obvia dificultad con la «R», no entrega una aspiración homogénea para la «H». Su relación con el inglés ya no es lo que podríamos imaginar (fue un idioma muy presente al principio de su vida), sino un vínculo con un código intelectual, conceptual, artificial. Las pequeñas grabaciones van a modificar mi manera de aceptar sus juicios definitivos, y hasta su legitimidad para decir lo que dice en el Borges de Bioy Casares. Por ejemplo, el 24 de junio del 63: «¿Hay en los versos ingleses y alemanes una vibración que no hay en otra lengua? Sonidos de consonantes, en palabras como cling, lack, vixen que sirven para la épica» Borges en inglés es para nada un orador épico.

2. El diario inglés The Guardian publicó el sábado, en su selección de libros, un texto muy articulado, potente, con conceptos de gran definición de la novelista Zadie Smith. El título: «Fail better» que podemos traducir como «mejorar el fracaso». La tesis del texto, dedicado a definir lo que es literatura, es la siguiente: una gran novela es una visión del mundo a través de una conciencia ajena. Zadie Smith cree que existan pocas obras maestras pero no importa, pues sabemos acomodarnos de obras fracasadas. Siempre tienen algo: nos ofrecen otras conciencias y a veces, al utilizar nuestra conciencia, conseguimos hacer otro producto, no parecido pero inspirado por algo que superamos. Su artículo es importante y, por su enorme presencia ya en los blogs, se ve que será muy comentado.

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16 de enero de 2007
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