Javier Rioyo
Cuando leo a Nabokov me dan ganas de vivir exiliado, en buenos hoteles, con alguna mujer encantadora, tener una edad razonable, una edad en la que al menos se conserve el vigor suficiente como para desear y ser deseado. También me gustaría jugar al ajedrez al terminar la tarde, ser capaz de levantarme temprano para intentar cazar alguna rara mariposa, recorrer los pueblos europeos en un viejo y cómodo coche o bien hacer una ruta de moteles confortables cruzando aquellos Estados Unidos de los años 50, casi en los 60. Terminar la noche, razonablemente leído y bebido, como para soñar con alguna nínfula de las muchas que se cruzaron en las carreteras de mis deseos. No siempre estoy leyendo a Nabokov. Muchas veces pierdo mi tiempo y mis lecturas. Es verdad que hay otros. Que los hay mejores, más emocionantes, menos inteligentes y de mayores desgarros pero siempre estará la seguridad de que ahí, en mi biblioteca, al lado estará algún libro de Nabokov.
Ahora, después de tantos años, estoy con la otra parte de la biografía elaborada por Brian Boyd, Los años americanos, tan minuciosa, entretenida y sagaz como aquella primera de sus años rusos. Las biografías de Boyd no impiden el placer de volver de vez en cuando a la muy querida autobiografía de Nabokov, Habla memoria.
La memoria habla de manera singular. Hablando, leyendo la biografía de Nabokov recibí la noticia del Premio Nadal a Benítez Reyes. Recordé su pasión “nabokiana”, una vez la llamó “un complicado capricho de la Naturaleza”. Algo de eso tiene sin duda la diáfana complejidad de Nabokov. Busqué el libro de Benítez Reyes en que habla de Nabokov, de la minuciosa primera parte de esta biografía que ahora estoy leyendo. Y allí el escritor de Rota hace una merecida alabanza a la minuciosa entrega del biógrafo estilo Boyd, capaz de recordar los mínimos detalles de la vida cotidiana, capaz de captar los reflejos, los espejismos de la realidad de una vida. Le gustaba a Benítez Reyes que en la biografía se nos informara de la familia o de la marca de las bicicletas que tuvo Nabokov. Parecerán banalidades, pero son parte de lo anecdótico que se convierte en lo importante de nuestra pequeña y minuciosa existencia. De esas pequeñeces también estamos fabricados.
Me gusta leer cómo se relatan con minuciosidad hasta las historias que ya conocemos, que ya nos habían contado. Por ejemplo el famoso té que bebió en el programa de Pívot, que era naturalmente un whisky. Un programa con un público cómplice que supo reír la única vez que Nabokov se salió de su propio guión para hacer un comentario sobre lo fuerte de aquel té.
Una extraordinaria biografía en la que acompañamos a un Nabokov al que, después de muchos libros y muchos años, la fortuna literaria -también la otra- le sonríe a pesar de las prohibiciones y mojigaterías. ¿O quizá por esas mismas prohibiciones? Sin duda, tantas veces, una publicidad sin costes.
Si gustan de Nabokov, no se pierdan esta biografía. Si no les gusta Nabokov, también les puede gustar. Ya verán cómo leyendo su biografía les entran ganas de volver a Nabokov, es como volver a región pero distinto.