Vicente Verdú
Del terrorismo se desprende un rastro de amargura y muerte. También un rencor corrosivo y una explosión interna, expresión mortal de la impotencia.
Luego, el país, los medios de comunicación, todos nosotros los periodistas y todos ellos los dirigentes (que no líderes) políticos, comenzamos a segregar una interminable verborrea sobre el suceso. No sólo reiterando el dolor de la matanza sino convirtiendo el acto criminal y los comunicados de los asesinos en profundo objeto de teorización y estudio.
Los asesinos, jóvenes psicópatas, piensan en los espacios de la subnormalidad, arrasan todo humanismo con su fanatismo, despojan la inteligencia de toda moral y emplean una balanza primitiva donde se falsifica el peso del mal y el bien, de la razón o de la demencia.
Los atentados son muestras de horros a cargo de profundos enfermos mentales y esta clínica se transforma mediante las entretenidas tertulias radiofónicas a todas horas o los artículos sin tasa, en deleznable sustancia política.
De esta metamorfosis constante a lo largo de estos días va apareciendo un monstruoso fenómeno periodístico que atesta la realidad nacional. Un fenómeno en continua fermentación del que se derivan nuevas excrecencias: montañas de palabras impresas, sucesiones iguales de adjetivos, conceptos, ataques, peroratas, discusiones sin término.
El terrorismo crece a través de este desvarío que rodea al primero y al segundo y al otro que sigue sin cesar. Gracias a que el atentado no se acota como un hecho de malvados asesinos -descerebrados o no– se aplaza el mayor perfeccionamiento de los métodos para apresarlos y neutralizarlos. En ese intervalo de relativa desidia, el terrorismo crece siempre puesto que su única razón de vivir es seguir eliminando vidas a cielo abierto o en la nuca, en las grandes masacres o en la nuca.
Declaraciones, debates, reuniones unilaterales y multilaterales, pactos de contabilidad imposible, la vida nacional se suspende en la pringosa pila de estas acciones desorientadas que recuerdan el caos de los hormigueros tras recibir un impacto y tras el cual sus habitantes crean un torbellino de direcciones confusas que logran un desbaratamiento social completo. Para evitar esta consecuencia radical y de degradatoria los terroristas deberían recibir la respuesta exacta: a la delincuencia se opone la policía y a los ataques contra el Estado toda fuerza pública, incluida la militar. Contra la siembra del terror en democracia todos los recursos del sistema democrático. ¿O todavía se duda de que el Ejército forma parte del mismo sistema?
En estos momentos, un guirigay de palabras y corrillos, de formulaciones intelectuales, proposiciones, reuniones y manifestaciones divididas, enmascaran, embadurnan y desfiguran la naturaleza del problema. A estas alturas, unas decenas de jóvenes matan y se prometen seguir matando con la reproducción de su delirio sin destino propio. ¿El otro destino? La reclusión total. Su neutralización en suma en cuanto virulentos enemigos de la convivencia política o social.