Sergio Ramírez
Diego Armando Estacio fue velado en casa de su abuelo en Machala para luego recibir sepultura en el humilde cementerio rodeado de gente humilde también, que nunca oyó hablar de ETA. Ya han oído. Su madre lo bautizó con ese nombre en homenaje a su ídolo Diego Armando Maradona, fanático también él del fútbol, y fanático de la voz de la cantante punk Avril Lavigne. Recuerda su amigo Ricardo Vinlasaca que la víspera de morir sepultado bajo los escombros del estacionamiento en Barajas, bailó en una discoteca hasta el amanecer.
El otro, Carlos Alonso Palate, recibió sepultura en su pueblo natal de San Luis de Picaihua, en Ambato. Era el mayor de cuatro hermanos, a los que mantenía con su trabajo de emigrante en Valencia, y también mantenía a su madre María Basilia, y a un sobrino que sufre de epilepsia.
Por las calles se alzaba en nubes el polvo al pasar su entierro rumbo a la iglesia parroquial, y la gente acudió a pie por los caminos, desde Tangaiche, Atarazana y Shuyurcu para despedirlo. “¿Quién me va a pedir la bendición, si ya nunca más me llamarás?”, clamaba María Basilia. Llovieron flores blancas de papel sobre el cortejo. “Queremos que el mundo entienda que somos gente pacífica, que tenemos que dejar nuestra tierra y a nuestras familias por la pobreza en que vivimos”, dijo una muchacha. Lo enterraron con la bandera de su club de fútbol cubriendo el ataúd, mientras el sol seguía cayendo a plomo sobre San Luis de Picaihua, donde nunca habían oído hablar de terrorismo. Ahora sí.