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LA ABSTENCIÓN CREA FANTASMAS

Gloria para la masiva abstención en el referéndum andaluz. Gloria por la abstención masiva producida tanto por la indiferencia de los ciudadanos ante un asunto que se guisan y comen sólo los líderes políticos y gloria por el trascendental pavor de estos que sin electores mueren.

Probablemente los electores españoles han aprendido el deletéreo valor de su dulce poder. Toda la historia escuchando enfatizar el edificante valor del voto y ni una palabra sobre su decisiva energía de demolición.

Ahora los políticos temen al votante no porque les muestre su desdén sino porque les abra directamente la fosa.

En tanto persistía el juego del sí y el no, el malabarismo político mantenía el espectáculo con  espectadores, pero si el juego espectacular decae o amenaza con detenerse ¿de qué dinámica vivirá el poder convencional?

Los políticos -nacionalistas en este caso- han visto como olímpicamente se les retiraba el pan y la sal. Hasta en la Cataluña, nación incuestionable, la abstención disolvió más de la mitad de su proclamada fundamentación eterna.

La abstención como el absentismo laboral, la baja escolar o la baja militar, son las grandes termitas de la institución. Su mayor enemigo porque nace del mismo aliento pero mefítico, del mismo organismo pero a través de su vómito.

La abstención es la náusea de la política. La angustiosa presencia del político, incompetente, falaz, graso de mente, obeso de vaciedad. Y no se diga ya del  político nacionalista que ahoga la razón en la fogata de campamento, trastabilla la libertad con el folclore y emborrona la idea con el destino, la patria y su caciquismo salvador.

Bienvenida sea la gloriosa abstención andaluza superior al 63%. Cualquier representante íntegro abandonaría el cargo por falta de encargo nacional.  Que mantengan sus puestos los revela como parásitos de la docilidad, la sumisión o la buena fe. Maldecidos y beneficiados por la indiferencia. Fantasmas burlones del sentido y la dignidad.   

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20 de febrero de 2007
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I. GANADORES Y PERDEDORES

Richard, un maniático del éxito, se especializa en dictar conferencias y seminarios sobre el arte convertirse en la vida en un ganador. “Hay dos clases de personas en la vida”, dice, “los ganadores y los perdedores”. Es uno de los personajes de la película Little Miss Sunshine, dirigida al alimón por Jonathan Dayton y Valerie Faris,  y que compite este año para mejor película y otras tres categorías de los premios Oscar.

El credo del ganador es uno de los sustentos en que descansa la sociedad de Estados Unidos, gran icono del capitalismo de todos los tiempos, donde la primera regla a ser obedecida es: cuida tu parte, que el todo se cuida solo.  Cuida tu éxito, y desprecia el fracaso de los demás.

El éxito a toda costa, y a cualquier precio. Gloria eterna a los ganadores, desprecio y deshonor a los perdedores. Para promover ese credo, enseñarlo, difundirlo,  hacer que prospere en todas las mentes como lo que es, una filosofía de vida, Richard tiene un decálogo que en lo que toca a su familia, debe ser obedecido. Si en la calle y en el aula es un apóstol de la filosofía del ganador contra el perdedor, dentro del hogar establece un culto de obediencia fanática al credo de “no seas nunca un perdedor”.

Pero, ¿quiénes son, en realidad, los ganadores y los perdedores?

Buena pregunta.

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20 de febrero de 2007
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TINTÍN, OTRA VEZ

La excusa de la escapada a París naturalmente no era una misa, era encontrarme con uno de los más viejos y queridos amigos, Tintín. Para muchos que crecimos con sus historias, que por sus lecturas recorrimos el mundo y nos dimos cuenta que el siglo XX estaba lleno trampas, espías, aventuras, guerras, engaños y otras derrotas. También por él supimos que la amistad merecía la pena, que había gente como Haddock, compañeros como Milú, sabios como Tornasol, bibliotecas y casas como la que está tras los muros de Moulinsart. El mundo era divertido, peligroso y ancho. Faltaban cosas, faltaban sobre todo mujeres, chicas, sexo, novias- porque la Castafiore era otra cosa, otro género- pero el resto estaba bastante bien. Y el futuro, si se arreglaba eso de la compañía amorosa, se presentaba bastante bien. Muchas historias vividas y una buena biblioteca para el reposo del reportero. No era un mal modelo. De mayores queríamos ser Tintín. No ha sido así, hemos sido otra cosa. Pero algo, quizá bastante, de lo que somos se lo debemos a Tintín.

Hergé, su creador, hubiera cumplido cien años. Se acaba de terminar una exposición recordando la creación de su principal criatura en el Centre Pompidou. La exposición bastante pobre, no se preocupen los que no la hayan visto, es mejor el catálogo que la exposición. Aún así, miles, decenas de miles, de ciudadanos de todas edades,  todas culturas y toda condición, esperaban largas colas para ver crecer a ese niño-hombre que fue Tintín. Que sigue siendo. Han pasado muchas generaciones y todavía sigue divirtiendo o inquietando a los niños de la generación de la “red”.

Tintín, aunque una vez se empeñaron en discutir en la Asamblea francesa en tres sesiones si era de derechas o de izquierdas, es de todos los que hemos creído que el mundo tenía esas posibilidades de ser vivido como si se tratara de una aventura con final feliz. Tintín es la parte mejor de nuestra inocencia, de nuestros deseos de ser otros, de estar mejor diseñados. Sin duda, muy mejorables, pero no estuvo mal para empezar. Tintín fue un buen modelo de adolescentes.

Una vez le dijo Charles de Gaulle a André Malraux: “Tintín es el único que puede hacerme la competencia”. Ahora espero, deseo, que Tintín sepa estar en su sitio. Que no se fíe de los políticos como Sarkozy. Ni de sus amigos en otros idiomas, en otros montes, otros valles.

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19 de febrero de 2007
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Un abrazo para un futuro perfecto

Me ha emocionado la escena. Me he sentido conmovido por esos dos emigrantes perfectamente integrados en la sociedad catalana, que se funden en un solo cuerpo y muestran su íntima solidaridad.

Veinte horas antes, me había yo temido lo peor. Cuando el camerunés se encaró con los chicos de la prensa y lanzó aquello de "si tiene cojones, que me lo diga a la cara", creí estar viendo una película de Robert de Niro sobre jugadores de baloncesto, aprendices de pistolero o pequeños traficantes; en fin, la panoplia de los héroes actuales. Y pensé: en la próxima escena, un desgraciado accidente lo va a dejar sin rodilla. O bien: va a sufrir un insólito secuestro y no podrá llegar a la final. O bien: la policía va a pillarle con una menor y no jugará nunca más.

Nada de eso ha sucedido. El desafío del inmigrante ha sido debatido, seguramente, por las dos poderosas familias y han decidido echar tierra sobre el asunto en lugar de echarla sobre el inmigrante. Por esta vez, pase, parecen haber pactado. Que se abracen. El guardaespaldas ha dado la orden de que se abracen. La prensa ha sido convocada. Los inmigrantes se han abrazado.

Sin embargo, no creo yo que esto se repita. La primera vez pilla a los padrinos por sorpresa y deben reaccionar al instante sin calcular las consecuencias. Ahora ya deben de estar cavilando qué hacer con el próximo inmigrante que se les suba a las barbas.

Porque una cosa es el escándalo en espacios tan iluminados como los estadios de béisbol, y otra muy distinta que la insurgencia tenga lugar en oscuros rincones del barrio viejo barcelonés, en los alpendres agropecuarios de Lérida, en campamentos clandestinos de las montañas de Gerona, en el reseco almendral tarraconense. Allí la insurgencia se paga muy cara. Allí si alguno de estos cameruneses o brasileños comete la imprudencia de gritar "si tiene cojones que me lo diga a la cara", se ha buscado la vida. Porque, en efecto, tiene cojones. Y se lo dice a la cara. O a la espalda, da lo mismo, porque a partir de ese momento el insurgente ya no tiene ni cara ni espalda.

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19 de febrero de 2007
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LA GUERRA DE ESPAÑA

Una sorpresa es imposible cuando se trata de Eric Hobsbawm, el historiador inglés. Sabemos que su mente va hacia una izquierda ubicada en el corazón marxista del siglo XX. Y tampoco habrá una sorpresa cuando Hobsbawm escribe sobre el papel de los intelectuales en la guerra de España. No importa, su artículo, “War of ideas” (Guerra de las ideas)  este sábado en The Guardian, es un modelo de síntesis.

No falta la frase clásica que lo dice todo: la guerra de España es uno de los pocos casos de una historia escrita por los vencidos. Y además por vencidos que eran artistas, escritores, intelectuales. Lo que dijeron, escribieron, hicieron ha tenido una presencia duradera en la cultura. Hasta tal punto que los testimonios clave sobre la guerra, para un francés como yo, son de poetas o novelistas ingleses o americanos. Hobsbawm, citando a su propio caso de estudiante en la Universidad de Cambridge, explica muy bien por qué la experiencia española era imprescindible para los anglosajones antes de la Segunda Guerra Mundial.

Lo mejor del artículo, a mi juicio, es el papel entregado a un poeta poco conocido: Laurie Lee. Es el autor de un libro de memorias, traducido bajo el título Díptico español (Península), que es a mi juicio el gran libro sobre España en esta época, no por lo que dice de la guerra sino por una mágica caminata a través de la península. Hay muchos libros de ingleses (Pritchett,  Brenan, etc.) sobre España en el momento de entrar en guerra. Lee tiene algo más: una recepción íntima del país en su corazón. Tiene que ver con España y también con su juventud, con una inocencia imposible de derrotar. Es el papel que tiene en el artículo de Hosbawm: decir, más allá de la consciente voluntad de derrotar al fascismo, cómo había en el conflicto interno entre los españoles una oportunidad de hacer “un gesto grande y poco complicado de sacrificio personal y de fe en una oportunidad que no volvería a presentarse”. Si lo leemos bien, es la definición perfecta de la juventud. Después, viene la vida del adulto. Y el tiempo de las derrotas.

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19 de febrero de 2007
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Mi cabeza juega al Tutti Frutti

La cabeza funciona del modo más raro. La noche del viernes, por ejemplo -mi última noche en Alemania, después de la presentación de Kamchatka en Hamburgo-, estábamos a punto de cenar cuando tuve la sensación de "dejá vu" más poderosa que haya experimentado nunca. Mi cabeza me juraba que yo ya había vivido esa escena de alguna manera, aunque más no fuese con el disfraz de un sueño; sólo que en el sueño, que es fragmentario por definición, yo no sabía aún que el hombre que cenaba a mi izquierda, y que en esa visión original sólo identificaba por su parecido con un actor inglés de talento, era Juan Carlos Benavente, profesor de español en el Instituto Cervantes, así como tampoco sabía que el lugar de la escena -un edificio hermoso, llamado Casa de Chile- era Hamburgo. Durante un instante creí que la lectura del primer capítulo de Kamchatka se me había subido a la cabeza, y que el tiempo, como mi personaje Harry sostiene allí, ocurre todo junto, del mismo modo en que tantas emisoras de radio coexisten a la vez. ¿Será verdad que podemos espiar el futuro, cuando nos detenemos un instante en nuestra loca carrera para espiar por la cerradura de alguna de sus puertas?

El sábado por la noche, mientras hacía tiempo para entrar al cine, mi hija y yo jugábamos a un juego que en la Argentina se llama Tutti Frutti. (Mi amiga Lulú sostiene que en Venezuela se llama Stop; los juegos se repiten en todas partes con mínimas variantes.) Se trata de elegir algunas categorías -sitios del mundo, actores, películas, cantantes o bandas musicales-, optar por una letra del abecedario y llenar cada casillero de la forma más rápida posible. La letra que había tocado en suerte era la hache. Yo completé la mayor parte de las categorías de forma convencional (Holanda, Hugh Grant, Henry Rollins), pero cuando llegué a película, todo lo que acudió a mi mente fue Había una vez un circo, una vieja comedia con Gaby, Fofó y Miliki. ¿Por qué, pudiendo haber elegido películas tan decorosas como Hiroshima mon amour, Hatari y Haz lo correcto, sólo pude pensar en Gaby, Fofó y Miliki? Entré al cine silbando la cancioncita, que ya no se me despegaba: "Había una vez un circo, que alegraba siempre el corazón…"

Cada vez que bajamos la guardia, la cabeza nos demuestra que por más que intentemos controlarla, ella sólo se atiene a sus propios códigos. Ya sea para recordarme a unos payasos a los que amé de niño, o para sugerirme extrañas nociones sobre la naturaleza del tiempo (en el fondo nunca dejamos de ser del todo quienes fuimos, ni siquiera en el amor por Gaby, Fofó y Miliki), nuestro cerebro nos demuestra a cada paso que sabe mucho más de lo que creemos sobre todo lo que necesitamos para vivir en plenitud.

Si tan sólo lo escuchásemos más a menudo.

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19 de febrero de 2007
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Cartografía en Rosa

Querida:

He trazado un mapa de tu cuerpo, para no perderme cuando esté lejos.

Al principio, me limité a ponerles nombres a las penínsulas de tus piernas y tus brazos. Me parecía suficiente para orientarme en mis exploraciones. Pero con el tiempo, he ido descubriendo nuevos territorios.

Tus piernas, por ejemplo, se han subdividido. Entre los dedos de tus pies han aparecido huellas de un camino que sube por tus muslos hasta la región cálida de tu vientre. Lo mismo ocurre con tus brazos, cuya ruta lleva a las playas de tus hombros.

A menudo me pongo a chapotear en sus orillas. Puedo pasarme varios días bañándome en ellas sin que me importe gran cosa el resto del mundo. De vez en cuando, si no hace tanto calor, desciendo hasta las dunas y tomo el sol en el oasis. Me apetece instalar la tienda y no irme más de ahí. Pero necesito provisiones. Entonces doy un paseo por tu cuello y tus orejas, mordisqueando las frutas que encuentre al pasar. Lo importante es no quedarme quieto, disfrutar del vagabundeo.

Estudiando mis cartas de navegación, he pensado en la posibilidad de tender una hamaca entre las comisuras de tus labios. Ahí sopla una brisa agradable, y se está abrigadito. Pero uno tampoco puede vivir instalado en el placer las 24 horas del día ¿verdad? Hay que ser responsable.

Quizá sea necesario trepar un poco y poner una torre de vigilancia a la altura de tus ojos. Podría ver el mundo desde donde lo ves tú. Quizá me vería a mí mismo ahí, frente a ti, haciendo el tonto para hacerte reír. Debe ser un espectáculo bastante ridículo. Pero me gusta el efecto que produce.
Otra ventaja de colocar ahí la torre vigía es que me quedaría cerca de la jungla de tu pelo. Es divertido marchar por ella, apartando los mechones al andar y acariciándote la nuca con cada paso.

Finalmente, cuando termino ese recorrido, me gusta dejarme caer por la resbaladera de tu espalda. Es muy suave, y tiene el olor de las naranjas por la mañana. Además, si me dejo caer hasta el final, y continúo bajando por tus piernas, como en una montaña rusa, regreso de nuevo a tus pies.
Y entonces es hora de volver a empezar.

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19 de febrero de 2007
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IV. NOMBRES DE LA MELANCOLÍA: ALEJANDRÍA QUE SE MARCHA

             Igual que los perfumes, que solamente pueden nombrarse dándoles una referencia: olor a rosa, a sándalo, a cuero viejo, a sudor, a hojas secas, a aguas estancadas, porque huyen de toda explicación por falta de sustancia, así mismo el hüzün que el propio Pamuk siente por su ciudad necesita de enumeraciones para intentar explicarlo, y lo hace, una larga lista de apuntes de la memoria, que es como buscar descomponer en sus elementos esenciales un paisaje urbano con todo y sus gentes, y convertirlo en una tabla de referencias, algo a través de lo que puede lograrse una aproximación, pero nunca aprehender su totalidad.

            Cada uno de nosotros tiene su propio hüzün, su saudade, su cabanga, por una ciudad que es propia, y siempre buscamos descodificar ese sentimiento en la mente. Puede estar frente a nosotros la ciudad amada, disolverse cada tarde en el crepúsculo, o vivir en un depósito privilegiado de la memoria. Y siempre jugaremos a desentrañarla, como quien repasa una vieja colección de tarjetas postales que nunca dejará de crecer, sino con la muerte.

            La ciudad, nuestra ciudad, que cada día entra más en el pasado, nuestro propio pasado, y la vemos así alejarse en el horizonte, tragada cada vez más por la niebla, y entonces, hacemos nuestra lista: gritos perdidos de niños que juegan en el patio de una escuela, el graffiti en una pared, la estela de un avión que cruza el cielo con rumbo desconocido, las luces que se encienden en la marquesina del cine de la esquina, los autobuses atestados de gente que regresa a sus hogares, un ensayo de piano o de clarinete tras una ventana, el ulular lejano de una sirena en medio de la noche, el llanto desconsolado de un borracho solitario, los pasos de una pareja que se aleja acera abajo.

            Los dioses siempre te abandonan a tu propia memoria, como en el poema de Cavafis:

             Dile por fin adiós a Alejandría que se marcha,
            y sobre todo no te engañes y no vayas
            a decir que fue un sueño, que se confundió tu oído…

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19 de febrero de 2007
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FICCIÓN REAL

El Real Madrid ha vuelto a ser proclamado el club de fútbol más rico del mundo. Obtiene este puesto en estos últimos años en que justamente no ha ganado ningún título. ¿Gana más dinero cuando menos victorias logra?

La ecuación no responde sino a la lógica de la perversión. Lo decisivo se encuentra en lo que no se ve, ¿cuenta lo que no se cuenta?

De la misma manera que tendemos a improvisar sin referencias a una edad, el Real Madrid se consagra como fantasma. Es tanto más famoso cuanto más desaparece como entidad futbolística. Es tanto más relevante cuando es menos Real.

Su caso se alza como un paradigma de la nueva realidad. La multiplicación del mito (o la leyenda, según dice el club) del Real Madrid nunca ha sido mayor que cuando ha confiado su grandeza a los profesionales de la marca. No habrían podido conseguirlo sin que un equipo jugara al fútbol pero, como demuestran los hechos, el encantamiento requería no la verdad del juego o los resultados sino su sustitución por el fantasma. Nada llega más lejos que la imaginación y nada la frena más en seco que la exactitud de lo verdadero. La holgura entre verdad y ficción coincide con el territorio del marketing.

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19 de febrero de 2007
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Historia no tan secreta de un placer

Aunque pretendamos lo contrario, la mayoría de los escritores somos egocéntricos sin remedio: nos creemos excepcionales, lo cual significa que sólo rendimos pleitesía a los clásicos -que dicho sea de paso, por lo general tienen la cortesía de estar muertos. Esto significa también que miramos con cierto desprecio a nuestros contemporáneos. Hecha la confesión, debo decir que muy de tanto en tanto me cruzo con un colega que me fuerza a echar mis prejuicios a la basura. Esto acaba de ocurrirme con el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez: la lectura de su flamante Historia secreta de Costaguana fue uno de esos placeres que sólo tienen lugar muy de tanto en tanto.

La culpa la tuvo Gerardo Marín, de la oficina de Alfaguara en Barcelona, quien se apareció en mi hotel con abrazos, una agenda llena de entrevistas de las que debía dar cuenta en apenas dos días... y el libro de Vásquez en la mano. Debe haber intuido, conociéndome como me conoce, que mi paladar sería sensible a semejante plato. Empecé a hojear la novela esa misma tarde, con la misma desconfianza (mea culpa otra vez) con que suelo abrir los libros de mis colegas en la tarea y en el idioma. Pero Historia secreta me atrapó de inmediato: un narrador confiado y poderoso, una historia americana con aliento universal, el hábito de la aventura y, planeando por encima de todo, la sombra mayúscula de Joseph Conrad. ¿Quién era este Vásquez, que parecía estar escribiendo en respuesta a mis deseos más profundos, dirigiéndose al lector ávido y todavía niño que sigue viviendo dentro mío?

Historia secreta de Costaguana es además la historia secreta de José Altamirano, un colombiano que se da el lujo de consumar la más exquisita venganza en contra de su país -podría impedir la secesión de Panamá del territorio nacional, pero elige no hacerlo-, y que a la vez recibe el castigo más cruel por sus pecados: quedar marginado, esto es desaparecer, del seno de su propia historia, cuando Conrad escribe Nostromo y lo relega como personaje. Confieso que esta era la parte del asunto que más me preocupaba; pensé que sería el caso de otro escritor latinoamericano (¡otro más!) que trata de robarse algo del fuego de los clásicos usando alguno de sus personajes, o convirtiendo al escritor mismo en parte de una historia. Pero Vásquez sabe lo que hace: reverencia la literatura de Conrad pero no deja que su relato se convierta en un refrito metaliterario. Creo que a Vásquez le apasionan los libros, pero le apasionan tanto como la vida misma. Historia secreta de Costaguana está llena de referencias históricas y literarias, y también está llena del humor y del dolor que sólo experimenta aquel que además de leer mucho, no teme vivir.

Por favor, no se pierdan esta Historia secreta. Sigo siendo egocéntrico como la mayoría de los escritores, pero cuando descubro un placer -y la lectura de Vásquez fue uno de ellos, particularmente exquisito-, no puedo resistir la tentación de compartirlo.

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16 de febrero de 2007
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El Boomeran(g)
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