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LA TRADUCCIÓN O EL AMOR

Frente a otros sites sociales donde se podían hacer amigos y conocidos, Match.com fue directamente a fomentar la formación de parejas. No tuvo éxito al comienzo pero ahora bulle en sus diferentes secciones especializadas y notablemente se desarrolla en la destinada a mayores de 50 años.

No es, sin embargo, suficiente esta clasificación por la edad. Por encima de los 50 años puede haber personas que vivieron una separación o que enviudaron frente a los que discurrieron sin esos lutos o no experimentaron la peripecia de un amor.

Las gentes se diferencian considerablemente por la educación, la edad, la procedencia pero, además, son la noche y el día si han vivido o no amores importantes, han sufrido y gozado con ellos como fuertes marcas de su identidad. Quienes no soportaron la vicisitud de comprender y hacerse comprender, negociar las convivencias y llegar en fin a una cambiante transacción son como infantes. El solitario, el soltero de antes, el célibe sin degustación sexual se halla tan adornado de particularidades como desposeído de una instrucción humana sustantiva para acercarse a los demás.

Efectivamente las instrucciones y las traducciones del otro serán de diferente calidad y justeza pero sin la práctica de la traducción es imposible la relación.  Todo desentendimiento romántico y la frustración que provoca  proceden siempre de los tropiezos en la traducción o de las pésimas traducciones. Cada ser se desarrolla hacia fuera y hacia dentro mediante un lenguaje, un idiolecto personal. Quien nos echa un vistazo o nos lee por encima obtiene un aire cuyo aprecio le induce a fijar la atención e iniciar un interés de desciframiento. El otro nos gusta en tanto se entiende y así se extiende ante nosotros, del otro gozamos en tanto nuestro idioma se multiplica y se enriquece con su colaboración.

La relación amorosa progresa en suma a través de un texto que se construye y se renueva, crea intriga y sorprende a la luz de las traducciones. La amenidad del amor depende, ante todo, de la oportunidad que ofrece para pasearlo, hacerse transitable, sucesivamente traducible. Su misterio mismo  forma parte de los mejores secretos de la traslación, la translation. 

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22 de febrero de 2007
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III. PERDEDORES

¿Escrúpulos?, preguntaría Mister Trump desde el penhouse de su rascacielos particular en pleno Manhattan, la Torre Trump. ¿Y eso, con qué se come? Quienes tienen escrúpulos son los perdedores, y es por eso que pierden, porque les faltan las agallas para sobrevivir en medio de la selva hostil, y no sólo sobrevivir,  ya vimos, proclamar su victoria con el pie puesto sobre el cadáver del adversario.

Por eso es que la ironía que borda con finas puntadas todo el desarrollo de la comedia Miss Little Sunshine, es que Richard, el padre de familia sometido cada día a apuros económicos, que nunca alcanza ningún jugoso contrato para vender sus lecciones para fabricar ganadores, es la viva imagen del perdedor. Y todos son allí perdedores. Dwayne, el hijo que se niega a hablar en protesta contra el mundo, y cuyo aspiración de ser piloto de aviones comerciales se verá frustrada porque es daltónico. Frank, el cuñado homosexual, sobreviviente de un intento de suicidio, nunca reconocido como el mejor especialista en Marcel Proust que tiene Estados Unidos. El abuelo inútil, al que al cabo de su vida le da por esnifar cocaína. Y la pequeña Olive, candidata al título de reina de belleza infantil, “The Little Miss Sunshine”, gordita y desprovista de gracia y de glamour, sin ningún chance de ganar. Perdedora desde niña.

¿Son esos los perdedores?

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22 de febrero de 2007
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CALIDAD INCÓMODA

Buen recorrido en Internet. Encontré dos cosas valiosas. Ambas me ponen incómodo por razones distintas, pero ambas justifican dedicar un poco de atención a su contenido.

1.No me gusta el tono del blog “tecnocidanos” en su post del domingo 18: “Es difícil no ver en las leyes de propiedad intelectual un mecanismo para asegurar la transferencia de recursos desde los países más pobres a los más ricos”. Buscar la responsabilidad de sus problemas fuera es la manera de lavarse las manos de sus propios errores. Los países más pobres tienen su carga de responsabilidades, ya lo explique en mi blog, pero no voy a negar el impacto del mapa presentado en el post “el saqueo de la cultura”. Es un mapa que viene de worldmapper. Representa a los ingresos, país por país, en el año 2002 por derechos de autor, licencias, etc. Es el cobro por ideas y me impresiona la pobre cosita verde, apenas un hilo perdido en el océano, que representa a América Latina. Un continente vital y con imaginación ignora la venta de ideas. El tono de “tecnocidanos” es equivocado pero el sitio entrega un dato que modifica la visión del mundo.

2.Me parece muy incómodo también el formato PDF utilizado por la revista World Literature Today. Además, es una revista en inglés. Pero hay que destacar la calidad de su informe sobre la novela gráfica. El artículo sobre el francés Frederic Boilet cuenta una historia apasionante: cómo un dibujante europeo llegó a coger muchos de los rasgos de los autores japoneses de manga. Boilet consiguió trabajar con el famoso Jiro Taniguchi que es una leyenda en Francia. Al final, Boilet fue decisivo en la creación de “nouvelle manga”, que es tanto una escuela literaria como un sistema de influencia para imponer a casas editoriales de varias partes del mundo el resultado de una colaboración entre autores franceses y japoneses. El PDF del fichero es mucho más incómodo de lo que puedo describir, es un escándalo, pero cuenta algo valioso.   

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21 de febrero de 2007
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ELEGÍA DE LA CANCIÓN

Seguimos amando esas canciones que no fueron las nuestras cuando entonces. No, para nosotros, hablo de la generación que cuando se quiso enterar de “aquello” del 68, ya se había terminado. Mis canciones, mis músicas de la edad inmadura, era más anglosajonas, más de la costa oeste, aunque otras muchas pasaran por el Canet Rock o por el San Juan Evangelista, el “Jhonny” madrileño donde nos bebimos el jazz y otros acordes flamencos…Pero, en esas, no se bien cómo ni por quién, nos llegaron las canciones francesas. Esas canciones que habían sido tan queridas por la generación de nuestros poetas del alcohol, por nuestros poetas de los cincuenta.

Seguramente gran parte de la culpa la tiene la mirada de Jaime Gil de Biedma y su poema “elegía y recuerdo de la canción francesa”. Cuando a aquellos jóvenes, apenas niños de la guerra, que se encuentran con las esperanzas rotas de la posguerra europea, después de que este país se normalizara, se democratizara, les llega la canción francesa que apareció como “una rosa de lo sórdido”, como una “manchada creación de los hombres, arisca, vil y bella”.

Una canción que llegó para cantar la “heroicidad canalla, el estallido de las rebeldías, igual que llamaradas, y el miedo a dormir solo, la intensidad que aflige al corazón”…Ellos, los de entonces, la quisieron enseguida, les pareció un eco lleno de “nostalgias de rebelión”. Después, poco después, ya nadie esperaba ninguna revolución. Entonces nos llegó a nosotros, los que no éramos los de entonces, y también fue capaz de ilusionarnos con su paganismo, con su vitalidad para cantar al amor. Aunque fuera al amor de un día, de unas horas de encuentro en un cuarto de hotel. Nos aprendimos sus intensidades y sus ironías, sus burlas y sus derrotas. Y es verdad que nosotros, que no éramos “los de entonces, ya no somos los mismos, aunque a veces nos guste una canción”.

La otra noche, y no por azar, tuve la fortuna de ver, de escuchar y aplaudir, a la última de ese tiempo, de esas canciones, a la última gran interprete que mantiene esa manera tan hermosamente canalla de decir aquellas canciones, de aquellos poetas. Se llama Juliette Greco. Fue la novia de los existencialistas. Aunque no dejó de acostarse con Miles Davis. Es un mito. Viva, vivaz, descarada y sentimental, hizo un inolvidable concierto en “Le Chatelet”. Yo estuve allí. Me hubiera encantado que me acompañaran los jóvenes de la generación de poetas que nos enseñaron a querer a esas músicas, a esas musas. Unas canciones que se nos parecen.

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21 de febrero de 2007
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Verdades como puños

Cuando llegó a Japón, en 1945, Wilfred Burchett llevaba sólo una máquina de escribir, un librito de frases útiles en japonés y un revólver Colt. Por entonces, la versión oficial sobre Hiroshima era que la población había muerto en la explosión, como en cualquier explosión. El New York Times ratificó que no había radioactividad en las ruinas de la ciudad. Los corresponsales informaron al mundo que la bomba atómica era segura, limpia y carecía de efectos secundarios. El único detalle contradictorio era que ningún periodista había estado en Hiroshima. Wilfred Burchett, corresponsal del Daily Express, decidió que tenía que ir ahí.

Se apartó del contingente de periodistas y se embarcó en un tren de soldados desmovilizados que no tenían muy buena actitud hacia los occidentales. Durante las veinte horas de viaje, procuró no sonreír para que los soldados no pensasen que los estaba provocando. Tampoco mencionó a dónde iba. Con la ayuda de su librito de frases útiles, en cada estación preguntaba “¿Dónde estamos?” y esperaba que alguien le respondiese “en Hiroshima”.

Al llegar, Burchett no sólo descubrió una ciudad devastada, con los “esqueletos de los edificios destripados por el fuego”, sino que entró a un hospital a ver el estado de la población. Los médicos le explicaron que, desde la explosión, la gente se consumía y moría. Sin aviso, sangraban, perdían el pelo y les salían manchas azules en el cuerpo. El personal del hospital no sabía cómo tratar las nuevas enfermedades, y muchas enfermeras perecieron al contacto con los pacientes. Incluso personas que no estaban en Hiroshima al momento de la explosión fallecían súbitamente. Los hemólogos detectaron que la radiación en la atmósfera dañaba los glóbulos blancos. Pero no sabían cómo tratar esa enfermedad. La mayoría de ellos le dijeron a Burchett: “ya que ustedes nos han mandado la bomba, al menos envíennos científicos que puedan lidiar con sus efectos”.

A su regreso a Tokio, el corresponsal asistió a la conferencia de prensa de un científico militar norteamericano. Según él, las bombas habían sido calculadas para no producir “efectos residuales”. Burchett se puso en pie y le contó lo que había visto. El científico, que no había estado en Hiroshima, argumentó que los médicos japoneses no estaban capacitados para tratar una explosión normal. Burchett insistió, pero la última respuesta del militar fue acusarlo de estar “bajo los efectos de la propaganda japonesa”. De todos modos, se lo llevaron a hacer pruebas en un hospital. Padecía una insuficiencia de glóbulos blancos.

Burchett contó todo esto en una crónica que sacudió al mundo, y que ahora se puede encontrar en el libro ¡Basta de mentiras! compilado por John Pilger, junto a otros espeluznantes reportajes de investigación, como la crónica de Martha Gellhorn sobre el campo de concentración de Dachau o la reconstrucción de la matanza de My Lai que hizo famoso a Seymour Hersh. Todas estas historias tienen un denominador común: se tuvieron que realizar a espaldas del poder. Todas siguen una pista que la versión oficial niega de plano y muestran que los gobiernos ocultan el dolor humano bajo máscaras amables.

En un mundo superpoblado por asesores de imagen, las palabras a menudo esconden los hechos: “daños colaterales” sirve para no decir “muertos”. “Defensa preventiva” es “ataque”. “Ejecuciones extrajudiciales” es más cómodo que “asesinatos”. ¡Basta de mentiras! nos recuerda que la función del periodismo es desnudar los hechos de esas palabras. Y plantea una pregunta atroz: ¿Cuántas mentiras sobre la historia se habrán convertido en verdades de la historia sólo porque ningún periodista fue a verificarlas?

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21 de febrero de 2007
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II. GANADORES

            El gran big shot del capitalismo postmoderno, Donald Trump, se divierte en sus ratos de ocio como conductor del reality show El aprendiz, que está dedicado al culto implacable del ganador. El juego consiste en internarse en la selva de Manhattan, no sólo sin perecer, sino más que eso, habiendo dejado regados en el camino los cadáveres de los competidores. Miles de jóvenes aspirantes a empresarios de éxito de ambos sexos disputan llegar a ser parte del grupo de 18 finalistas, 9 hombres y 9 mujeres, de donde saldrá el ganador supremo después de enfrentarse a muerte unos con otros.

            Todo se vale. La sana competencia consiste en pelear con los dientes y las uñas, a mordiscos y arañazos, y si es necesario con el puñal en la mano, a cuchilladas. Sólo así se podrá ser aspirante a la llave de oro que abrirá las puertas de acceso al imperio de Donald Trump, donde el ganador pasará a ser uno de los acólitos privilegiados, manager, ejecutivo, de una de sus múltiples compañías.

            Trump es el  mejor maestro del arte de ser ganador que alguien pueda concebir, frente al que el último Tycoon de Scott Fitzgerald se queda pálido. (Tayacán, como decimos en Nicaragua, en la lengua teñida de anglicismos herencia de las ocupaciones militares). Nadie ha dicho que para dominar la ciencia de ganador se necesiten escrúpulos. Hubo un momento en que sus acreedores tuvieron a Trump contra la pared, la quiebra lo amenazaba, y gracias a sus artes se alzó desde sus cenizas, como el ave Fénix convertida en ave de presa de garras afiladas.

            Los perdedores, mejor no hubieran nacido.

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21 de febrero de 2007
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HACIA EL CINISMO

Puede llegar un momento, a altas alturas de la vida, en que los grandes principios no quepan. No en vano las declaraciones fundamentales conllevan proyectos solemnes y misiones gloriosas que reclaman espacios y tiempos a una escala imperial. Así, mientras en el albor de la vida el campo se presenta ancho y sin cotas, en la última etapa la existencia se muestra tan alícuota y mensurable como para impedir la ilusión siquiera de una rotunda declaración. No se trata exactamente de pequeñez o ruindad frente al altruismo o el honor. Ni tampoco de cortedad de miras (aunque también), sino de la irremisible ley del tiempo corto.

La ciencia, la fe, los valores morales, emiten sus preceptos y sus doradas promesas pero más allá de esta esfera grandilocuente, al final siempre prevalecerá la navaja del fin, la ley de la muerte próxima y la salvaje vida alícuota porque, cuando queda poco por vivir, el fragmento tiende a hacerse inhumano y su crueldad terrorista. No habrá nada capaz de contradecir la voluntad del agonizante ni del condenado a la horca. La autoridad de quien no cuenta sino con un resto efectivo de vida destruye cualquier constricción. Su enorme escala no procede de su posible afán de hacer sino de su inmenso poder para deshacer. Ningún viento será más fuerte que el último suspiro. Ningún accidente será comparable al accidente mortal. Ninguna ley, ninguna moral, ningún derecho será superior a lo más ínfimo en cuanto esa partícula coincide con el átomo de la verdad. El sí más adyacente al no del que salta la delincuencia del rayo o de la chispa: el éxito del cinismo.

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21 de febrero de 2007
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Cuatro historias por el precio de una

Ya lo dice el adagio: cuidado con lo que deseas.

Ayer por la tarde, sintiéndome ya agotado por el largo viaje, me debatía en busca de un tema para escribir en este blog. A última hora, todavía sin nada resuelto, debí cumplir con la cita que había pactado: me reuní con una amiga en el bar de mi hotel, para beber una copa. Estábamos a punto de despedirnos, ya, cuando ella se dio cuenta de que acababan de robarle. Salió a la calle sin pensarlo un segundo, y yo tras ella. Apenas pusimos el pie fuera, un hombre muy pequeñito vestido de jean y con acento latinoamericano nos dijo que el ladrón se había ido en esa dirección. Pero mi amiga sabía mejor, y me dijo que el ladrón se había ido precisamente en la dirección contraria. Así que eché a correr, sin saber bien qué buscaba: a esa altura ni siquiera sabía si le habían robado la billetera o el bolso entero. (Era el bolso.)

Así que en cuestión de segundos me encontré interrogando a un señor en plena calle, que muy amablemente -y con acento también latino- me decía no saber de qué estaba hablándole. Mientras tanto el otro hombre, el pequeñín, que nos había seguido, insistía con que el ladrón se había ido en la dirección contraria. Mi amiga gritaba: "¡Están compinchados!", con su simpático acento de norteamericana viviendo en Madrid. Y el hombre a quien yo frenaba pretextaba su inocencia, mientras yo pensaba que a diferencia del otro, éste no era nada pequeñito. Y que además tenía una cicatriz intimidante que le unía la sien con la comisura de la boca.

La policía apareció al instante. Y un segundo después se presentaron dos señoras, que acababan de encontrar el bolso calle arriba, tirado en plena calle; lo cual, por cierto, sugería la existencia de un tercer cómplice que lo abandonó cuando vio que todo se complicaba. (A esa altura el pequeñín se había hecho humo, y la policía se las entendió con el hombre de la cicatriz.)

Durante un instante pensé en la culpa que sentí mientras acusaba a un hombre de un delito sin estar del todo seguro, preguntándome si no estaba haciéndolo víctima de un prejuicio por el simple hecho de ser moreno y latino (como yo, dicho sea de paso); el de los prejuicios que padecemos los latinos en Europa no dejaba de ser un buen tema para el blog. Después, cuando quedó claro que el hombre de la cicatriz tenía algo que ver con aquello de lo que se lo acusaba (el bar del hotel tiene cámaras), me dio bronca que latinos como ése colaborasen a perpetuar el prejuicio que existe, y del que tantos políticos -y tanta gente en los medios- sacan rédito en este continente. (Lo cual tampoco estaba mal como tema para el blog.)

Cuando mi amiga confesó que había sufrido un accidente de taxi camino al bar, y me dijo además que el día del último atentado terrorista en el aeropuerto ella estaba dentro de la Terminal 4, esperando un vuelo, se me ocurrió que podía escribir sobre la mujer más afortunada del universo, dado que acababa de recuperar su bolso intacto. (Aunque el asunto da para un cuento, también: La Chica con Más Suerte del Mundo.) Al final me quedé un rato más con ella, hasta que llegase al bar otro amigo con quien se había citado allí.

Y así fue cómo conocí a Edgardo Cozarinsky.

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21 de febrero de 2007
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UN ESCÁNDALO

La salida del gobierno colombiano de la ministra de relaciones exteriores, María Consuelo Araújo, no pertenece a la crónica normal de la vida política de un país democrático. Es el síntoma de una crisis ineludible que toca a la legitimidad del presidente Álvaro Uribe. Las sospechas sobre sus relaciones con los paramilitares tomaron un giro brutal hace unos meses con el escándalo de lo que se llama en Colombia la “parapolítica”, es decir, la revelación de la existencia de un acuerdo político, para cooperar y compartir influencia, entre paramilitares vinculados con el narcotráfico y el secuestro, y miembros del congreso.

María Consuelo Araújo, que tiene un hermano senador en la cárcel y un padre investigado por la justicia, manchaba la imagen del presidente. Se le quitó por esta razón. Ella no hizo nada, pero su mera presencia recordaba a todos los otros países que después de Ernesto Samper, presidente electo con fondos del narcotráfico, hay otro presidente “manchado” con sus nexos muy especiales con los paramilitares. Como recuerda el Miami Herald hoy, “el padre y el hermano de la ex ministra son acusados de secuestro extorsivo agravado y asociación para delinquir en colaboración con narcotraficantes y paramilitares”. Nada más y nada menos. Precisión imprescindible: el padre y el hermano pertenecen al mundo político que apoya a Uribe. Este mundo, de una manera obvia, no puede seguir funcionando así. ¿Cómo se reúne una comisión del congreso cuyo presidente está en la cárcel por actos de guerra en contra de una población civil? Hay un artículo en el diario El Tiempo que cuenta el desconcierto total de las instituciones:

Colombia, lo sabemos por la novelas de Gabriel García Márquez, es un mundo continuo, sin fronteras entre la paz y la guerra. Con Uribe, tenemos una definición aun más precisa: no hay fronteras entre la paz y la guerra sucia. Quitar a María Consuelo Araújo es un gesto simbólico que no resuelve el escándalo. Como lo dice el New York Times citando a un senador encargado de vigilar el uso que se hace en Colombia de la enorme ayuda militar de Washington: quedan preguntas.

Lo peor de todo, me parece, fue la decisión de nombrar a Fernando Araújo Perdomo como nuevo canciller. Su historia es valiente y patética. Secuestrado seis años por la guerrilla de las Farc. Escapa por sí solo hace unos meses. Descubre que su esposa ya se fue a vivir con otro hombre. Tiene la cara de zorro en fuga. Es un hombre ileso por milagro. Uribe, toma la decisión de nombrarle para dar un golpe mediático. Lo presenta como un héroe "quien ha sufrido en su propio ser la tragedia nacional, en cuya superación estamos empeñados". Creo que es todo lo contrario. Con todo respeto para cualquier víctima, creo que se acredita así que Colombia, un país que no hace diferencia ninguna entre crimen y política, prisioneros de la guerrilla y seres libres. Sale un ministro, entra un rehén, y no hay diferencia tal como un senador que se dedica a asuntos de secuestros. No hay frontera entre la política y el hampa en un país que ha perdido la legitimidad de su poder político.

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20 de febrero de 2007
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Las vidas de otros (como nosotros)

Fui a ver Las vidas de los otros, ante todo, porque sentía nostalgia de la Berlín que acababa de dejar atrás. Los cines Princesa de Madrid me ofrecían el regalo de la versión original en alemán. Ansiaba ver algún paisaje humano de la ciudad de la que me había enamorado, pero no lo encontré. La vida de los otros resultó tan inclemente al respecto (todos sus paisajes eran mínimos, modestos, grises... ¿socialistas?), como el sistema que describe: la Alemania Oriental en que sólo se sobrevivía mediante el arribismo, la sumisión o la traición.

La vida de los otros cuenta dos historias paralelas, que se van aproximando hasta cortarse: la de un dramaturgo, Georg Dreyman (Sebastian Koch), cuya convicción socialista le permite aceptar ingenuamente las reglas del sistema y disfrutar de un éxito que considera justo, cuando tan sólo es conveniente para las autoridades del Partido; y la de un oficial de los servicios secretos, la tristemente célebre Stasi, que no teme ser cruel en defensa del statu quo: para Wiesler (Ulrich Mühe), esa crueldad es un precio justo a pagar para que las ruedas sigan girando.

La lujuria que un funcionario del Partido siente por la mujer del dramaturgo, que es además su actriz principal, motiva una investigación oficial: Dreyman debe caer porque estorba, es una pieza prescindible en un esquema de poder que no se sacia nunca. El oficial Wiesler debe instalar entonces micrófonos en toda la casa del dramaturgo, y vigilarle hasta dar con algo que permita acusarlo formalmente de deslealtad o conspiración. Pero todo lo que encuentra, durante su guardia de tiempo completo, es que el dramaturgo y la actriz se aman.

La suya es una relación condenada, en un orden de cosas que no permite la supervivencia de nada bello, natural o digno. Y ante esa flor surgida en plena mugre, el burócrata de Wiesler no puede menos que conmoverse. Por primera vez en su vida, rompe las reglas que construían la totalidad de su existencia hasta entonces: en lugar de acorralar al presunto traidor, se convierte en uno.

Cuando dije en Alemania que en mi país convivíamos con los asesinos de la dictadura, que van al cine en la misma función que yo y viajan en nuestros mismos trenes, una señora confesó que allí les ocurría lo mismo: que se cruzaba con desconocidos y se preguntaba si habrían trabajado para la Stasi o sido informantes en su momento, cuando Berlín todavía estaba partida en dos por un muro que hoy tan sólo sirve para sacarse fotos. La vida de los otros no es de esas películas que cambiará la historia del cine mundial (es pequeña, formal y siempre eficiente, casi como el oficial Wiesler), pero es un retrato adecuado de la gangrena que se come por dentro a las sociedades que sucumben al influjo del miedo.

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20 de febrero de 2007
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El Boomeran(g)
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