Sergio Ramírez
Gracias sean dadas a los lectores que han entrado en el tema de los ganadores y los perdedores, y me parece que la madeja da todavía para muchos agregados y reflexiones. Me encanta que Lorena haya traído a cuento la palabra gloria, que es el súmmum de la retórica en cuanto a las conquistas en la vida. Es lo que en la prosa decimonónica se llamaba laureles, o lauros, recordando las coronas que se colocaban en las sienes de los vencedores militares, coronas que luego pasaron a las sienes de los poetas, increíble distancia recorrida. ¡Clarines, laureles! Declama Rubén Darío desde las estrofas marciales de la Marcha Triunfal.
En cuanto a los literatos y poetas, esto de la gloria inmarcesible puede venir a ser patético. Cuentan que en tiempos en que en España coronar a los poetas con laureles de utilería era una epidemia, preguntaron al ya anciano don Gaspar Núñez de Arce si era cierto que se iba a dejar coronar, pues en Sevilla se preparaba ya la ceremonia preñada de discursos donde se consumaría su consagración láurea. “¡Pero si yo no me dejo, pero me coronan!” respondió don Gaspar, impotente y desconsolado, como si lo llevaran al matadero, pero a lo mejor, quién que es no sufre los embates de la vanidad, hasta secretamente deseoso de sentir en su cabeza provecta la caricia de las hojas de laurel fabricadas de cartón y forradas en papel maché dorado…