Vicente Verdú
Bien, de acuerdo, “la patria es el lenguaje”, pero más desesperadamente “la patria es la luz local”.
Todo mundo se plasma como un cuadro y su dolor o su belleza penetra, incluso sin figuras ni aderezos, por el impulso de su luz.
Un cuadro, todos los cuadros, se componen de incontables colores que juntos, mezclados y superpuestos, amasados y potenciados, dan al cabo un efecto de multitud.
Ese “efecto de multitud” opaca posee un foco, un corazón en dirección interior y un ojo orientado hacia fuera, alineados en un haz común que cala el conjunto en un dominante rojo, azul o naranja, croma donde se decide la especie de su aroma y de su luz.
Infinitas luces crean infinitas denominaciones principales.
Luces de distinción imperceptible para la instruida mirada orgánica son inconfundibles para la onda de luz con que se nace, para el aire espontáneo de la luz local. No se trata propiamente de una patria sino de un vapor o un suspiro tan frágil que no daña ni vindica, tan restaurador como un nido único donde la historia se pliega, se reduce y se depura hasta coincidir de nuevo con el soplo natal.
El lenguaje es anfractuoso y terminante como una patria geológica y pintoresca, un código pesado como los resortes de una bomba.
La luz local, en cambio, se comporta como un perfume sin olor, como una esencia sin bandera y se hace culminante, sólo a veces, como el indicio de la primera felicidad inscrita y cuya sustancia salpicará después, muy arbitrariamente, unos cuantos instantes de la vida. Instantes donde la memoria desaparece como fulgor de agua.