Javier Rioyo
Hoy día de Andalucía he estado en Gibraltar. Ese lugar del sur andaluz que desde hace más de trescientos años es un encalve británico. Una de esas rarezas geográficas, históricas y políticas que han dado mucho que hablar y mucho que escribir.
Recuerdo mi primera vez frente a esa roca, frente a esa ciudad en la que ondeaba la bandera británica, en el lado español de la verja y en compañía de otro montón de adolescentes que gritábamos cosas absurdas contra aquella “afrenta”, contra aquellos perversos británicos que habían robado un trozo de España y no querían devolverlo. El mayor del grupo, el manipulador de nuestras ignorancias nos propuso una meada grupal para demostrar nuestro desprecio. Hoy, Día de Andalucía, con la verja abierta, el aeropuerto comunicado con España, con pocos trámites fronterizos, cruzaban esa peculiar frontera centenares, miles de andaluces del otro lado para pasar el día festivo en ese lugar andaluz que tiene una reina con una película con un Oscar.
Cuando yo era adolescente, también mucho después, incluso algunos ahora, aseguraban que el español que no sentía el problema de Gibraltar como una herida patriótica no era buen español. Pues vale, no lo seré. No lo seremos muchos que no encontramos un problema, al menos no un problema que nos preocupe especialmente, más bien poco tirando a nada, en que Gibraltar sea lo que desean que sea sus habitantes. Que no nos hablen de viejos tratados. Ni de orgullos patrios.
Hace tiempo que me di cuenta de que no era un buen español. Al menos no lo era a la manera de aquellos gritones patrioteros. Ni siquiera a la manera de los de mejores modales. Después de aquellas vergonzantes escenas ante la reja, muy poco después llegaron a nuestras vidas “The Beatles”. Llegaron los otros, los Rolling. Y llegaron todas aquellas chicas con minifalda. Y también llegó aquella bandera que no parecía un icono pop. Uno más de algún lugar llamado “Carnaby Street”. Lo británico era algo mucho más cercano a nosotros que los himnos para recuperar Gibraltar. Todavía lo sigue siendo. Y eso a pesar de algunas fotos de las Azores, de algunos sombreros y de otras historias de esa excéntrica monarquía.