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Atenas sin esclavos

Decía en la anterior entrega que, pese a su evidente fracaso, lo que fermentaba tras el proyecto de la Revolución de Octubre era la exigencia, imposible de erradicar, de reconciliar a la humanidad consigo misma. Tal reconciliación no significa que los individuos de la especie humana alcancen una suerte de limbo. La reconciliación de la humanidad consigo misma significa que los humanos se reconocen unidos e interpares a la hora inevitable en que cada individuo ha de enfrentarse ante los problemas derivados meramente de su humanidad, la cual es incompatible con la armonización en un orden meramente natural.

Aun en los momentos de radical nihilismo perdura un rescoldo del proyecto de universalizar la polis, una polis griega sin esclavos ni bárbaros, un lugar en el cual el destino de todos y cada uno de los humanos sería contemplarse en el espejo de su singular animalidad, sentir que el conjunto de sus percepciones está mediatizado por la palabra, y que si bien la palabra desarraiga de la naturaleza ofrece sin embargo una suerte de refugio cuando es plenamente compartida.

Mas la polis es el lugar de la tragedia, de ahí que para escapar a la polis, el ser humano haya multiplicado las falsas querellas, los problemas sin sentido, y los odios construidos. La lucha de clases, sí, que no es sino algo inherente al concepto de clase, y que mientras duren las clases seguirá sirviendo para distraernos de lo esencial. El proyecto comunista, como proyecto de realización de la polis, no era sino el de acabar con la situación en la cual el trabajo embrutecedor y el ocio complementario de ese embrutecimiento impide a los ciudadanos un solo instante de veracidad, es decir: de lúcida exploración de su condición indisociablemente exultante y trágica. Veracidad de la propia vida a la que han apelado, a lo largo de la historia, artistas y poetas, pero asimismo, simplemente todos los hombres sensatos.

/upload/fotos/blogs_entradas/la_revolucion_rusa_med.jpgLa sociedad contemporánea tiene su urdimbre en guerras en las cuales a veces el patriotismo es falso, pero el odio es imprescindible, pues sin ese odio se abriría una rendija por la que podría penetrar la luz de un proyecto colectivo. De Bagdad a Haití la tierra está poblada de conflictos sin solución alguna. Pues bien, cabe decir que en el origen de esos conflictos no se halla la lucha de los seres humanos por alcanzar sus objetivos, sino el esfuerzo nihilista por evitar que el ser humano los delimite claramente. Sarcasmo, o al menos ironía, produciría hoy la frase "cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades". Y sin embargo, sólo en la comprensión de lo que esta frase significa puede uno pensar que el arte a todos concierne, que la ciencia no es cosa de élites, que los poetas y pintores que constituían la vanguardia de la Revolución de Octubre no estaban motivados por meros intereses narcisistas.

En la parodia de la polis griega que constituye la llamada "sociedad global", la lucha por la mera subsistencia sigue siendo un ingrediente (una vez más esa imagen de África sometida a la rapiña no ya de los recursos naturales, sino de la cultura, los modos de vida y hasta las lenguas de poblaciones enteras). Mas Aristóteles nos indicaba ya que las cosas que gravemente afectan al ser humano aparecen cuando está resuelto no sólo lo relativo a la subsistencia, sino también lo relativo al ornato de la vida. Aristóteles indicaba ya que si en Egipto la matemática había podido tomar vuelo, era porque había allí un grupo privilegiado de seres en apariencia libres, a saber los sacerdotes, y digo en apariencia porque la libertad es global o es una contradicción en sí misma.

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4 de enero de 2008
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El lado oscuro (3)

Sea como sea, labrarse un pasado desgarrado cuesta lo suyo. Por eso a algunos literatos la impaciencia por vivir deprisa les ha consumido muy jóvenes. En cambio otros han tomado un atajo. ¿Para qué esperar? ¿Para qué gastar energía y sufrimiento en volverme completamente toxicómano, desperdiciar días y días en la cárcel y luego tener que rehabilitarme cuando puedo estar ya escribiendo esa mandanga en una novela autobiográfica que va a vender un millón de ejemplares?, pareció pensar el novelista estadounidense James Frey, cuya auténtica realidad resulta ser mucho más cómoda. Aunque el caso más bonito ha sido el de J.T. Leroy que nos novela su cruda y rentable historia en varias entregas: chapero a los doce años, toxicómano más tarde, seropositivo después. Todo inventado. ¿Alguien da más? Pues sí, Leroy en realidad es una mujer.

Por supuesto la indignación ha sido general, pero la culpa la tienen los lectores que le piden a la ficción un certificado de realidad imposible de ofrecer al cien por cien.

Publicado en El País (Babelia) el 22-12-2007

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4 de enero de 2008
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Un parche para el alma

Matar a un ruiseñor es una novela maravillosa. Había visto la película de Robert Mulligan varias veces (con Gregory Peck como un inolvidable Atticus Finch y un jovencísimo Robert Duvall haciendo de Boo Radley), pero nunca había leído el original de Harper Lee. (A quien por lo demás no le fue nada mal con la novelita: la cubierta de mi edición dice ‘Ganadora del premio Pulitzer, más de 30 millones vendidos'. ¡Treinta millones de libros! Cifras hoy impensables para un libro de calidad.)

La historia es la misma: el relato en primera persona de una niña apodada Scout, que vive en un pueblo del sur de los Estados Unidos en 1935. Matar a un ruiseñor es a la vez una historia de iniciación, un cuento de fantasmas -Maycomb tiene su propio espectro, el mentado Boo Radley- y un retrato de la vida pueblerina en la América segregada. A la vez es vehículo de uno de los mejores personajes de la literatura americana, quizás el más admirable (Ajab es inconmensurable pero dista de ser un ejemplo): Atticus Finch, padre de Scout y de su hermano mayor Jem, un viudo que cría a sus hijos con la ayuda de una mujer afroamericana llamada Calpurnia. Finch es abogado y trabaja todo el día. Imposibilitado de vigilar a sus hijos de manera constante, y por ende de controlarlos en las minucias de la cotidianeidad, se concentra por ello en lo verdaderamente importante: el alma de sus hijos. Si Harper Lee -que le dedica la novela a un ‘Mr. Lee' en quien no cuesta nada imaginar a su propio padre- hubiese tenido la intuición de adelantársele a Savater, podría haber titulado la novela Etica para Jem y Scout sin equivocarse ni un poco. ¿Quién no sueña con ser un padre como Atticus Finch?

Pero por supuesto, tratándose de una Gran Novela Americana no puede faltar un crimen. Una joven blanca acusa a un negro, Tom Robinson, de haberla violado. La defensa que Atticus Finch hace de Tom Robinson es heroica, precisamente porque está perdida de antemano a pesar de que no existe una sola prueba, ni médica ni jurídica, de la veracidad del presunto crimen. Robinson es encontrado culpable por el simple hecho de que en aquellos tiempos y en aquel lugar, un negro no tenía esperanza alguna de ser exonerado por un jurado de blancos. El único crimen que ocurre en Matar al ruiseñor lo perpetra el sistema. A pesar de lo cual el transcurso del juicio se convierte en parte clave de la educación de Scout y de Jem. El centro de la ética de Atticus (¿Etticus?) Finch está expresado en el título de la novela. En la figura de esa ave, que no es predadora ni devasta las cosechas sino que tan sólo canta para deleite de todos, Atticus cifra su prueba de la inutilidad de la violencia. Matar a un inocente es indudablemente un crimen. Y para Atticus todos los seres humanos son buenos en su esencia, o en todo caso son como son por una causa que amerita comprensión y tolerancia.

La novela me hizo llorar dos veces, a pesar de que me sé su historia de memoria. La primera cuando Atticus trata de explicarle a Scout por qué protegerán a Boo Radley con una mentira. Scout entiende al vuelo y le dice: ‘Sería como dispararle a un ruiseñor, ¿no es verdad?' El salto silogístico que Scout hace le demuestra a Atticus que ha logrado enseñarle a la niña lo esencial: Boo Radley es para muchos el monstruo del pueblo pero para Scout es un inocente, un ser humano con las mismas dignidades que los demás. Pocas páginas más adelante, Scout le refiere a su padre la historia de un libro infantil en que una persona a quien se creía malvada revela al fin su decencia esencial. ‘Atticus, era realmente agradable', le dice a su padre. A lo que Atticus responde: ‘La mayor parte de la gente lo es, Scout, cuando uno logra verla al fin tal como es de verdad'.

Ah, ¿por qué será que la literatura de hoy no produce más maravillas como Matar a un ruiseñor? ¿Será porque nos tragamos el argumento que nos vendió el sistema por propia conveniencia, eligiendo creer que el otro es un enemigo del que cuidarse en lugar de un hermano potencial, un sostén, un amigo?

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4 de enero de 2008
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IV. La ciudad desaparecida

Mientras nos acercábamos desde Masaya por la carretera, que al dejar atrás las vecindades del volcán Santiago toma una recta en suave descenso hacia el valle de Gottel, en perpendicular al cono del volcán Momotombo, las columnas de humo de los incendios se veían ascender lentamente en el cielo limpio del amanecer. A contramano, caravanas de camiones y camionetas de acarreo transportaban heridos con rumbo a los hospitales de Masaya y de Granada, y comenzaba el éxodo en toda clase de vehículos arracimados de muebles, colchones, y trastos de cualquier especie, mientras otros se alejaban en motocicletas, bicicletas, y aún carretones de caballos.

El paisaje tenía es inocencia inmóvil que sucede a las tragedias, la naturaleza imperturbable que no se da por enterada. Una pasmosa indiferencia que no repara para nada en el dolor y en la muerte.

Cuando entramos a Managua, en los cruces de las esquinas, con los semáforos apagados, no había ningún caos. Los conductores, todos en alguna labor de auxilio o rescate, a pesar de su prisa esperaban pacientemente que se cumpliera el tiempo que los hubiera dado la luz roja, y hasta entonces arrancaban. Era como presenciar un milagro de orden y prudencia en un país siempre anárquico en todo. 

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4 de enero de 2008
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Amor propio, dolor propio

Retrato de Robert Louis Stevenson, fotografía tomada por Samuel Lloyd OsbourneRafael Argullol: El acto de escribir es una gran escenografía, aunque sea muy íntima y aparentemente solitaria, en la que entran en juego la representación de muchos roles y personajes distintos.

Delfín Agudelo: ¿Es acaso la escritura un acto de vanidad, debido a su completo encerramiento por parte del escritor—nada existe fuera de él?

R.A.: Es un acto de vanidad, es un acto de desespero, es un acto de supervivencia, es un acto de trascendencia implícita, es un acto de amor propio. Y es un acto de masoquismo, de dolor propio. Es un acto que implica muchas actitudes psicológicas al mismo tiempo, incluso extremas: uno escribe porque siente en un momento determinado un desamparo respecto al mundo y a la vida, uno escribe porque no es capaz de enfrentarse a la vida, o incluso por un superávit de vida, que es como me gusta más la escritura. Si tuviera que hacer una clasificación de escritores —que no haré de una manera canónica—, tomaría esta frontera imposible de averiguar: qué literatura parte del superávit de vida y cuál del déficit de vida. En los dos casos encontraríamos ejemplos muy valiosos. Típico ejemplo extraordinario de literatura que parte del déficit de vida es por ejemplo Borges; otro ejemplo extraordinario es Nietzsche, dos extraordinarios escritores desde este punto de vista. Sin embargo, Joseph Conrad o Stevenson parecen escribir desde el superávit de vida. ¿Implica alguno de los dos mayor vanidad o desesperación? No lo sé porque los fuegos pueden estar cruzados: es muy probable que Borges, que fue un hombre infeliz, y Nietzsche que también fue un hombre infeliz, encontrara grandes momentos de felicidad en el acto de escribir. Y Sófocles, que se declaraba un hombre feliz y que toda la sociedad ateniense de su época lo tenía por feliz, era profundamente infeliz por tener que escribir sobre la falta de identidad de Edipo. Sí es un acto de vanidad pero también puede ser un acto más dignificado: puede ser un acto de amor propio.
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4 de enero de 2008
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La fe y la veleidad

/upload/fotos/blogs_entradas/jvenes1_med.jpgLos jóvenes actuales aguantan peor la dependencia familiar y se emancipan en cuanto pueden, sin esperar como en el pretérito el cumplimiento de los solemnes ritos de paso. Pero también el aumento del individualismo, la independencia personal y el deseo más vivo de inventar su propia vida conducen a que una nueva generación, ahora entre los 12 y los 20 años, tienda a preferir más los trabajos autónomos que los empleos a sueldo.

La decisión de la autonomía gana en riesgo pero también en aventura, pierde en protección pero gana en creatividad.

Una sociedad estática paraliza el nacimiento de nuevas idea pero otra inestable, móvil, cambiante y flexible, las necesita para pervivir y progresar. En este ambiente van anidando y formándose cada vez en mayor proporción cohorte de futuros empresarios, inventores, creativos que desarrollarán trabajos inéditos, inventados por ellos mismos o brotando en los entresijos de una sociedad que se compartimenta y ramifica.

De este nuevo estadio inmediato emergerá a la vez una cosecha renovada de valores y de relaciones, de clases de familia, de amor y de pugna. Para darse una idea rotunda de esta transformación bastaría tener en cuenta, por ejemplo, la reacción furibunda y atemorizada que interpreta la jerarquía eclesiástica, sus gigantescas manifestaciones en Madrid contra el laicismo, su escándalo ante las novedades, su bruta resistencia a las innovaciones que por su calado y su calidad no controlan puesto que, en su proyección, no definen no sólo una moda o una adversa circunstancia, sino una poderosa transformación de la fe fundamental. De la fe en sí mismo, de la fe en el futuro, de la fe en la falta de fe dentro de una socialización de la peripecia y la veleidad.

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4 de enero de 2008
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El sueño

Cada mañana, el paso del sueño a la vigilia reproduce el paso desde la misma profundidad de una anestesia a la experiencia de la vida brillante y superficial. Ascendemos así desde la hondura en lo más oscuro a la planicie de una piel extendida rociada de olores y tactos, de luces y sensibilidad en continuo trance de perfección y calidad.

La oscuridad nos sume en los primeros y remotos tiempos de la vida mientras la luz es semejante a la emergencia de una civilización. En la ofuscación primordial no llegamos a discernir y  ese torpor nos conecta con los filamentos primitivos de la vida cuando todavía su escaso desarrollo y falta de especialización situaba al cerebro en una estación preinteligente. En el sueño de cada día nos prestigiamos con las pesadillas pero sin ellas el sueño conecta con el fondo mismo de la esfera mental donde todavía las células se apilan en un montón sin apenas tarea o función.

El ser humano parte cada día desde el sueño profundo, el sueño eterno, a este sueño circunstancial de la cotidianidad donde el patrimonio de conocimiento debe disponerse pronto para ser eficiente y con ello protegernos de la radiante escena a la que vamos a acceder.

La confusión en la total oscuridad del sueño nos hacía presentir la espesura del caos del que partimos, nuestro cerebro abotargado y preso del que dependemos y desde el cual millones de simientes reconducidas, dominadas, instruidas nos permiten creernos en trance de superar la limitación del animal, aunque también, sin embargo, nos procura la enseñanza de sentirnos como seres engastados en él y, en el sueño nocturno, casi acomodados a él como en el lecho original del que partimos y dormimos.

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3 de enero de 2008
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Ya te he dicho un millón de veces que no exageres

La imagen que encabeza estas palabras corresponde al perfil de Morrissey. Escucho un par de álbumes de Morrissey desde temprano, en la crencia más bien supersticiosa de que algo harán en contra del clima que me tiene temiéndome friolento terminal. Es un frío mediocre, además. Nadie que haya vivido bajo esas cotidianas heladas que hacen doler intensamente las orejas respeta estos inviernos de pacotilla, donde bastan dos noches apenas bajo cero para que a los chilangos nos dé por consultar en Google los síntomas de la pulmonía fulminante.

     Somos dramáticos, y con el frío peor. Hace un rato me preguntaba si estaría en condiciones de pasar del primer renglón en medio de esta catástrofe light que no alcanza siquiera para hacerme compadecer como Dios manda. A veces me pregunto si no la mala fama de los mexicanos provendrá de esa vocación dramática que hace de la exageración un mero requisito estilístico, mejor emparentado con el sabor que con la exactitud de lo referido. "Tú me vuelves a hablar de ese modo y te mueres", dice cualquier chilango a cualquier hora, sin ánimo homicida alguno, con la sola intención de medirle el agua a los camotes y enseñarle al profano de qué lado masca la iguana. No marcamos la raya porque busquemos pleito, sino como el principio de una negociación para evitarlo. Que no diga que no se lo dijimos.

     Trouble loves me, canta Morrissey por millonésima vez. Uno encuentra romántica la idea de mirarse incapaz de escapar al asedio de los problemas. Decir "así son ellos, qué puedo hacer yo". Jugar a que se vive en un mundo metafórico donde cada problema tiene cuerpo, alma y voluntad, y al final escudarse en esa misma superstición cretina para explicar su percepción exagerada, aunque no exactamente incómoda. "Salí malo, ya qué le voy a hacer", me explicó alguna vez un inquilino del Reclusorio Sur de la Ciudad de México. Lo mismo le había dicho a su padre, el primer y último día que lo visitó en una de las tantas cárceles que había ido habitando inevitablemente. A él también los problemas lo amaban, y así llevaba media vida encerrado.

     "A la próxima sí te rompo el hocico", he dicho y escuchado millones de veces, y hasta donde recuerdo me lo rompieron sólo una vez, a los catorce, y yo rompí otro a los diecisiete. Literalmente, en ambas ocasiones, con la sangre brotando de los labios en flor. El resto han sido puras promesas incumplidas. Y es que uno sólo anuncia que le va a reventar el hocico a un impertinente para ya no tener que reventárselo. Por no hablar de las veces que ofrecemos romperle la madre a equis fulano. Una encomienda más bien abstracta, cuya mención airada suele cumplir estrictas funciones cosméticas. Se siente uno hasta guapo cuando anuncia a los cuatro vientos su intención de romperle la madre a ese güey. Y en este punto los locales convenimos (aun si nuestros aspavientos rompemadres indican teatralmente lo contrario) en que ya no es preciso ir más allá. Con la intención, bastard.

     A las noches muy frías las acompaña además un silencio unánime. Hace al menos cuatro horas que mis dos gigantes de los Pirineos, acostumbrados a pasar la noche patrullando el jardín y ladrando con exageración chilanga, no se mueven del lado derecho de la cama. Tal vez ellos también se engañen creyendo que la música de Morrissey arde como una torre de leños, o de menos protege contra el silencio helado de allá afuera.

     Vi a Morrissey hace una tercia de años, en el Zenith de París. Llovía, hacía frío y viajábamos en una scooter rentada, temiendo a cada nuevo derrapón reventarnos la madre en el pavimento helado. Esa vez, Morrisey también funcionó. Y es más, yo diría que funcionó un millón de veces mejor. Por eso digo que hoy nos morimos de frío.

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3 de enero de 2008
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Comenzar otro año

Nunca escribí diarios. No me gusto como para tener que dejar esos rastros. Tampoco quiero acordarme en el futuro de qué era lo que me pasaba por la mentira de la escritura tal hora, de tal día del año aquél. Creo que lo más parecido a un diario son estos textos que casi mantienen su diaria cita por el empeño -amable y educado de Basilio Baltasar- y también porque hay quien me escribe, me comenta o me contradice. Por ahí me sale la curiosidad, la complicidad, la afinidad o la disidencia con quienes no hubiera coincidido de otra manera. Me gusta encontrar esos nombres ya familiares. Extraño a algunos desaparecidos entre los trabajos y los días. Y me alegra la llegada de algunos nuevos. Algunos días fallo a la cita, pocos, y casi siempre es por razones de excesos viajeros o de inesperados encuentros y desencuentros con el tiempo que nos queda.

Comencé el año en un hermoso y melancólico paisaje. Con mucho de festivo y bastante de recogido. Entre unos viejos viñedos y unos antiguos monasterios. Y comencé a leer la tercera parte de los diarios de uno de los grandes nombres de la cultura occidental, Ernst Jünger. Tan controvertido, tan querido, odiado, desconocido, malquerido y tergiversado.

/upload/fotos/blogs_entradas/pasados_los_setenta1_med.bmpVolví a sus diarios -me gusta mucho leer diarios, aunque nada escribirlos- porque la muerte de su amigo Gracg me lo hizo recordar. Acaban de aparecer en Tusquets, son los recuerdos de un vigoroso viajero, lector y escritor que se acerca a los ochenta años. Sus recuerdos de la década de los ochenta del siglo XX.

Me gustan muchas cosas de su vitalidad intelectual. De sus curiosidades y de sus sueños. Está bien soñar. Mejor aún nos gustaría ser soñados.

"Sueños, activos y pasivos: yo sueño, he tenido un sueño. Un grado más alto: soy soñado", escribió bien despierto Ernst Jünger.

Que en este año, bisiesto, os sueñen de vez en cuando.

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3 de enero de 2008
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Atenas mutilada

En la anterior reflexión aludía a una sociedad en la que fuera imposible de disociar la dignidad individual y de dignidad social y evocaba al respecto la sociedad ateniense. Obviamente en Grecia todo esto era abstracto. El proyecto de una humanidad realizada políticamente entraba en contradicción con las condiciones sociales en las que debería realizarse ese proyecto. Y sin embargo, la idea es luminosa. Cabe decir que ha acompañado todas las tentativas de emancipación de la condición humana que se han dado en la historia de lo que llamamos Occidente. Sin ella no habría "Ilustración", ni Revolución Francesa. Y sin ella desde luego, nunca hubiera surgido algo tan cargado de promesa como lo que fue en su día la Revolución de Octubre.

/upload/fotos/blogs_entradas/vladimir_lenin_lder_de_la_revolucin_bolchevique_de_octubre_med.jpgLa Revolución de Octubre, ciertamente, quebró, quedó mutilada en su objetivo. Paradójicamente, cabría aplicarle la crítica marxista de que no pensó el proyecto en sus condiciones de posibilidad. De alguna manera, el discurso del "¿qué hacer?" de Lenin refleja una modalidad de eso que Marx llamaba "forma abstracta del hombre alienado". La Revolución de Octubre es hoy prácticamente una figura del pasado. Hasta sus críticos se compadecen de ella. Ni siquiera es cierto que sean sinceros a la hora de denunciar el estalinismo: mera retórica, pues el orden social imperante a d'autres chats à fouetter, tiene asuntos más apremiantes de que preocuparse. Y no obstante, aquello que fermentaba tras el proyecto era ni más ni menos que la idea de reconciliar a la humanidad consigo misma. Abordaré este asunto en la próxima reflexión. 

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3 de enero de 2008
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El Boomeran(g)
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