Vicente Verdú
"La metafísica popular -decía Bertrand Rusell- divide el mundo conocido en mente y materia, y en alma y cuerpo al ser humano".
La medicina, además de la filosofía, se ha planteado con frecuencia la verdad o la farsa de esta división. Pensar al cuerpo guiado por una mente y pensar el mundo, en general, como una combinación de lo físico y lo espiritual, ha explicado dentro y fuera de las religiones el argumento general de la existencia y la consecuente aventura personal de los seres humanos. Pero, en rigor, ¿hay una mente separada del cuerpo, flotando como un aura superior? ¿Hay, en fin, una mente diferente del cerebro o será acaso sólo el cerebro y sus circunloquios quien hace de mente?
En la consulta, manifestamos al médico en qué apreciamos nuestro malestar: angustia, decaimiento, dolor, mareos. Todos estos elementos constituyen nuestras aportaciones subjetivas, alteraciones que creemos percibir. A continuación, sin embargo, en la exploración, el médico busca los signos objetivos: la fiebre, la dispepsia, la tensión arterial.
A la primera tanda de datos se la llama anamnesis y, a la segunda, semiotecnia. De la primera es posible dudar, de la segunda es necesario creer. Técnicamente.
Lo subjetivo tiene mala prensa para la ciencia y, sin embargo, si el desarreglo comprobado fuera una inducción mental, ¿cómo no concederle la misma objetividad a la mente?
El problema encierra tanto interés como una formidable dificultad de esclarecimiento y, especialmente, porque con la tradicional división entre mente y cuerpo, objetivo y subjetivo, la operatividad diaria gana mucho confort. Así, la lesión orgánica será objetiva y el mal funcionamiento del órgano procedería de algún accidente mental. Pero ¿cómo ajustar, finalmente, una realidad y otra para obtener la curación?
El benéfico lema de tratar al paciente como una totalidad no es suficiente. Lo decisivo sería hallar la matriz última de las desorganizaciones, la causa primordial a la manera de una molécula madre de la enfermedad o el dolor.
Según cuenta el doctor Luis M. Iruela, un prestigioso psiquiatra del Hospital Puerta de Hierro de Madrid en la revista Jano, el deseo de hallar esa clave en el ser humano recuerda el proceso que en los estudios sobre la luz llevaron desde una concepción dual en el siglo XVII -cuando se hablaba de ella como un cuerpo (órgano) o como un movimiento (función)- a la síntesis de Louis V. De Broglie en 1924 describiéndola como onda y partícula a la vez. Una misma sustancia luminosa, sólo una y exclusiva sustancia, tendría manifestaciones fenoménicas distintas pero íntima e inseparablemente asociadas. De la misma manera, tan íntimamente juntos se presentarían el cuerpo que compondrían una única solución vital, un solo caldo de vida que nos enardece, nos desvanece, nos enloquece o nos mata.