Basilio Baltasar
Que los procesos electorales en España y USA coincidan en el tiempo nos permitirá apreciar semejanzas no siempre tranquilizadoras.
Los que atizan con recelo la mercadotecnia de los publicistas americanos tienen a tratar con indulgencia a los candidatos españoles, como si su fervor doctrinal fuera una garantía de pureza política.
Lo habitual hasta ahora ha sido creer que entre nosotros predomina el énfasis ideológico y que ellos son más propicios a cultivar el alarde sentimental.
La lágrima de Hillary Clinton en el estado de New Hampshire confirma el alcance que la astucia teatral adquiere en una sociedad caracterizada por la credulidad. Su sollozo alteró los resultados previstos y se alzó con la victoria.
La ingenuidad como rasgo nacional típicamente americano es perfectamente compatible con cualquier vicio pero caracteriza los actos institucionales de una sociedad dispuesta a entregar su confianza a los que se suben al podio a reclamarla.
La estafa sentimental, sin embargo, es más ofensiva que la estafa ideológica, pues remueve en su beneficio ámbitos que deberían quedar fuera del litigio público. No cumplir el programa electoral prometido a los votantes no es tan grave como conducirlos por la senda del engaño a creer en el candidato.
El contrato que promete medidas incumplidas ofende menos. El contrato que reclama confianza ciega defrauda más.
El primero se dirige a la razón deficiente. El segundo, al corazón confundido.
Es precisamente en esta dicotomía en donde encontramos claramente destacada la novedad que el candidato Zapatero incorpora al panorama electoral español. El empeño con que pone de relieve la naturaleza épica de su YO es una sorpresa a la que debemos prestar atención.