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Con perdón de Belmondo

No es difícil, para un espectador convulso, alimentar cierta debilidad narcisista por los héroes románticos. Piensa uno que en el fondo se les asemeja, apostaría de pronto a que en su sitio haría lo mismo que ellos, pero no porque quiera o lo decida sino por esa senda vertiginosa que le sugiere imperativamente desafiar toda obvia conveniencia, presa del fatalismo redentor que apenas un canalla o un imbécil se atrevería a eludir. Eso es lo que uno cree, con firmeza fanática y ánimo combativo. Por eso cuando asiste a la historia lo hace con más enjundia que curiosidad, resuelto a sucumbir junto a sus héroes antes que conceder lugar al conformismo vergonzoso de procurar refugio en las certezas vanas, que por lo general son casi todas.

     A los ojos de un héroe romántico nunca parece demasiado tarde, aunque casi. Por eso tiene prisa, pero también paciencia sin medida. Irá hasta donde tenga que ir por la oportunidad de tirar los dados y jugárselo todo en un solo tiro. "Todo o nada", declara, desde ya despreciando a la medianía puesto que nada en ella le impresiona. Y uno acá en la butaca no hace sino asentir con devoción equivalente y nunca menos sed de pasión. Se desea la luna, o en su defecto se acepta la ruina. No con otra intención hemos desembarcado en un destino incierto y acto seguido incendiado las naves.

     No escribo de memoria, ni busco teorizar, aunque aprovecho la oportunidad para echarle una trompetilla a Jean-Luc Godard, cuyo canonizado A bout de souffle me sigue pareciendo abominable desde que vi por primera vez Breathless. Dispárenme, si quieren, pero hasta ahora sigo sin querer nada con aquel Belmondo que agoniza insultando a su postrera amante traicionera. Vi tres veces aquella historia pretenciosa y très cool, al principio buscándole los famosos encantos y ya después sólo por ubicar el origen remoto de mi favorita, donde el protagonista es un ladrón de coches que irrumpe con la ayuda de una ganzúa en el departamento de la heroína, transportando una flor entre los dientes, listo para apostar su resto a ojos cerrados.

 

     Conozco la aversión que a numerosos contemporáneos les inspira la penúltima década del siglo pasado, y a lo mejor por eso se las restriego aquí. Me hace ilusión que algunos me condenen, y si es posible que se escandalicen. Linda palabra: escándalo. Supongo al fin que preferir, por leguas de ventaja irremontable, a un producto ochentero californiano sobre un ícono sacro de la Nouvelle Vague, me ganará un lugar seguro en el infierno, que como bien sabemos está repleto de héroes románticos.

     Jesse Lujack, se llama el héroe de la segunda versión de Sin aliento, aunque la policía también lo conoce como Jack Burns. Si el afán fuese disecar la película, podría pasarme párrafos incontables recorriéndola de escena en escena, luego de haberla visto algo así como veinte veces, cuando menos, con los pies hasta el fondo de las botas de Lujack y los ojos en la estudiante de arquitectura que lo sigue en mitad de una fuga romántica al extremo de lo tóxico. De Philip Glass a Chrissie Hynde, y asimismo de Elvis a Jerry Lee Lewis, el héroe de la historia (un Richard Gere sin canas que para bien de todos aún no ha conocido a Julia Roberts) jamás se cansa de doblar la apuesta. Ahora mismo, de noche, con la lluvia selvática estallando allá afuera y el Amazonas rugiendo a unas cuantas decenas de metros, alzo un vaso repleto de cachaça emocional por aquellos que un día se hayan visto en el espejo de Jesse Lujack, seguramente el único héroe romántico capaz de arrodillarse ante el Silver Surfer y hacerle ciertos ascos al mismo William Faulkner, por el pecado de elegir a la pena sobre la nada.

 

     "It's all-or-nothing with me!", sentencia Lujack y alguien adentro de uno aplaude a rabiar. Vamos, Jesse, se dice sin decirse porque de tiempo atrás lo sabe y lo respalda, no te quiebres ahora, que los dados ya ruedan sobre el tapete; que la vida se apuesta de todas maneras y las naves quedaron hechas ceniza; que los héroes románticos desdeñan el peligro y no existe confort que los detenga. "Va mi resto, señoras y señores", le dice uno al espejo retrovisor y acelera dispuesto a morar en el cielo o morir en la raya.

     Antes la nada entera que un todo en pedacitos.

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13 de febrero de 2008
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Hospitales (3)

Pero a las cuatro horas de habitación, ya nos hemos curado de tonterías. Porque para los acompañantes más incómodo que el olor es la silla, y con suerte el sillón, donde tendremos que pasar la noche. Lo que no es para tanto porque si llegamos a coger el sueño, con el cuello torcido y los pies hinchados, será como viajar en turista. En cualquier caso, el sueño no será muy largo porque las enfermeras con sus continuas entradas y salidas nos recuerdan que esto no es un hotel. Sin embargo, no nos prohíben estar aquí mortificándonos, lo que en el fondo sería un alivio porque nos descargarían de la responsabilidad de tener que estar aquí todo el tiempo, descansaríamos más y podríamos hacer frente a la situación en mejores condiciones.

Es curioso porque la habitación, sobre todo si es de la Seguridad Social (lo digo porque es compartida), acaba abduciéndonos. Llegamos a conocer la vida del de la cama de al lado con pelos y señales, a sentirnos sus cómplices, a llamar al timbre si se le agota el suero. Llegamos a conocer a su marido o mujer, a sus hijos o padres y a saber quién se preocupa más por el enfermo, y cuando le trasladan o le dan el alta, casi le echamos de menos. Al fin y al cabo, una habitación de hospital es parecida a una novela o una película: el protagonista está en la cama y el resto de los personajes de su historia van y vienen formando un cuadro borroso de su vida hasta para él mismo. A veces incluso se convierte en el camarote de los hermanos Marx y tiene que llegar un sanitario a poner orden.

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13 de febrero de 2008
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La salud

La salud es la base de la creación, de la acción y del carácter. O, al menos, del carácter aplicado.

Una gran mayoría de nuestras conductas y comportamientos, nuestras palabras y nuestros enjuiciamientos, correlacionan circunstancialmente con nuestro grado de bienestar personal y dentro de él, con el bienestar orgánico que termina convertido en un fundamental "punto de vista".

Las personas cambiamos de parecer sobre paisajes, personajes y viajes, en buena medida según nuestro estado físico y es una obviedad que el avinagrado se conduce agriamente a partir de sus secreciones internas como también para ser solícito es preciso que la energía interior circule suficientemente bien.

Cualquier visita, paseo, película o programa de la tele es diferente a través de un receptor fatigado o no. El programa es el dato fijo y el sujeto la variable. De este modo, todo empeño en mejorar la salud se relaciona directamente con perfeccionar las oportunidades de felicidad. De la salud personal deriva la salubridad óptica del mundo y su contemplación positiva sigue esta misma dirección.

Los amables aspectos de una visión aumentan y las figuras rehundidas aparecen como susceptibles de volver a flotar y lucir. No hay optimista sin buena salud como no hay pesimista más tenaz que el del achaque crónico. El cuerpo nos significa y nos indica, el cuerpo nos lleva y nos introduce en la intelección y acaba siendo en la encrucijada el juez ecuánime o no, el animal bondadoso o la fiera de cuya desazón deriva el desgarro de sí o del otro. La funesta negación de las ocasiones propicias, la denegación de oportunidades, el rencor casi constante se proyecta sobre el análisis de la coyuntura y de la propia estructura. Toda perspectiva pictórica depende así no sólo del ángulo escogido sino de la misma luz del ojo que dirime. Tanto el ángulo torcido como la claridad adolorida condicionan el espíritu y la vida del cuadro. Con mala salud se puede crear pero no hay creación enferma que en primer lugar, como debe ser, premie con gozo a su demiurgo.  

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13 de febrero de 2008
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Digresión: no hay héroe melancólico

Todo ser humano proyecta sobre una u otra persona una plenitud mirífica de tal manera que esa imagen se convierte en una suerte de garantía de la riqueza propia. Mas este ideal puede jugar un papel muy diferente en función de múltiples variables, la mayoría sometidas a la pura suerte, de las que depende que una persona se configure como alguien que afirma la vida o más bien como alguien que, por nihilismo, la repudia. Pues bien:

Paradigma del segundo tipo es una cierta versión del "héroe" romántico que podríamos concretizar en el personaje de Werther. Este en efecto no muere por causa alguna cuya realización exija el sacrificio de la propia vida. Por la muerte de Werther nada se fertiliza ni engrandece. Nadie la esperaba como sacrificio generador de riqueza o libertad, nadie la toma como inevitable momento de duelo liberador. Tal muerte genera en todo caso resentida -y oculta- satisfacción en el celoso marido de Charlotte. Todos los demás experimentarán un sentimiento de pura desolación por una vida estérilmente segada.

"Esclavo, es quien prefiere la vida a la libertad" reza una sentencia hegeliana ya universalizada o universalizable Y como la condición de esclavo es incompatible con la cabalmente humana, puede decirse que entre los rasgos del hombre consta el de no querer vivir a cualquier precio, y desde luego no al precio de la genuflexión.

Pero una cosa es no querer vivir a cualquier precio y otra muy diferente es querer morir literalmente por nada, querer morir por nihilista sentimiento de que cosa alguna, salvo el evocado ideal que el melancólico vive como intrínsicamente perdido, merece la pena de ser considerado y eventualmente de luchar por ello. Puesto que hacía alusión a un protagonista literario convertido en operístico, evocaré un segundo personaje de este mismo género:

/upload/fotos/blogs_entradas/tosca_med.jpgEl papel de Mario Cavaradosi, en la ópera de Puccini Tosca, se inicia con un aria brillante en la que se refleja su esplendida fortuna, pues en el vigor de la juventud, a la vez se recrea como artista y es apasionadamente amado por la diva Tosca. De tal sobreabundancia surge casi naturalmente su compromiso militante en contra de Scarpia quien, ajeno al arte y despreciado por Tosca, sirve rastreramente a un régimen tiránico, complaciéndose en el abuso y tortura de los débiles. El compromiso hace caer a Cavaradosi en manos de Scarpia y, por su fidelidad a la palabra compartida, es brutalmente torturado y finalmente (por complejos derroteros) fusilado.

En una hipotética continuación de la trama, es de suponer que la muerte de Cavaradosi se traduce para el pueblo de Roma en ineludible exigencia de abandonar la actitud genuflexa y acabar con la tiranía. Pues bien: esta fertilidad de la muerte de Cavaradosi se halla en las antípodas de la muerte melancólica, la muerte como resultado de que el alma propia se apaga y en consecuencia el entorno queda para uno, privado de luz.

Afortunados aquellos que en plena sobreabundancia y precisamente por sentimiento de la misma, precipitan eventualmente su confrontación con la muerte, sabiendo que de todas maneras ésta es algo inevitable. En ellos se realiza plenamente el ideal griego de la andreia, es decir, de esa hombría atribuible tanto a hombres como a mujeres sin la cual no cabe hablar de auténtica asunción de nuestra singular naturaleza.

Corolario de lo que precede es que la actitud heroica en nada esta reñida con la plena inserción en aquello que constituye la urdimbre de la vida de los hombres. El héroe está sin duda atravesado por cierta pulsión a traspasar los límites, una pulsión de infinitud. Mas al decir de Hegel "en el amor del hombre por la naturaleza, por su familia, por su patria hay como una inmanencia de lo infinito en lo finito". Una manera de proclamar que lo que se juega en este triple registro tiene importancia enorme y en consecuencia, el triunfo o el fracaso (quizás la suerte o su ausencia) en estos ámbitos, determinan que el espíritu esté o no en condiciones de relativizar el peso de la vida... por sobreabundancia. El héroe, en suma, nunca repudia el mundo, sino que por el contrario lo hace suyo plenamente, y sólo por tal reconciliación es capaz de distanciarse del mismo y de su propio ser. De ahí la imposibilidad de un héroe melancólico.

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13 de febrero de 2008
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III. Cisnes y elefantes

Las elecciones en Estados Unidos ya se sabe que son un asunto mundial, y lo queramos o no, nos ocupamos de ellas porque sentimos que nos concierne a todos, igual que sus gobernantes piensan que a ellos les concierne todo el mundo, al que quisieran a su imagen y semejanza.

Asunto de más o menos. Mientras los bautistas se han extendido por todo el planeta, los mormones solo tienen una presencia exigua, de modo que un presidente mormón hubiera sido una verdadera novedad, si es que Romney no tira la toalla después de los resultados del "super martes", que le fueron negativos.

/upload/fotos/blogs_entradas/joseph_smith_med.jpgEl de los mormones es el único credo que no llegó a los Estados Unidos desde Europa con los inmigrantes, sino que tuvo su origen en el año de 1830, en su propio territorio. Su fundador, Joseph Smith, anunció que había recibido del ángel Moroni el Libro Mormón  escrito en lengua egipcia sobre planchas de oro, una suerte de nuevo testamento en el que se establece que Jesús volvió a nacer en el continente americano, al que sus habitantes originarios habían llegado desde Israel por mar, apenas seiscientos años antes del nacimiento de Cristo. Establecieron una civilización floreciente, luego desaparecida, pues sabían fundir el acero para fabricar espadas y ruedas, y criaban caballos, vacas, corderos, y cabras, y no sólo aves de corral, sino también cisnes, y por si no bastara, elefantes.

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13 de febrero de 2008
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Prólogo a la edición italiana del «Diccionario de las artes»

Más de diez años han pasado desde que, en un orden azaroso y según variaban mis lecturas, redacté estas notas con el propósito de averiguar qué pensaba yo sobre las artes actuales o sobre el estado de cosas del Arte. Dentro de unas pocas páginas verá el lector la diferencia entre "las artes" (la vieja tradición de los oficios, la "técnica") y "el Arte" (la categoría trascendental de la estética idealista), por lo que me permito no extenderme aquí sobre la cuestión. El caso es que repasando ahora el viejo texto con el fin de darlo a la reedición, constato que nada ha cambiado en ese ámbito y que si debiera subrayar algún elemento éste sería justamente el de un acelerado desaparecer, un esfumarse, una silenciosa extinción del Arte y una explosión o metástasis de las artes. Como ya suponía entonces, el final de las prácticas artísticas rigurosas no ha tenido lugar como un acontecimiento, un suceso, un "acto", sino como un vacío. Llegará un día, pensaba, en que a nadie le importará lo más mínimo ese asunto llamado "Arte" y el silencio se encargará de destruir todos los contenidos de esa noción. Así ha sido, o por lo menos así está siendo.

La edición italiana de Diccionario de las artes será publicada en otoño.



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13 de febrero de 2008
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Los libros que me hicieron así 2: Hamlet

Nunca frecuenté el teatro: lo mío fueron siempre las novelas, las historietas, la TV, el cine, la música. Y sin embargo Hamlet me fascinó siempre. Todavía estaba en edad escolar cuando hice una adaptación (la recorté para darle dimensiones humanas), pensando en representarla en mi casa con amigos, para un público compuesto por nuestros padres. Imagino que por aquel entonces lo que me llamaba la atención era el prestigio y la profundidad insondable del to be or not to be. La obra de William Shakespeare era la cima del cánon occidental y yo quería ser culto desde chiquito, aun cuando no fuese más que un crío de clase media lleno de pretensiones -que es lo que sigo siendo, a fin de cuentas.

Ya era adolescente cuando vi en la Lugones una versión para TV protagonizada por Derek Jacobi que me encantó. Revisando los extras del DVD del Hamlet de Kenneth Branagh -la única adaptación al cine que incluye el texto completo, bordeando las cuatro horas y media de duración-, descubrí que Branagh se había enamorado de Hamlet viendo la misma, vieja versión. Hoy no me atrevería a verla otra vez por miedo a la decepción. Desde entonces, todos los Hamlet que presencié me decepcionaron. Aquel con Alfredo Alcón en el Teatro San Martín, el de Laurence Olivier, el de Mel Gibson (la ‘locura' del personaje se parece demasiado a la del Riggs de Lethal Weapon), la versión contemporánea de Ethan Hawke y esta enciclopédica de Branagh: ninguna me satisface del todo, algunas me resultan hasta abominables. Lo más cerca que estuve de ver un Hamlet que me conmoviese fue durante la entrevista que James Lipton le hizo por TV a Ben Kingsley. En medio de una respuesta, Kingsley se puso a decir el parlamento en que Hamlet da recomendaciones a los actores. Lo hizo tal como yo me imagino que debe hacerse: no como quien recita un texto reverenciado, sino como quien lo va creando a medida que habla -así como hablan ustedes, así como hablo yo. Siempre lamentaré no haber tenido la oportunidad de ver la interpretación de Kevin Kline y de Daniel Day Lewis -que, según cuenta la leyenda, abandonó el escenario al ver el fantasma de su propio padre, el poeta Cecil Beaton Lewis, y ya no volvió a pisarlo.

¿Quién es Hamlet? La encarnación de las potencias más sublimes a que puede aspirar un ser humano. (Este es un problema serio para los actores que lo interpretan: nada más difícil de actuar que la inteligencia verdadera y el genio creador.) Otra vez: ¿quién es Hamlet? Un gigante con pies de barro, al que todos sus dones no logran salvar de la tentación de la violencia. Pudiendo haber sido un hombre nuevo -la clase de salto cualitativo que la especie todavía no ha logrado dar, desde entonces-, terminó siendo otro hombre viejo: a la manera de su padre, el primer, brutal Hamlet, se convirtió en un guerrero más. Cuando en el acto final Fortimbrás ordena que pongan su cadáver sobre el escenario "como un soldado", y que la música militar y los ritos de guerra hablen por él, lo que está decretando es su derrota más profunda. Hamlet pudo ser más que soldado, que rey: pudo ser artista -y sacrificó su vocación en aras de la venganza.

Las ficciones que más nos moldean son aquellas que nunca dejan de interpelarnos. Como tantos otros, a sabiendas o no, yo he tratado de ser Hamlet en su gloria y también de no sucumbir donde sucumbió; supongo que seguiré intentándolo mientras viva. El resto es silencio.  

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13 de febrero de 2008
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2020: ¿Sobrevivirá la OTAN?

Un conocido de Noruega me indica que en su Ministerio de Defensa han llevado a cabo un estudio geopolítico sobre el mundo en 2020, que prevé que la OTAN se puede encontrar en serias dificultades existenciales para entonces. ¿Por qué? Pues en términos simples porque lo que dominará entonces serán tres polos: Estados Unidos, La Unión Europea y China (a la que, si se añade India da como resultado el concepto de Chindia, ampliamente difundido). Es muy posible que los europeos tengan un tipo de relación con China muy distinto que el que tendrá EE UU que ve en Pekín la posible emergencia de un polo rival. EE UU podría para entonces tener una visión confrontacional, o cuando menos rival, de China, mientras que la Unión Europea, no implicada en la carrera por el poder duro, podría tener unas relaciones mucho más constructivas con el gigante asiático. ¿Donde quedarían entonces las relaciones transatlánticas sobre las que se basa la hoy Alianza de 26 que pronto se va a ampliar a otros tres países? Es posible que estás distintas visiones sobre China acaben socavando las bases de la OTAN.

Los chinos tienen un pensamiento geopolítico sofisticado. Así, si han presionado, aparentemente con éxito, a Corea del Norte para que renuncie a su programa de armamento nuclear no es sólo porque no desea tener un vecino con armas atómicas. Sino también porque si Pyongyang lo lograra, otros países, como Japón o Corea del Norte, se verían obligados a seguir esta carrera lo que mermaría el poder chino.

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13 de febrero de 2008
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Simpatía por el asesino

No era exactamente simpatía pero no conseguí experimentar ese noble odio, desprecio y deseo de justicia que uno tenía cuando aparecía "el malo de la película". Y aquí el malo, es de lo peor. No tiene la cara de Jack Palance- que siempre fue mi malo épico, el mejor del Oeste -sino la cara de Javier Bardem.

/upload/fotos/blogs_entradas/javier_bardem_med.jpgEn la película de los Coen, No es país para viejos, Bardem interpreta a un psicópata, silencioso, desagradable, cruel y otros muchos adornos que tiene ese personaje pensado para ser odiado. Y no llegué a tener ese noble sentimiento. También me pasó con la novela de McCarthy. Es decir, no es simpatía por el español Bardem, por el primer actor español que ganará un Oscar, es extrañeza de sentimientos ante la representación del mal.

La película es tan buena como la novela. Desnuda, cruel y desolada como el paisaje de esos desiertos fronterizos de Estados Unidos. Vidas rotas, perdidas como las de aquellos soldados que volvieron de la guerra de Vietnam. Como las de esos que vuelven de esa otra guerra tan cercana y tan incomprensible como aquella, la de Irak. También con extraordinaria película y con un actor capaz de hacer verdad todo lo que interpreta, Tommy Lee Jones, el mismo que persigue sin esperanzas al malo de Bardem en No es país para viejos.

¿Quién gana al final? No desvelaré nada, aunque he tenido tentaciones.

Para entender algunas cosas del mal, la crueldad y el miedo, reflexionar con una frase de Paul Valéry que usó en otra de sus novelas el gran Cormac McCarthy:

"Vuestras ideas son terribles y vuestros corazones medrosos. Vuestra piedad, vuestra crueldad son absurdas, desprovistas de calma, por no decir irresistibles. Y al final os da miedo la sangre, cada vez más. La sangre y el tiempo"

Admitía la crueldad, el asesinato, la maldad exterminadora y me tapaba los ojos para no ver la sangre. Creo que necesito una terapia.

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12 de febrero de 2008
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Crónica espiritual de una nación

El cronista perfecto de la campaña electoral española debería renunciar a contar lo que sucede y limitarse a dar cuenta de lo que le sucede.

Esto es, describir los estados de ánimo que cada nueva noticia le impone con estruendo.

Cuando el cronista contempla la entrevista que Iñaki Gabilondo le hace a Mariano Rajoy en Cuatro, debe compartir el estupor del presentador ante las insólitas respuestas de Mariano Rajoy.

Será inolvidable la mueca de asombro que puso el periodista Gabilondo: se ve que hace lo posible por creer en su interlocutor pero a duras penas llega a vencer la tentación de llevarse las manos a la cabeza y decir: ¡pero, hombre de dios! ¿a dónde va usted con eso?

Poco después, la plana mayor del Partido Popular hace suyas las maniobras incendiarias de la extrema derecha europea, las arrastra hacia España y se pone al frente de la ignorancia popular española.

Rajoy da forma política al miedo, modula el resquemor, organiza los prejuicios y agita la cabeza del nuevo enemigo.  Para el candidato Rajoy no hay duda: el latente rechazo al emigrante galvanizará las confusas propuestas de su Partido. No le importa que su oportunismo populista inyecte virulencia a la hostilidad racista, desinhiba la agresividad clasista. Qué más le da. Lo que Rajoy quiere es la Presidencia del Gobierno.

Si los fenómenos residuales de xenofobia adquieren gracias a su decisiva intervención el rango de alarma social, si los elementos violentos de la sociedad se organizan gracias a su guiño amoral, si el desdén de los ciudadanos por los extranjeros se confunde con los motivos de la pesadumbre social (agobios económicos, incertidumbre laboral, cansancio vital en barrios maltratados por el diseño urbano), el candidato Rajoy verá de este modo confirmado el acierto que sus asesores tuvieron al recomendarle que perdiera la vergüenza.

 

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12 de febrero de 2008
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