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Escrito por

Jorge Eduardo Benavides

Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964), estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garcilaso de la Vega, en Lima. Trabajó como periodista radiofónico en la capital y en 1987 fue finalista en la bienal de relatos COPE (Lima); un año más tarde ganó el Premio de Cuentos José María Arguedas de la Federación Peruana de Escritores. En 1991 se trasladó a Tenerife, donde puso en marcha talleres literarios para diversas instituciones. Ha sido finalista del concurso de cuentos NH Hoteles del año 2000. Desde 2002 vive en Madrid donde continúa impartiendo sus talleres literarios. Su más reciente novela es La paz de los vencidos, galardonada con el XII Premio Novela Corta "Julio Ramón Ribeyro". Cursos presenciales en MadridJorge Eduardo Benavides imparte cursos presenciales en Madrid y ofrece un servicio de lectura y asesoría literaria y editorial. Más información en www.jorgeeduardobenavides.com http://www.cfnovelistas.com/ 

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¡Hasta pronto!

 

Hace ya casi tres años que inicié un curso en este escenario virtual, curso de apuntes más bien, para quienes estaban interesados en aprender algo del oficio de escritor, trabajo al que me he dedicado «en el mundo analógico» por muchos años y que Basilio Baltasar, director de esta página, me ofreció generosamente continuar aquí. Era mi primera experiencia on line y aunque acepté con cierto recelo, la experiencia resultó muy gratificante pues recibimos muchos textos de gente entusiasta que acometía su trabajo literario con talento y con empeño. Algunos de esos cuentos son realmente estupendos y muchos de quienes los escribieron han seguido haciéndolo y confirmando una solvente calidad como escritores de los que seguramente en algún momento oiremos hablar. Otros compartieron con nosotros la ilusión de algún premio recibido. De más está decir que con algunos de los participantes del taller se forjó una estupenda amistad que ha crecido con el paso del tiempo. Y esas clases se convertirán en un libro que saldrá probablemente antes de fin de año.

Pero aquel taller on line demandaba cada vez más trabajo y, so riesgo de flaquear en los objetivos que nos impusimos al principio, decidimos cerrar el «aula» y convertir este espacio en blog comme il faut. Aquí han quedado algunos impresiones de lecturas, de viajes, de situaciones políticas, de reflexiones sobre el hecho de escribir y de muchos otros temas que abordé no como artículos periodísticos, pues creo que esa no es la esencia del blog ¾como su propio nombre indica¾ sino como apuntes a vuela pluma, más bien notas al pie de alguna eventual reflexión posterior sobre el tema tocado cada semana. Pero ahora creo que va siendo el momento de dejarlo: un blog, incluso tratándose de uno tan liviano, requiere tiempo y dedicación, y ahora mismo afronto nuevos proyectos personales como el Centro de Formación de Novelistas, varios viajes para dictar cursos y conferencias que me llevarán de un extremo a otro del mundo, y sobre todo la preparación de una novela en la que he de invertir mucho tiempo y mucho esfuerzo y para la que requiero toda la concentración y toda la ilusión posible. De manera que, después de pensarlo mucho y posponerlo lo suficiente, doy por cerrado este espacio no sin amenazar con un eventual regreso más adelante. A todos los lectores esporádicos y a todos los amigos que se han acercado por aquí para dejar sus comentarios, su complicidad, sus palabras de aliento, su camaradería, sus cuentos y sus reflexiones: muchas gracias por este tiempo compartido y hasta pronto.

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28 de abril de 2010
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El niño malo en Madrid

Acabo de terminar de leer la novela «El niño malo cuenta hasta cien y se retira», (editorial Escalera) de Juan Carlos Chirinos. La he leído un poco a trancas y barrancas, pues la presento el viernes en Madrid. Yo ya había leído de Chirinos --Chirinator, como se le conoce al escritor venezolano por sus ágiles y rotundas embestidas dialécticas-- una novela aún inédita, «El Bosque», que me pareció no sólo buena, sino fundamentalmente original, llena de una frescura que no obstante no impide que esté contaminada de turbiedad y sombras y que genera esa expectación fascinada y al mismo tiempo llena de horror que crean ciertos cuentos infantiles en la imaginación de los niños. Pues bien, «El niño malo...» me ha producido exactamente lo mismo, esa mezcla de desasosiego, risa --mucho tiempo atrás que no soltaba una carcajada en plena lectura-- y afecto que Chirinos sabe mezclar tan bien.

Un caraqueño viaja (¿cae en?) a un pueblo, a una comarca más bien, perennemente nevada. Estrella su trineo contra una granja donde vive una chica con su abuela. Estas trasuntas algo estrambóticas de Hedi y su abuelo Pedro enfrentarán al urbanita protagonista con un mundo que tiene mucho de nostálgico y al mismo tiempo de atávico, donde se manejará mal, particularmente como pastor, y ello desembocará en el turbulento final que cierra la novela con ese hechizo que genera el narrador durante tantas páginas previas. No se equivoquen: la novela no es exactamente realista ni es exactamente una fábula, pues se mueve en ese límite inquietante, como ocurre con las pesadillas o los sueños más nítidos, que separan un término del otro. Está llena de ternura (la relación con la joven pastora) y al mismo tiempo llena de un horror tan conspicuo (la relación con la joven pastora) que produce en el lector una tensión sólo aceptable por la calidad de la prosa, de temple cervantino, como por la originalidad de su enfoque.

Decía al principio de este post que leí la novela a trancas y barrancas, y no es del todo cierto: la empecé a leer con premura, la noche anterior a viajar a Antequera, y la continué leyendo en el tren fascinado, metido de lleno en su historia, impaciente porque viajaba con un amigo escritor que, ajeno a mi obnubilación lectora, conversaba conmigo. La terminé al día siguiente, también en el tren, de regreso a Madrid, y tuve la sensación de haber hecho al mismo tiempo otro viaje, más profundo, más lleno de sombras y recovecos, por donde me llevó la novela. Pero no se trata de una novela agridulce, nada de eso, porque está llena de un humor inteligente y por lo tanto no deja malestar alguno. Como verán, divago sin poder definirla --como el sabor de un kiwi-- y sólo sé que el viernes me veré en aprietos para explicarla al público. Poco precio para los momentos tan estupendos que he pasado leyéndola. 

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20 de abril de 2010
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Bibliotecas

 

Desde hace mucho tiempo atrás procuro escribir en las bibliotecas. Normalmente en la Nacional de Madrid, que es la ciudad donde vivo desde hace años, pero también en las de aquellas donde paso una temporada de al menos una semana. Al principio lo hacía porque era una forma de establecer una rutina de trabajo algo más rigurosa de la que tengo en casa, donde hay tantas distracciones: el teléfono, la libertad de concedernos treguas, encender un cigarrillo, poner una lavadora, mirar por la ventana...pero después descubrí que ese rigor de ir a un lugar a trabajar, abandonando así la supuesta libertad del trabajo autónomo,  se compensaba con el tiempo muy distinto, más luminoso y fértil, que encuentro en una biblioteca. En la Nacional, por ejemplo, no hay muchas distracciones, o si se quiere, están  bastante compartimentadas, pues la cafetería queda tres pisos más abajo y fumar un cigarrillo implica tal cantidad de movimientos burocráticos para salir a la calle un momento que no vale la pena, al menos para los que como yo, no echamos tanto en falta fumar. Las horas cunden y hasta el más remolón termina concentrándose en su labor, en los libros a consultar, en las páginas de esa nueva novela por donde siempre se avanza a ciegas.

También me gusta mucho la pequeña y austera biblioteca del Olivar, en Lima, donde son más laxos y la gente puede llevar una coca cola y hasta un panecillo para consultar la prensa u ojear un libro. Tiene  amplios ventanales que  se abren a una lagunilla artificial, rodeada de bancas y olivos centenarios, estremecidos por la garúa, punteados por el canto monótono de las cuculíes. Es un lugar de funcionarios amables que no ponen pegas --de esas inverosímiles a las que son tan aficionados los funcionarios peruanos-- ni te contestan mal ni nada de eso. Al contrario, siempre están dispuestos a resolverle a uno cualquier cuestión, desde un enchufe que no llevamos los despistados junto con el ordenador, hasta el dato de ese libro que queremos consultar. Rodeada de jardines impecables, casonas antiguas y coquetas, viejos olivos que dan cuenta del paso del tiempo, me ofrece además la posibilidad de salir y estirar las piernas y reconciliarme una y otra vez con Lima.

La Biblioteca Pública de Nueva York (la famosa, la de la Quinta con la 42) al principio marea y amedrenta, con sus estampa cinematográfica y sus leones que parecen siempre estar posando majestuosos para una cámara. Tan grande, tan llena de pasillos y de mármoles, de salas rumorosas donde atienden bibliotecarias de gafas que parecen salidas de una película de los años cincuenta. Su sala de lectura principal, con mesas amplias de castaño y lamparitas doradas, individuales, le dan ese aire entre laborioso y sedante que tanto busca uno en las bibliotecas. La primera vez que fui --estaba terminando una novela, cogía el tren todas las mañanas desde Long Island-- me constó concentrarme, vencido por mi interés fetichista. Supongo que para un aficionado al fútbol sería como entrenar todos los días en el Santiago Bernabeu o en el Camp Nou... Pero además, es una biblioteca con tal cantidad de actividades que amerita un viaje exclusivamente para conocerla y disfrutarla. Es una pequeña ciudadela, cuyos muros están levantados con libros y más libros.

Finalmente, la Biblioteca Municipal de Ginebra, tan pequeñita y pulcra, es una de las que más quiero, como  a esa amable ciudad calvinista llena de sudamericanos... Está en medio del casco antiguo, entre callejuelas sinuosas y empinadas, colmadas del bullicio laboral y diligente que es tan propio de allí. No necesitas carnet, pero sí conocer bien las mejores horas para encontrar un lugar donde sentar plaza, de preferencia frente a los ventanales que miran hacia la Rue Confederation. Mejor por la mañana que por la tarde, incluso los días lluviosos le dan ese aliento particular a la escritura reconcentrada que exige su sala impoluta y pacífica. Quizá porque cada biblioteca tiene su propia personalidad y eso se nota también en lo que uno escribe, en la mejor disposición que ofrecen unas para investigar, otras para o leer, y otras más para corregir o escribir o simplemente tomar notas. Fantásticos lugares. 

 

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13 de abril de 2010
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Sobre los modos de contar la realidad

La semana pasada escribía aquí  acerca de la más reciente novela de Muñoz Molina, novela que se añade a la ingente cantidad de ficción escrita a propósito de la Guerra Civil española y que parece así pervivir obstinada en nuestra memoria: para bien y para mal. Como la siniestra noche dictatorial que vivió la Argentina y que aún sigue habitando en las pesadillas de muchos, oscura como un mal presagio, mantenida viva también por maravillosas y al mismo tiempo sombrías ficciones que se han escrito acerca de ella. Una de las más conmovedoras para mí, por la delicada manera de eludir el horror en bruto y precisamente por ello hacerlo más terrible, ha sido escrita por un vecino de Blog, Marcelo Figueras. Se hizo una película de ella y se llama Kamchatka. Altamente recomendable. Y las muchas ficciones acerca de la dictadura chilena, desde las que la muestran a rostro descubierto y sin escatimar su plena dosis de horror, hasta las que la mantienen como una línea de horizonte para el argumento de una historia aparentemente más liviana o acaso más personal, como Almuerzo de Vampiros, de Carlos Franz, otra novela de gran valía.

Y algo similar viene ocurriendo en el Perú, que ha generado en los últimos años una gran cantidad de literatura ¾buena, pasable y a veces simplemente mala¾ sobre lo que sucedió allí durante los terribles años del terrorismo y la dictadura de Fujimori. Es un fenómeno curioso porque habitualmente las dictaduras y el terrorismo suelen ser fuerzas que casi nunca actúan al mismo tiempo: naturalmente, una dictadura jamás consciente que el terrorismo campee a sus anchas: ella misma ejerce de tal, desde la usurpación del Estado. Por eso, cuando ocurre, como fue el caso del Perú a finales de años ochenta y principios de los noventa -que la dictadura de Fujimori tuviera que luchar contra el terrorismo de Abimael Guzmán- se genera en el país una noción distorsionada de lo que está bien y lo que está mal. Cuando Fujimori paseaba entre los cadáveres de los terroristas del MRTA que habían secuestrado durante meses a gente que se encontraba en la embajada de Japón en Lima, muchos festejaron aquella imagen llena de salvajismo como el triunfo del bien sobre el mal. Y parecíamos no darnos cuenta de que en la batalla que libra una dictadura contra el terrorismo no hay ningún ganador, pero sí un perdedor: la civilidad y la democracia.

Algo similar parece haberse trasladado a mucha de la literatura que se ha escrito en el Perú sobre aquellos años de terrorismo y gobierno despótico. Parece pues que los peruanos aún no somos capaces de leer simplemente literatura de "la guerra" (ya todo un género...) sin tomar partido, sin criticar al escritor, a la mayor o menos complacencia con la que escribe, a su grado de participación ideológica, a su postura frente a aquella época sombría. Y parece que todo el espectro termina por contaminarse y el debate se libra fuera del terreno literario. No es bueno, pero parece que tampoco resulte evitable, al menos del todo y durante algún tiempo. Quizá en esos casos ocurre que son los otros, los de fuera, los que pueden leernos mejor, menos premunidos contra lo real que alimenta aquellas historias.   

 

 

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6 de abril de 2010
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La noche de los tiempos

Recientemente terminé de tomar unas notas sobre La Noche de los Tiempos, la más reciente novela de Antonio Muñoz Molina, porque en muchos sentidos me hizo pensar en mi (otro) país, asolado durante una década por el terrorismo de Sendero Luminoso: todo tan reciente y al mismo tiempo tan lejano para un país con una población demasiado joven que nos condena a no tener memoria, a portarnos como esos desdichados casos psiquiátricos de quienes olvidan casi de inmediato sus experiencias más recientes y parecen despertar una y otra en un presente primordial y sin culpas ni alertas... bueno, a lo que iba:

La Noche de los Tiempos es una novela de plena madurez en la que el autor no hace ninguna concesión al lector, pues son casi mil páginas densas, que nos mantienen en estado de alerta, que nos obligan a leer con cuidado y esmero, con la misma atención que pone el narrador omnisciente y que de vez en cuando se descubre intencionalmente como un trasunto del propio Muñoz Molina, que reflexiona y se empeña en mirar el pasado con dolorosa lucidez. Podría pensarse que se trata de una novela más acerca de la guerra civil española, y creo que no es así. Como toda novela exigente, sus primeros tramos son escarpados y requieren de nuestros cinco sentidos para ver con nitidez al arquitecto Ignacio Abel sufriendo las penurias del viaje que lo llevará  a Estados Unidos, vejado, mimetizado entre los más pobres e infelices de cuantos escapaban de la España pre bélica, recordando y retrotrayéndonos  al Madrid de pocos meses antes de la guerra, cuando vivía una relación intensa -no parece caber aquí el término «aventura»¾ con Judith Biely, joven norteamericana que, como mucha gente de su generación, se encuentra en Europa haciendo su viaje iniciático cultural. Y en medio de la obnubilación del amor, el arquitecto de origen humilde, bien situado, casado y con dos hijos, con carnet de UGT y de ideas más bien modernas, se ve atrapado -como tantos- en medio de una guerra que muy pronto deja de tener sentido, justificación, un resto de ese heroísmo que ingenuamente creemos debe poseer una acción bélica, la justificada y dolorosa sangre que se derrama para lograr un mundo mejor. No hay nada de eso, como no hay buenos ni malos: sólo abyección, cobardía, un festín de vísceras y el odio larvado para al menos tres generaciones más, como bien sabemos. En ese sentido, La Noche... es además una novela valiente o si se quiere, incómoda. Porque no es victimista ni edulcora la realidad. Porque nos dice lo que todos decimos una y otra vez pero no conocemos de verdad: en una guerra nunca hay ganadores, sólo vencidos.  Y a veces la literatura describe más crudamente la realidad que la propia historia, a tal punto que «preferimos» creerle a la ficción.  Cuidado.

 

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30 de marzo de 2010
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El espacio del escritor

Una de las preguntas más frecuentes cuando se trata de entrevistar escritores e indagar en su método de trabajo tiene que ver con su espacio, el lugar donde escribe, la guarida de la creación, la leonera, al decir de algunos. Y todo parece indicar que,a menudo, este espacio pertenece más bien a la elusiva categoría de lo romántico, de una cierta idealización de la realidad. A veces leo las respuestas de escritores que indican con todo lujo de detalles dicho lugar, el primor con que lo han ido llenando de objetos prácticos --lápices, plumas y más recientemente dispositivos electrónicos de toda índole-- tanto como de fotografías, objetos decorativos, infinidad de libros como un horizonte inabarcable de lecturas y rumas de papeles que en las fotos adquieren esa cualidad misteriosa que exacerba la imaginación del observador. Algunos escritores suelen añadir que no pueden trabajar o les resulta difícil hacerlo fuera de aquel despacho, de aquella habitación convertida en su centro de trabajo y que añoran cuando se encuentran lejos, pues la inspiración les abandona o simplemente la incomodidad de hallarse alejados de su lugar habitual les inmoviliza para crear. Y debe ser cierto, pero también lo es que muchos aspirantes a escritores suelen estar más pendientes de encontrar ese lugar y de crear una cierta atmósfera que de el hecho de escribir en sí. Algunos encuentran ese lugar fuera de casa, de preferencia en cafés antiguos, donde creo advertir un cierto punto de exhibicionismo: basta con entrar al madrileño Café Comercial para encontrarse en ocasiones un disciplinado y reconcentrado ejército de escritores frente a sus portátiles, absortos en sus novelas o en sus poemas. Unos cuantos perseveran con las libretas y los bolígrafos. Porque para algunos, escribir entraña también una cierta estética.

Lo cuenta Julio Ramón Ribeyro, creo que en sus «Prosas apátridas»: dice que cuando era muy joven se sentaba frente a una máquina de escribir, y con un vaso de agua como si fuera de vino, mordisqueaba una pipa de su padre y soñaba con escribir. Repetía los gestos que su imaginación adolescente le había procurado para alentar una imagen más bien vicaria de lo que él consideraba que era ser escritor. Su conclusión, al menos así la recuerdo, es que treinta años después está sentado frente a una máquina de escribir, con un vaso de vino y un eterno cigarrillo humeando en un cenicero cercano, pero despojado totalmente de su carácter romántico. Porque crear un espacio para escribir es magnífico... si lo conseguimos. Pero buscar tiempo para escribir donde podamos y cuando podamos es mejor. O más realista.

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23 de marzo de 2010
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Presos políticos

 

Mientras nuestros representantes políticos balbucean sin decidirse a condenar de manera enérgica y efectiva al régimen de Castro -ya saben, aunque sea el otro Castro, siempre será el mismo, hermanados no tanto por la sangre como por la infamia- algunas plataformas ciudadanas empiezan a buscar que el mundo no siga mirando a Cuba con esa mezcla de incómoda perplejidad con que siempre la ha mirado. La isla caribeña es una herida abierta en la conciencia de todos y la indiferencia que la sociedad civil ha mostrado es el alimento de regímenes como el de los Castros. Ya sabemos que nuestros dirigentes políticos no moverán un dedo más que para rascarse incómodos la nariz y mirar a otro lado o sonreír gaseosamente como Lula Da Silva mientras uno de los Castros, a su vera, explicaba sin rubor ante las cámaras que Orlando Zapata era un delincuente común, tesis que suscribe con entusiasmo el actor Guillermo Toledo  para quien, al parecer, la activista saharaui Aminatu Haidar -a la que acompañó en su lucha- vale más que Zapata. Ya sabemos: los buenos son los que corresponden a mi perfil ideológico.

No es Toledo el único por supuesto, y aquí mismo, en España, hay innumerables intelectuales -vamos a llamarles así- que defienden a capa y espada un régimen cuyos despropósitos, atropellos y sevicias tienen al borde del colapso a todo un pueblo y en cambio a ellos, a sus defensores, los hacen exclamar horrorizados de que se trata de un complot contra "el pueblo cubano" (nunca dicen "contra el régimen") y que los presos políticos son infiltrados de la CIA. Recalcitrantes, frívolos, cómplices y estultos, suelen llamar fascistas a quienes levantan la voz contra el dictador clonado, exactamente como hacen los etarras cada vez que se refieren a quienes luchan contra ellos.

Por fortuna ahora tenemos redes sociales y la rapidez de Internet para que los ciudadanos nos organicemos  contra el régimen de Castro y contra todos los regímenes que han izado la bandera del terror en sus países. Nuestros representantes siguen demostrando que no tienen la dimensión moral suficiente para enfrentar de manera decisiva tales horrores. La historia los recordará con vergüenza. Que no nos ocurra a nosotros lo mismo. Desde el pasado 10 de marzo ha salido a la luz oficialmente la campaña a favor de la liberación de los presos políticos cubanos. Juzguen ustedes y piensen si es necesario firmar.

 

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16 de marzo de 2010
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Kafka en Buenos Aires

 

Con muy pocas páginas y la lenta dosificación de una trama más bien frágil -en apariencia- "El Oficinista", de  Guillermo Saccomanno, va edificando frente al hipnotizado lector un escenario desolador, contaminado de un desasosiego que por momentos amenaza con convertirse en un verdadero Apocalipsis social que de inmediato nos hace pensar en "Blade Runner" de Ridley Scott y en "Brazil" de Terry Gilliam: perros clonados, furiosos mendigos, coches bomba, apagones, una ciudad decrépita, la crueldad sin ley de una población joven y sin esperanza, pero sobre todo el perturbador espectáculo de una oficina que parece no tener ninguna finalidad financiera aunque sí todos los despropósitos para envilecer al alma humana.  Saccomanno, ganador del más reciente premio Biblioteca Breve con esta novela,  ha encontrado una nueva veta para seguir indagando en ese territorio árido y terrorífico que ya nos mostrara Kafka y algunos otros seguidores del escritor checo: un espejo donde cuesta reconocerse y reconocer la sociedad que tan minuciosa como fieramente hemos construido durante el siglo pasado.

Un oficinista sin nombre se enamora enajenada, arbitrariamente, de una compañera de trabajo. Está atrapado en el laberinto del desencanto familiar -su mujer y "la cría", es decir, los hijos-; también está aniquilado por el temor absoluto y cotidiano de perder su empleo tan gratuitamente como cualquier otro compañero de trabajo; está aferrado a la mezquina bajeza de hacer todo lo posible por conservar su lugar en la oficina y no ser expulsado de aquel infierno que sin embargo es lo único real que tiene: allí fue donde inició su romance. La vida de este oficinista de perfil kafkiano es un largo pasillo con olor a encierro que conduce de su casa a la oficina y de esta a la primera. Las calles turbias de este Buenos Aires que al mismo tiempo es cualquier capital hispanoamericana-y si me apuran, del mundo- son un campo minado donde los tiroteos, los ajustes de cuentas y la omnipresencia de un ejército vagamente vinculado a una hipotética dictadura agravan la situación. Y tal situación, el drama minúsculo y cotidiano de quien se enamora de otra mujer tiene aquí la consistencia elusiva de las pesadillas, de ese emplazamiento tumefacto y algodonoso del que uno siempre quiere despertar.

Saccomanno trabaja un lenguaje pulcro, de palabras pulidas como guijarros en el lecho de una corriente narrativa tan intensa que termina por llevarse a su paso toda objeción, toda posible incredulidad del lector al adentrarse en esta novela que, increíblemente, se lee de un tirón. Quizá porque el horror que muestra no es el horror brutal y sin paliativos que hay en otras novelas sobre la terrible situación de las grandes ciudades hispanoamericanas, sino un terror más sutil, más emparentado con la fatalidad, con cierto desgaste existencial que nos emplaza a todos los seres humanos con nuestros temores más básicos: perder la seguridad de un hogar o de un trabajo, lanzarse a un nuevo amor, a una aventura que somos incapaces de dominar, perder incluso la ilusión de la vanidad. "No me conocen", dice en algún momento el Oficinista, "no saben de lo que puedo ser capaz", alardea con una fiereza patética. Pero al momento cae en cuenta de que él tampoco se conoce, tampoco sabe de lo que puede ser capaz. Como casi todos.

 

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9 de marzo de 2010
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I Congreso Virtual de la Lengua Española

 

Todavía sobrecogidos por la catástrofe que ha dejado tanta muerte y destrucción en Chile, algunos han tomado la iniciativa de intentar volver a la normalidad lo antes posible y darle cauce a experiencias truncadas por el terremoto. Una de esas actividades, como muchos de ustedes saben, es el V Congreso Internacional de la Lengua Española, en el que han trabajado tantas personas y durante tanto tiempo con ilusión y perseverancia y que, naturalmente, fue suspendido. Entre esas rápidas iniciativas para paliar esta parcela del desastre, el suplemento Babelia ha decidido ampliar el especial que empezó a publicar hace dos días en este blog: http://blogs.elpais.com/papeles-perdidos/ sobre dicho Congreso. Lo han transformado en un Congreso Virtual de la Lengua Española que empezará a funcionar desde hoy y hasta el viernes. Cada día habrá chats con académicos y escritores, audios de autores hablando de la lengua, un adelanto de palabras del nuevo Diccionario de americanismos (que se iba a presentar en el Congreso) y una pregunta a los lectores para que entre todos los hispanohablantes demos al castellano o español el tratamiento que merece, según explican desde el suplemento, e invitan a todos a proponer ideas y participación.

Creo que es importante, para quienes estamos interesados en la lengua y la literatura, participar activamente y con nuestra presencia (virtual) pues la iniciativa también sirve para medir el pulso de nuestra vinculación con las nuevas tecnologías, convirtiéndolas en verdaderas herramientas de participación social. Este fallido V Congreso físico que se iba a celebrar en Valaparaíso puede no considerarse del todo abortado; más bien puede convertirse en el Primer Congreso Virtual de la Lengua Española y también en el primero en que todos nos movilizamos para entendernos y entender el avance de nuestra lengua común. De manera que si lo desean, pueden dejar  aquí sus impresiones y comentarios sobre el debate que generarán las opiniones y las charlas, las ponencias y estudios de los participantes en el congreso: hay algunas participaciones muy interesantes. O bien lanzar alguna propuesta de debate que nos interese a todos. Así, el terremoto de Chile no habrá destruido también el acervo intangible de nuestra cultura.

 

 

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2 de marzo de 2010
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Lecturas sesgadas

 

Hace ya muchos años atrás, un conocido mío, profesor universitario en la Universidad de La Laguna, me mostró con indignación un artículo de Vargas Llosa (creo que se titulaba Isla Negra o hablaba de tal lugar, no recuerdo bien aquello pero sí que salió en El País) y señalándome párrafo a párrafo las pérfidas declaraciones del escritor, me espetó que con un artículo así quedaba claro que se trataba de un fascista, un defensor de los ricos y un agente de la CIA. Lo miré un momento perplejo porque por más que me esforcé en una lectura atentísima -bueno, estábamos en el mítico Búho Jazz Bar...- no lograba ver nada de lo que él me decía. Y sé perfectamente que Vargas Llosa genera polémica y que muchos lo acusan de lo mismo que decía este profesor, así como de otras cosas peores... si caben. Pero estaba hablando con un profesor universitario y no con uno de esos incendiarios más llenos de ruido y furia que de argumentos.

La cuestión para mí no es tanto el debate que podría originarse al respecto de las ideas de Vargas Llosa o no, sino la distancia sideral que había entre la lectura de aquel profesor y la mía. Sería fácil -y deslealmente ventajoso- explicar que mi «interpretación» de aquel artículo periodístico era la buena y la suya la equivocada pero no es por ahí por donde voy, pues a lo largo de los años me he encontrado con lecturas tan sesgadas sobre un asunto determinado que me pregunto si acaso yo mismo no la hago cuando se trata de según qué temas. A veces, cuando un inofensivo post en este espacio hace brotar ciertos comentarios me pregunto si la gente hace una lectura tan sesgada como para no entender el fructífero y saludable debate que puede generar una reflexión menos ardorosa y obnubilante del texto que tenemos entre manos, de la idea que nos proponen, del argumento que nos defienden. Vamos leyendo o escuchando aquello que contradice desde un principio lo que pensamos y el juicio se nos nubla: vemos ponzoñosas vetas escondidas entre los párrafos, silencios llenos de oprobio, distorsiones de todo tipo. Al final hemos hecho nuestra lectura, parcial, equivocada, llena de furia sacra. Recuerdo que unos compañeros de clase en mis lejanos años universitarios impugnaron a un profesor marxista porque «sabía mucho del tema pero no creía en él.» En realidad, lo que querían no era un profesor: querían un párraco.  Porque quizá escuchar las razones del otro exige de nosotros una atención que no estamos dispuestos a conceder, demasiado impacientes por explicar nuestras propias inaplazables razones en lugar de escuchar tantas pueriles tonterías. Y creo que a veces no es bueno cargarse demasiado de razón.           

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23 de febrero de 2010
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