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Escrito por

Jorge Eduardo Benavides

Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964), estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garcilaso de la Vega, en Lima. Trabajó como periodista radiofónico en la capital y en 1987 fue finalista en la bienal de relatos COPE (Lima); un año más tarde ganó el Premio de Cuentos José María Arguedas de la Federación Peruana de Escritores. En 1991 se trasladó a Tenerife, donde puso en marcha talleres literarios para diversas instituciones. Ha sido finalista del concurso de cuentos NH Hoteles del año 2000. Desde 2002 vive en Madrid donde continúa impartiendo sus talleres literarios. Su más reciente novela es La paz de los vencidos, galardonada con el XII Premio Novela Corta "Julio Ramón Ribeyro". Cursos presenciales en MadridJorge Eduardo Benavides imparte cursos presenciales en Madrid y ofrece un servicio de lectura y asesoría literaria y editorial. Más información en www.jorgeeduardobenavides.com http://www.cfnovelistas.com/ 

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los peces de la amargura

A menudo ocurre que las ficciones iluminan con mayor contundencia aquellas zonas de la realidad que las ciencias sociales se empeñan en diseccionar con pulcritud y minucia. Digo «contundencia» y no «certeza» porque las ficciones apelan no al frío raciocinio y a la lógica sino a esa parte más emocional e intuitiva de nosotros que sin embargo también nos sirve para entender la realidad.

Comento esto a propósito de un libro de relatos escalofriantes que acabo de terminar, «Los peces de la amargura», de Fernando Aramburu quien, con aparente desapego, nos ofrece en sus páginas un diagnóstico de la sociedad vasca secuestrada por la ETA. Durante años los periódicos y los telediarios que han abierto sus ediciones con el festín de sangre al que se han entregado estos patriotas de la Goma 2, así como los pronunciamientos (desde los más enérgicos hasta los habitualmente pusilánimes) de nuestros políticos, nos habían acostumbrado a este paisaje de horror como a una dolencia  crónica y hasta cierto punto inevitable: Una dolencia que ocurría no en el país vasco sino en las pantallas de nuestros televisores, claro. Leer los relatos de Aramburu produce tal sensación de incomodidad y vergüenza que es difícil no ceder a la tentación de abandonarlos una y otra vez pues, leyéndolas a contraluz, sus historias nos llaman la atención respecto a nuestra indiferencia.

 ¿Qué cuenta Fernando Aramburu? No se dedica a narrar las sevicias de los terroristas sino el miedo y la cobardía -aquí por desgracia inevitablemente hermanados- de un gran sector de la sociedad vasca que prefiere mirar hacia otro lado cuando atropellan a su vecino, o de la señora de edad cuyo pecho se inflama al calor de la palabra «patria» tanto como al odio que parece instilar este sustantivo cuando cree que alguien acomete contra ella... son historias mínimas, cotidianas, pero que dan cuenta de la fiereza nazi que viven quienes no apoyan a ETA, o nos muestran a aquellos para los cuales el asesinato de un vecino es motivo de alegría, un cadáver más apilado en el muro con el que quieren construir una patria en permanente estado de descomposición moral. En «Los peces de la amargura» estos cómplices no son los lobotomizados cachorros de ETA sino señoras de mediana edad, vecinos de escalera, el panadero de la esquina o los amigos de la consuetudinaria partida de mus. Sigilosos y cobardes cuando se acerca a ellos el infectado, desgañitados y furibundos cuando hay que hacer escarnio de él.

Leyendo a Aramburu, cuya prosa limpia y sin aspavientos nos lleva por la parte más sórdida de una sociedad, uno comprende hasta qué punto es necesaria la complicidad de los ciudadanos anónimos para que existan los iluminados y para que se cometan todos los atropellos y excesos que se cometen en nombre de un ideal. Leer a Aramburu me trajo a la memoria otro libro, este ambientando en la Alemania de Hitler, otra sociedad de vergüenza: «Historia de un alemán» de Sebastian Haffner. Allí, como en este libro del escritor vasco, vemos dibujada la siniestra orografía del terror y de la anuencia ciudadana, la misma indefensión de las víctimas, pero sobre todo nos asomamos a un espejo donde puede resultar incómodo encontrarnos. Quizá porque lo que cuenta Aramburu con maestría no es la historia de una parte de la sociedad, sino de toda ella y de cómo el terrorismo es un cáncer que nos afecta también a los que miramos para otro lado. Cuando así lo hacemos, parece recordarnos Aramburu, ya estamos contaminados.   



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15 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Literatura literaria

Una de las objeciones más enigmáticas que suele poner un editor o un agente a una novela es que esta resulta muy «literaria». Digo que tal objeción es enigmática porque siempre pensé que una novela, fundamentalmente, tenía que ser literaria. Pero parece que no, que lejos incluso de ser una cualidad esencial e indiscutible de la ficción narrativa es que resulta una pega, una tara o defecto que hace chasquear la lengua al editor o agente, como si tuviesen un poco de lástima por esa minusvalía que presente la novela. «Es que es muy literaria», dicen afligidos antes de rechazarla o de aceptarla a regañadientes, y uno piensa en su pobre novela como en un hijo pequeño con una deficiencia que lo hace potencial blanco de burlas y crueldades.
Me viene a la cabeza todo esto por una charla reciente con un amigo escritor que acaba de pasar por ese trance difícil y que me lo comentaba con perplejidad. «Es como si el médico me hubiera dicho que mi hijo tiene un síndrome raro, Jorge», protestó mi amigo, tristísimo y desorientado. Y yo me quedé especulando sobre el asunto. Incluso imaginé un reportaje en alguna revista dominical: «Cuando me dijeron que mi novela era muy literaria se me vino el mundo abajo», diría mi colega ante un hipotético periodista que escribiera un artículo sobre estas malformaciones del mundo editorial. «Mi pareja y yo hemos aprendido a vivir con mi novela literaria y la queremos así como es», sería otra reflexión. «La sociedad no está sensibilizada con las novelas literarias y es muy cruel con ellas», sería otra más.
Porque a los escritores a quienes les dicen eso de sus novelas sienten impotencia y perplejidad e incluso dudan, mirando de reojo sus páginas, si no serán ellos los equivocados. Peor aún cuando otros escritores se jactan con chulería de que sus novelas van directo al grano, que cuentan historias y se dejan de rollos patateros...y hay algo de gangsteril y prepotente en estas declaraciones, casi como si en realidad dijeran: «Sí. No leo nada y tardo quince minutos en deletrar "gato". Y qué cojones pasa?»
Supongo que editores y agentes prefieren usar esa frase de la literatura literaria para evitar ser muy duros con alguna (a su juicio) mala novela que no saben cómo rechazar sin ser descorteses. Pero creo que es un error. Creo que es preferible escuchar que nuestra novela es mala, pesada, indigesta, más difícil de vadear que un rio de pegamento, pretenciosa, impostada... y hasta que leer en voz alta dos de sus páginas puede provocar halitosis. Pero si nos dicen que su defecto es ser «literaria» han dinamitado el centro mismo de lo que es nuestro oficio, lo han convertido en una actividad menor en la que la banalidad es una virtud y su parte prescindible o execrable es la que para cualquier escritor que se respete resulta la principal: ser literaria. Pues no señor, le dije a mi amigo tratando de consolarlo, dile a ese editor «oiga usted, yo, además de escribir literatura literaria hago novelas novelísticas.» Y a mucha honra, ¿no? Pero no sé si se ha ido muy convencido. No sé si dejará de ser un novelista literario para pasar a ser un novelista enrrollado.



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7 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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De puño y letra

Conversaba el otro día con Ernesto Pérez Zúñiga, Juan Carlos Méndez Guédez y el chamo Chirinos -buenos amigos además de estupendos escritores- acerca de un hecho que no por evidente deja de ser admirable: el cambio radical que ha supuesto para quienes escribimos la irrupción en nuestras vidas del ordenador, de la eficaz precisión que otorga a nuestro trabajo cortar, pegar, elegir tipografía, cambiar y corregir textos como se decía antes, "hasta la suciedad", frase que aquí deviene en mero ejercicio retórico pues no hay nada más impoluto que una página en la pantalla. No es baladí: Contaba Méndez Guédez que la Universidad de Poitiers le ha pedido guardar sus manuscritos y mecanoscritos, es decir, crear un fondo con todos aquellos textos donde se vean sus correcciones hechas a mano. Porque Juan Carlos, como todo escritor cuidadoso, imprime y corrige luego a mano. Menos un servidor, que así es de insensato. Porque yo corrijo en la pantalla y sólo imprimo la versión final, ganado por un prurito de ahorro que tiene tanto de ecológico como de  suicida, claro está. Si la Universidad de Poitiers o la de Samarcanda me pidieran mis mecanoscritos les entregaría un pen drive de 250 megas y no sé si tendrían algún interés en conservarlo...

Pero en fin, que de esto pasamos a hablar acerca de lo difícil que nos resulta imaginarnos escribiendo a máquina: la vieja, obsoleta y ruidosa máquina de escribir que apenas ha cambiado desde los tiempos en que Cristóbal Natham Sholes la inventó en 1868. Peor aún, dijo el chamo Chirinos, imagínense a tantos escritores escribiendo a mano, sopando la pluma chirriante en un tintero cada dos por tres, a toda velocidad para evitar que las ideas se esfumen de sus cabezas en aquel dilatado proceso físico. "Un bolígrafo Bic tendría que ser para ellos un salto tecnológico de primera magnitud", observó Pérez Zúñiga. Y los tres hicimos el fascinante recorrido por aquellos novelones prodigiosos del siglo XIX, escritos de cabo rabo con una frágil pluma, corregidos luego hasta que las páginas quedaban llenas de tachones y manchas que el tipógrafo luego tendría que convertir en palabras legibles en moldes de plomo.

Fantaseo ahora con la idea de crear un concurso de novela cuyo único requisito sea que estén redactadas a pluma; o una especie de reality show que muestre a los escritores de hoy en día escribiendo sus novelas como en el siglo XIX. No sé, no creo que pudiéramos, no sé si escribiríamos lo mismo, si abandonaríamos el trabajo con las manos llenas de ampollas, luego de invertir el triple de tiempo que ahora. Y es que hay en esa forma antigua de escribir un pozo de laboriosidad ruda y honesta, casi Amish, que maravilla que de aquel áspero proceso hayan brotado novelas y ensayos delicados, intensos, sofisticadamente complejos y que han llegado a nuestras manos con indesmayable vigor desde los confines del tiempo.  Escritos a mano...



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30 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nostalgia del Best Seller

Supongo que a estas alturas muchos, muchísimos de ustedes, ya habrán leído al menos la primera de las novelas de Stieg Larsson, ese fenómeno editorial que se enseñorea en el horizonte literario mundial con una intensidad poco frecuente. Supongo, en todo caso, que ya habrán leído las miles de palabras que se han escrito al respecto en foros, chats, blogs y periódicos digitales y de papel, de manera que nadie creo que se haga ilusiones respecto a la novedad de mis opiniones sobre el particular. Pero como yo terminé de leer la primera novela de la saga Millenium recién ayer por la tarde, me quedó una sensación un poco nostálgica respecto a estas novelas tan sugestivas e intensas que son -o suelen ser-- los best sellers. Porque leyendo las peripecias de Mikael Blomqvist y Lisbeth Salander recordé mis lecturas de primerísima juventud, esas que son una transición entre el último Julio Verne y el primer Milan Kundera, por decirlo así.

Me refiero a esas novelas de espías y adustos burócratas del telón de acero, de valiosos microfilms y falsificadores cultísimos, de agentes secretos algo nihilistas y envenenamientos en la Europa Central que nos brindaban Frederick Forsyth, o John le Carré. Pero sobre todo recordaba las de Arthur Hayley e Irving Wallace, voluminosas novelas de tramas bien urdidas y complejas, de personajes más bien livianos que casi no entorpecían la acción y se limitaban a ser escritores que fumaban pipa, habitualmente altos y solitarios, inteligentes y un pelín desencantados, vamos, como salidos de una novelita del Cosmopolitan, pero que funcionaban a la perfección en un argumento bien urdido y estudiado hasta el mínimo detalle. Esas novelas de seiscientas páginas (hoy todo el mundo se asombra de que una novela tenga seiscientas páginas...) que uno devoraba principalmente en los veranos, pero también en cuanto arañaba unas horas a otras ocupaciones, eran ficciones que uno sentía honestas, que detrás de las tramas y peripecias había un escritor preocupado en contar lo mejor posible su historia, que se había pasado meses y meses investigando cómo funcionaba un hotel, un aeropuerto, el comité Nobel o la enrevesada jerarquía en la Casa Blanca, y entonces el lector veía alzarse ante sus ojos la minuciosa edificación de un universo si no complejo, al menos bien elaborado, y así nos dejábamos ganar por la historia.

Pero después no sé que pasó y aquellos viejos escritores de best sellers dieron paso a otros que más bien fueron un chasco, improvisados imitadores de tramas endebles y tópicos usados a granel, con personajes fascistoides e historias deslavazadas que se nos caían de las manos. Supongo que también ocurrió que muchos empezamos a apreciar en otras novelas la certidumbre de que el mundo no se dividía en buenos y malos, que las conjuras de los templarios eran inexistentes y que los rosacruces eran unos viejitos inofensivos, que el verdadero horror era algo más serio que asomaba en otros autores y que ahora disfrutábamos empecinados en tramas que exigían de nosotros algo más que el disfrute tibio de una lectura veraniega. Y por eso abandonamos los best sellers.

De allí, quizá, que leer a Larsson ha sido como volver a disfrutar de un placer olvidado y más bien juvenil, con héroes y villanos, con el bien triunfando sobre el mal, lo cual es un respiro. Y como brillaba un sol inusual en Madrid, el recuerdo de esas viejas lecturas ha sido más intenso. Larga vida a los buenos best sellers que no dan más que lo que ofrecen.



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24 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Albatros

 

Lo primero que me sorprendió de la librería Albatros  fue la variedad y calidad de sus títulos y lo muy al día que estaba su dueño, Rodrigo Díaz, en materia de novedades editoriales. Esto, que puede ser más o menos una obviedad en cualquier librería, cobra otro sentido si les digo que se trata de una pequeña librería de libros en español, situada en el corazón de Ginebra. Fue también mi primera visita a una ciudad que andando el tiempo se ha convertido casi en otra casa para mí, habida cuenta de que suelo ir con frecuencia a dictar talleres o a presentar libros y he terminado por hacerme con un plano mental del casco viejo y algunos otros barrios como Paquin, Plain Palais o Carouge en los que, paseando por sus calles o en torno al lago Leman siempre experimento el breve asalto de la felicidad, sobre todo cuando por las mañanas me instalo en la cómoda biblioteca municipal a escribir.  Por todos lados brotan pequeños cafés y bistrots que parecen salidos de un apunte de George Grosz, callejas pulcras y sinuosas por donde cruzan atildados hombres de negocios e infinidad de restaurantes y brasseriès estupendos para disfrutar de un entrecote o la olorosa fondue, regado todo con un buen vaso de vino de la región.

Pero Ginebra también son los amigos como Rodrigo Díaz, un librero que trabaja con entusiasmo para tener en su librería las últimas novedades editoriales no sólo españolas sino de otros países de habla hispana: Visitar Albatros es vivir siempre la acechanza de la sorpresa, pues allí es frecuente encontrar libros que resultan imposibles de hallar en España o incluso darse de bruces con joyas que sucumben en las librerías españolas ante la avalancha de títulos más ostentosos. Rodrigo no sólo es un librero cuidadoso y sagaz: ahí, en el pequeño espacio de Albatros, ha presentado libros de una larguísima lista de escritores españoles e hispanoamericanos y ha gestionado que muchos de ellos den conferencias, en colaboración con Daniel Ibarra, de la asociación Abanico, y con John Deighan, un profesor entusiasta y siempre presto a traer gente de los confines del mundo para satisfacer la curiosidad de sus alumnos.

Rodrigo es uno de esos gestores culturales que no saben que lo son pero que funcionan ellos solos con la laboriosidad y diligencia de un equipo al completo: te bombardea a correos electrónicos para dejar todo a punto, te recibe en el aeropuerto -pese a que no tiene coche- te instala donde te vayas a quedar, te consigue lo que necesites (por ejemplo un imprescindible adaptador para los enigmáticos enchufes suizos) y luego siempre tiene tiempo y ganas para salir a tomar una copa.  De manera que Albatros no sólo es uno de esos lugares referenciales para todo aquel que quiera encontrar una novedad editorial o un libro a punto de ser descatalogado, o para ir a escuchar a un escritor que viene a presentar su último libro o a dar una conferencia. Albatros es, en realidad, un centro cultural que aglutina a hispanoamericanos, españoles y suizos en torno a los libros y a nuestro sonoro español que allí, en la fría y educada Ginebra, resuena en todos los acentos posibles: es decir, cosmopolita.  Y en estos tiempos de insensatez diferencial, es un pequeño milagro que ocurre en el centro mismo de Europa.



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19 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tal vez la lluvia

A veces las cosas llegan demasiado lejos: la desesperación por emigrar y conseguir un estatus de legalidad en Europa puede hacer que un viejo amigo le pida a otro: cásate conmigo. Cásate conmigo para que pueda ir y quedarme legalmente en España. Así empieza la última novela de Juan Carlos Méndez Guédez, un escritor venezolano aficando en España hace ya muchos años.

«Tal vez la lluvia» es una novela corta, llena de agudeza y con un fondo melancólico que impregna sus páginas de principio a fin. La leí de un tirón recientemente, en Cantabria, a donde fui a dar un taller de fin de semana en una casa rural. En aquella comarca verde, azotada por una lluvia persistente que le daba al paisaje un aire de desvarío y furia, y que nos mantuvo encerrados allí a los participantes, empecé a leer esta novela que ha ganando la más reciente edición del Premio Ciudad de Barbastro de Novela Corta: De tal forma que afuera la lluvia, que dejaba en las ventanas un vaho intenso como el aliento de un hada, y en las páginas de la novela, la melancolía de la lluvia, su radiografía. Méndez Guédez es un narrador que reúne dos habilidades comunes en muchos escritores, pero poco frecuentes juntas: cuenta historias y además lo hace con una preocupación por el estilo y la forma que parece provenir de otro tiempo. No hay impaciencia en sus páginas, ni deseos de epatar: simplemente la labor de un artesano que conoce su oficio y las dificultades que este plantea cuando se quiere realizar con rigor. Hacía poco había terminado de leer su libro «La bicicleta de Bruno y otros cuentos» y advertía que, como en sus primeras novelas y en sus siguientes trabajos, Méndez Guédez saber contar las cosas con un humor tan fino y sutil, tan lejano del facilismo o el trazo grueso, que por fuerza cae en una especie de melancolía perpetua y así sus personajes siempre son seres vulnerables, un poco solitarios, un poco añorantes de una vida liviana y juvenil, donde el recuerdo de las novias y la camaradería de los amigos son aspectos lamentablemente perdidos. Por eso resulta siempre fácil identificarse con sus historias y con sus personajes, pues en ellos late un fondo de limpieza e ingenuidad que todos conservamos o creemos conservar. Así ocurre en «Tal vez la lluvia», aunque aquí planea la sombra del gobierno lunático que oprime a los venezolanos, del esperpento, la pobreza, la delincuencia y sobre todo la desesperanza que experimentan todos. Las peripecias que vive el protagonista cuando regresa por un tiempo a su ciudad, a su barrio, a su familia, nos van dejando entrever poco a poco la maraña de íntimas conexiones que hicieron que este se fuera a España, casi huyendo de su vida, pero también de un país que poco a poco va quitándole toda posiblidad de existir a quienes conservan la decencia. Porque en los cuentos y en las novelas de Méndez Guédez siempre hay un insobornable fondo de eso que en otros tiempos se llamó «compromiso» y que en este caso no le resta puntos a lo literario. Al contrario: en ese material que es la derrota y con la que el novelista venezolano construye sus historias, siempre hay unas mínimas vetas de victoria.

Ahora mismo, mientras escribo esto en la biblioteca municipal de Ginebra, con el recuerdo fresco de la novela, persiste la lluvia detrás de los ventanales, y es como si la historia se negara a abandonarme. Pero no es por la lluvia, claro está.



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13 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Al otro lado del espejo

Tomando una copa en el bar del hotel Intercontinental de Bombay, me encuentro con un joven escritor indio. Ha estado en la conferencia que di en el Pen Center por la mañana y la sorpresa inicial de aquel encuentro -Bombay debe tener unos veinte millones de habitantes- se disipa al momento porque  en realidad son escasos los sitios donde se puede tomar una copa y hacer un poco de vida nocturna tal como la conocemos en Occidente. Por la tarde estuve en un viejo restaurante parsí del centro, un restaurante con lentos ventiladores en el techo, vagamente lisboeta, de comida deliciosa y condimentada, que le recuerda a uno constantemente que está al otro lado del mundo.

Ahora, el escritor indio, algunos amigos y yo estamos en la terraza del hotel y hace un calor sofocante y húmedo, una niebla sórdida de polución que se levanta como una amenaza oscura. El novelista me habla de algunos autores hispanoamericanos a los que ha leído en inglés y me sorprende que los conozca. En la India, la literatura hispanoamericana es apenas un eco extraño donde reverberan los nombres de algunos escritores del Boom, Gabriel García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes... sobre todo el primero. El escritor indio hablaba con entusiasmo de la literatura hispanoamericana y en esa erudición había también una cierta sensación de estar acercándose a través de un espejo a una misma realidad que se basa, curiosamente, en el mutuo desconocimiento.  Es cierto, le reconozco que, salvo que sean más bien británicos, son pocos los escritores indios que he leído. Hablamos un buen rato de nuestros países (aquí yo debía suplir «país» por continente, para que la semejanza sea proporcionada: La India es un subcontinente con 21 idiomas oficiales) y vamos comprendiendo nuestras realidades tan similares: la desigualdad social, la endeblez democrática... pero sobre todo una literatura rica en busca de afirmar su identidad. Aunque creo que en eso los indios nos llevan ventaja. En el vuelo que me trae a Zurich, cruzando el corazón mismo de la noche euroasiática, me dispongo a leer a un nuevo (para mí) autor indio: Kunal Basu. He traído algunos libros para conocer mejor ese inmenso, complejo y fascinante país que desafía cualquier descripción.



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6 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Planeta India

Oscar Pujol, el director del Cervantes de Delhi es un catalán especialista en sánscrito que vive en este país hace veinte años y con quien sostuve una conversación amena y llena de interesantes observaciones durante el larguísimo trayecto hasta el restaurante donde nos esperaba el embajador peruano. La presentación que hizo Pujol de mí fue cálida y de una sobriedad exquisita.  Pero gracias sobre todo a Nitesh Gurbani y a Carlota Taboada, en Delhi y en Bombay, respectivamente, he podido aprovechar mejor estos diez días en la India. Nitesh es un joven indio que trabaja en el Instituto Cervantes y conoce bien España, pues hizo la carrera de Filología en Córdoba. Él me ha enseñado esta ciudad mareante, caótica hasta la extenuación, sorprendente de lo tanto que se puede parecer a la imagen que de ella nos hacemos y que sin embargo, intuyo mientras camino por el casco viejo de Delhi, que sólo es la superficie, la manera de defenderse o burlarse de quienes ingenuamente creen que la pueden abarcar en pocos días. Naturalmente no intento semejante insensatez y me limito a caminarla, observando las hileras de rickshaws, las vacas que se apostan invulnerables en plena calle, entre una tienda de Lacoste y otra de Armani, a los indios ricos y vestidos a la usanza occidental que pasean de la mano de chicas fugaces y hermosas en sus saris multicolores. Nitesh mira con los ojos de un occidental, pero también de un indio, y eso es fantástico porque me salva de zozobrar en medio de tantas experiencias deep India con un dry martini en el Hotel Imperial, que es lo más parecido a un viejo enclave de las colonias británicas.

Carlota Taboada es una profesora de español en la universidad de Bombay que lleva poco menos de dos meses en esta ciudad tan distinta a la ensimismada Delhi. Se mueve con mucha soltura por sus calles y barrios, no se deja marear por los taxistas y es capaz de entender el enrevesado inglés de los indios. Pero al igual que Nitesh, Carlota ha sido una anfitriona estupenda que ha sabido equilibrar la sobredosis de realidad con breves oasis de sosiego occidental. Bombay es más festiva, despreocupada, un punto cínica. Delhi parece más contenida y sobria, más metida en sí misma. No es un impresión a la ligera: mis anfitriones y la gente con la que he conversado en estos días me ha confirmado esa sensación inmediata que nos asalta al recorrer las dos horas de vuelo que las separa. Pero en ambos casos la identidad india es un vínculo demasiado fuerte como para no percibirlo. Bombay es una espléndida vista nocturna (ciudad con mar, claro) que invita a imaginar su tráfago como una fiesta perpetua, espejismo que se deshace durante el día, cuando el calor, el tráfico pespunteado de bocinazos, el tropel de gente que inunda plazas y calles, nos la devuelve menos coqueta y mucho más conservadora de lo que a simple vista parece. Y entonces asoma en el recuerdo la Delhi norteña y un punto envarada, un poco a su aire. Como en realidad parece ser toda la India y que se vuelve hacia Occidente con esa indiferencia ancestral de los países que son en realidad planetas.  



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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una trampa perfecta

 

 

 

Cuando el coronel Haki se encuentra con Latimer en aquella velada ofrecida en un palacio de Estambul, ruega al escritor de novela policíaca -de quien ha leído todos sus libros y es un admirador declarado- que lo visite un día en su despacho. Allí Haki, viejo sabueso de la policía secreta turca, conocedor de los bajos fondos y del ambiente criminal de aquellos años de entreguerras, le entrega al escritor inglés un dossier con un original argumento para una próxima novela. Haki es un gran lector de novela negra y confiesa no tener tiempo para escribir una. Por eso ha decidido «regalarle» a Latimer aquel esbozo de historia. Cuando este le da una rápida ojeada tiene que contener la risa: qué ingenuidad, qué trama más floja y disparatada. Sale del atolladero con vagas promesas y cuando se dispone a partir, a Haki le alcanzan un informe acerca de un criminal cuyo cadáver se encuentra en el depósito. Latimer le solicita acompañarlo: nunca ha visto el cadáver de un criminal, nunca ha estado en un depósito. En los ojos de Haki se intuye ironía: «Ah! Ahí tenemos al escritor: todo debe ser pulcro, artístico, como en un roman policier!..mire usted esto y después me dice si hay algo artístico aquí» , le dice después de leerle el historial del delincuente.

A partir del interés del novelista por el misterioso Dimitrios -el criminal cuyo cadáver ha aparecido flotando en las aguas del Bósforo- y las posteriores pesquisas por saber de su paradero, se construye una de las más inteligentes novelas de espionaje que he leído: «La máscara de Dimitrios» de Eric Ambler. Junto con algunas otras del mismo autor, es considerada como una verdadera pieza maestra del género. No en vano James Bond lleva un ejemplar del libro mientras viaja en tren, en una película cuyo título no recuerdo ahora, en este vuelo insomne que me lleva de Munich a Nueva Delhi, y que me ha traído a la memoria esta vieja novela, de la que seguramente hablaré en mi charla en la universidad. ¿Por qué?

Pues por el fragmento reseñado líneas arriba, donde asistimos sin asomo de duda a esa imposibilidad de trasvase que existe entre realidad y ficción, entre el novelista y el policía, ambos expertos en los mismos asuntos: el crimen, la mente asesina, el espionaje. Pero con una pequeña diferencia: El mundo de Latimer es el del roman policier, mientras que el de Haki es la realidad en su versión más brutal. Lo estupendo es que ambos, sin reflexionar sobre el particular más allá de unas líneas casi al descuido, intuyen que es así. El interruptor de la trama novelística es este mínimo hecho. Latimer cruza esa frontera, abandona su cómodo escritorio donde fabula con criaturas siniestras, espías y asesinos, pero no tiene idea de la realidad sobre la que se asientan sus ficciones. El resultado de sus pesquisas lo arroja a un infierno de chantajes, asesinatos por encargo y grandes intereses políticos. Una premonición del cataclismo que se avecinaba para Europa y para el mundo entero en pocos años.

Uno termina la novela mareado, confuso, sobre todo porque al cabo de un tiempo -como ahora, mientras reflexiono sobre ello- caemos en cuenta de que aun así, todo lo leído es ficción, que el gran engaño orquestado por el narrador empieza por admitir que efectivamente existe esa distancia entre la novela y la realidad, que no saberlo del todo le traerá mil problemas a Latimer... y nosotros caemos ingenuamente en la misma trampa, en el roman policier que empieza por señalar el peligro de no distinguir entre realidad y ficción y que al mismo tiempo emplea sus mejores hechizos novelísticos. ¿Acaso hay mejor trampa en una novela?



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26 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las golondrinas de Kabul

 

Cosas curiosas que le ocurren a uno: Había viajado a París para asistir a una mesa redonda en la universidad de Nanterre y dos días después debía volar directamente a Tenerife para dar una conferencia. Como salí a las carreras de casa no llevé ningún libro, excepto el mío, del que debía leer unos pasajes en la universidad... y no iba a cometer la locura de leerlo además como "entretenimiento." Pero durante mis dos días parisinos y universitarios, traído y llevado de aquí para allá por mi amable paisano, el profesor Jesús Martínez, no tuve un  minuto para comprar nada hasta que llegué al aeropuerto, donde vi un ejemplar de una novela de Yasmina Khadra, Les hirondelles de Kaboul. Pero iba con prisas, había una cola inmensa y remolona en la tienda y al final me fui de ahí fastidiado. Me alimenté exclusivamente de periódicos un día más, y por fin, regresando de Tenerife a Madrid, encontré tiempo para mirar ejemplares de bolsillo en la tienda del  aeropuerto. Y me tropecé con el mismo libro que llamara mi atención en el Charles de Gaulle, esta vez en castellano: Las golondrinas de Kabul. De manera que sin dudarlo un minuto, como si aquello fuera una señal de no sé qué, lo compré.

Esas amables coincidencias que a veces son un chasco, otras en cambio resultan gratísimas, como la lectura de esta breve novela que devoré en las dos horas y cuarenta minutos que dura el vuelo de Tenerife a Madrid. Yasmina Khadra es el pseudónimo del ex oficial del ejército argelino Mohamed Moulessehoul, exiliado en Francia debido al agobio que le suponía  compatibilizar su carrera militar con su vocación literaria: de ahí también el pseudónimo, que en realidad es el nombre de su mujer. La novela cuenta dos historias hábilmente cruzadas, la de un carcelero, y la de una pareja de jóvenes afganos educados y cultos que viven el nauseabundo horror de aquella sociedad lunática creada por los talibanes para mejor honra -según ellos- de Alá.  Asistimos a las lapidaciones, a los ahorcamientos de veinte o treinta hombres cada semana para satisfacción de los mulás, a la repetitiva y monótona prohibición de hablar entre hombres y mujeres, de tomarse de la mano, de reírse en la calle, en fin, de vivir. Pero sobre todo, Khadra nos muestra la pervivencia tenaz de la humanidad en esos personajes que un sistema totalitario y mononeuronal quiere aplastar. La prosa del autor es vibrante y al mismo tiempo sencilla, como si quisiera evitar los grandes vuelos poéticos que sin duda puede alcanzar. Y con esa contención dibuja sus paisajes desoladores, la pesadilla íntima de las mujeres debajo de esa cárcel portátil que es el burka y uno no puede dejar de estremecerse pensando a qué extremos llegan los seres humanos cuando viven el estreñimiento moral y analfabeto del fanatismo. Yasmina Khadra lo cuenta con total entereza. Él, que también ha vivido sucesivos exilios: primero de su carrera como militar, luego de su nombre, después de su país y finalmente de su lengua materna.

 

 

 

 



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19 de octubre de 2009
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