Jorge Eduardo Benavides
A menudo ocurre que las ficciones iluminan con mayor contundencia aquellas zonas de la realidad que las ciencias sociales se empeñan en diseccionar con pulcritud y minucia. Digo «contundencia» y no «certeza» porque las ficciones apelan no al frío raciocinio y a la lógica sino a esa parte más emocional e intuitiva de nosotros que sin embargo también nos sirve para entender la realidad.
Comento esto a propósito de un libro de relatos escalofriantes que acabo de terminar, «Los peces de la amargura», de Fernando Aramburu quien, con aparente desapego, nos ofrece en sus páginas un diagnóstico de la sociedad vasca secuestrada por la ETA. Durante años los periódicos y los telediarios que han abierto sus ediciones con el festín de sangre al que se han entregado estos patriotas de la Goma 2, así como los pronunciamientos (desde los más enérgicos hasta los habitualmente pusilánimes) de nuestros políticos, nos habían acostumbrado a este paisaje de horror como a una dolencia crónica y hasta cierto punto inevitable: Una dolencia que ocurría no en el país vasco sino en las pantallas de nuestros televisores, claro. Leer los relatos de Aramburu produce tal sensación de incomodidad y vergüenza que es difícil no ceder a la tentación de abandonarlos una y otra vez pues, leyéndolas a contraluz, sus historias nos llaman la atención respecto a nuestra indiferencia.
¿Qué cuenta Fernando Aramburu? No se dedica a narrar las sevicias de los terroristas sino el miedo y la cobardía -aquí por desgracia inevitablemente hermanados- de un gran sector de la sociedad vasca que prefiere mirar hacia otro lado cuando atropellan a su vecino, o de la señora de edad cuyo pecho se inflama al calor de la palabra «patria» tanto como al odio que parece instilar este sustantivo cuando cree que alguien acomete contra ella… son historias mínimas, cotidianas, pero que dan cuenta de la fiereza nazi que viven quienes no apoyan a ETA, o nos muestran a aquellos para los cuales el asesinato de un vecino es motivo de alegría, un cadáver más apilado en el muro con el que quieren construir una patria en permanente estado de descomposición moral. En «Los peces de la amargura» estos cómplices no son los lobotomizados cachorros de ETA sino señoras de mediana edad, vecinos de escalera, el panadero de la esquina o los amigos de la consuetudinaria partida de mus. Sigilosos y cobardes cuando se acerca a ellos el infectado, desgañitados y furibundos cuando hay que hacer escarnio de él.
Leyendo a Aramburu, cuya prosa limpia y sin aspavientos nos lleva por la parte más sórdida de una sociedad, uno comprende hasta qué punto es necesaria la complicidad de los ciudadanos anónimos para que existan los iluminados y para que se cometan todos los atropellos y excesos que se cometen en nombre de un ideal. Leer a Aramburu me trajo a la memoria otro libro, este ambientando en la Alemania de Hitler, otra sociedad de vergüenza: «Historia de un alemán» de Sebastian Haffner. Allí, como en este libro del escritor vasco, vemos dibujada la siniestra orografía del terror y de la anuencia ciudadana, la misma indefensión de las víctimas, pero sobre todo nos asomamos a un espejo donde puede resultar incómodo encontrarnos. Quizá porque lo que cuenta Aramburu con maestría no es la historia de una parte de la sociedad, sino de toda ella y de cómo el terrorismo es un cáncer que nos afecta también a los que miramos para otro lado. Cuando así lo hacemos, parece recordarnos Aramburu, ya estamos contaminados.