Javier Rioyo
Paco Ibáñez es la mejor de nuestras leyendas roncas, cercanas, profundas, irónicas, cargadas de futuro y con un pasado que nos hace viajar a los tiempos en que contra Franco no vivíamos mejor. El cantante que llegó vestido de negro, comprometido como Celaya, descreído como Brassens, cercano como Miguel Hernández, pícaro como Quevedo, se hizo necesario como el aire que respiramos. Desde su primer disco en directo grabado en el Olimpia parisino, Paco fue nuestro mentiroso poético más necesario. Aprendimos de la verdad de sus mentiras y nos hicimos seguidores de un tipo hermosamente contradictorio como un lobo bueno, altivo como un aceitunero, solitario como Góngora y cachondo como el Arcipreste de Hita.
Llegó con sus canciones desde París, con los pintores del exilio y las voces de nuestras quejas, con la poesía profunda y la poesía necesaria, con Valente y con Alberti. Con los unos, contra los otros. Y nos aprendimos los himnos y los poemas puros, las coplas a la muerte y los cantos a la vida. Paco era, es, nuestro cantante esencial para intentar entender este país de todos los demonios. Desde París o en nuestras barricadas, en Barcelona o en el País Vasco, desde las arboledas perdidas o en algún Finisterre. Paco, el exiliado Ibáñez, el vasco que trabajaba la madera y jugaba a las cartas, el hombre de la voz que se rompe para emocionar a golpe de guitarra y palabras de la tribu, ese joven que lleva cincuenta años cantándonos como si nos invitara a seguir resistiendo las noches y sus días, canta una noche de éstas y nos hace encontrarnos con una esquina que conocemos desde hace varias décadas. Volveremos a nuestras galas de antaño: negros por fuera, rojos por dentro. Volveremos al color de la vida que se carga de futuro. Al que canta porque le duele y porque le gusta. Volver al gozo de sentir que la canción tiene sentido, que el cantante sabe de dónde es aunque no sepamos, no nos guste, saber a dónde vamos.
Una mañana en Jaén, nuestro Jaén, el de Miguel Hernández, el de los aceituneros, se encontraron Paco Ibáñez y Raphael. Después de que cada uno mirase para otro lado, de que intentaran disimular sus evidentes presencias, esos dos cantantes, dos mitos tan diferentes, tan nuestros, esas dos Españas, se dieron la mano. Me brotó una sonrisa, un resto de mi ingenuidad y me retiré sin escuchar lo poco que se dijeron esas dos barricadas que se rindieron por unos minutos La timidez de vasco, la condición de exiliado, el mundo radical y profundo de Paco hacían muy difícil el encuentro con la amable y un tanto impostada manera de ser y estar de ese ídolo de la canción sentimental, divertidamente amanerada, eficazmente popular. Dos que estaban en las antípodas. El chicharrón crecido en las profundidades de la queja, en la mejor desnudez de la poesía forjada desde la edad media hasta nuestros poetas de la generación del alcohol y la experiencia. Y el niño de Linares, el chico del coro de la iglesia, de las fiestas con aristócratas venidos a menos y militares idos a más. Y sin embargo los dos chicos del pueblo. Los dos "carne de escenario". Gente que dice cosas cantando. Cada uno con lo suyo. Con sus voces, con sus ámbitos. Soy de los que creció cantando a Paco Ibáñez. Pero no dejo de saberme muchas canciones de Raphael. No me hacen falta las canciones, las músicas y las letras de Raphael. Y no me imagino nuestras músicas sin las canciones de Paco Ibáñez. Me gustó verlos juntos, no revueltos, por unos minutos. Me gustaría estar al lado de Paco en ese concierto de Barcelona. O de Carabanchel, bajo.