Jorge Eduardo Benavides
La semana pasada escribía aquí acerca de la más reciente novela de Muñoz Molina, novela que se añade a la ingente cantidad de ficción escrita a propósito de la Guerra Civil española y que parece así pervivir obstinada en nuestra memoria: para bien y para mal. Como la siniestra noche dictatorial que vivió la Argentina y que aún sigue habitando en las pesadillas de muchos, oscura como un mal presagio, mantenida viva también por maravillosas y al mismo tiempo sombrías ficciones que se han escrito acerca de ella. Una de las más conmovedoras para mí, por la delicada manera de eludir el horror en bruto y precisamente por ello hacerlo más terrible, ha sido escrita por un vecino de Blog, Marcelo Figueras. Se hizo una película de ella y se llama Kamchatka. Altamente recomendable. Y las muchas ficciones acerca de la dictadura chilena, desde las que la muestran a rostro descubierto y sin escatimar su plena dosis de horror, hasta las que la mantienen como una línea de horizonte para el argumento de una historia aparentemente más liviana o acaso más personal, como Almuerzo de Vampiros, de Carlos Franz, otra novela de gran valía.
Y algo similar viene ocurriendo en el Perú, que ha generado en los últimos años una gran cantidad de literatura ¾buena, pasable y a veces simplemente mala¾ sobre lo que sucedió allí durante los terribles años del terrorismo y la dictadura de Fujimori. Es un fenómeno curioso porque habitualmente las dictaduras y el terrorismo suelen ser fuerzas que casi nunca actúan al mismo tiempo: naturalmente, una dictadura jamás consciente que el terrorismo campee a sus anchas: ella misma ejerce de tal, desde la usurpación del Estado. Por eso, cuando ocurre, como fue el caso del Perú a finales de años ochenta y principios de los noventa -que la dictadura de Fujimori tuviera que luchar contra el terrorismo de Abimael Guzmán- se genera en el país una noción distorsionada de lo que está bien y lo que está mal. Cuando Fujimori paseaba entre los cadáveres de los terroristas del MRTA que habían secuestrado durante meses a gente que se encontraba en la embajada de Japón en Lima, muchos festejaron aquella imagen llena de salvajismo como el triunfo del bien sobre el mal. Y parecíamos no darnos cuenta de que en la batalla que libra una dictadura contra el terrorismo no hay ningún ganador, pero sí un perdedor: la civilidad y la democracia.
Algo similar parece haberse trasladado a mucha de la literatura que se ha escrito en el Perú sobre aquellos años de terrorismo y gobierno despótico. Parece pues que los peruanos aún no somos capaces de leer simplemente literatura de "la guerra" (ya todo un género…) sin tomar partido, sin criticar al escritor, a la mayor o menos complacencia con la que escribe, a su grado de participación ideológica, a su postura frente a aquella época sombría. Y parece que todo el espectro termina por contaminarse y el debate se libra fuera del terreno literario. No es bueno, pero parece que tampoco resulte evitable, al menos del todo y durante algún tiempo. Quizá en esos casos ocurre que son los otros, los de fuera, los que pueden leernos mejor, menos premunidos contra lo real que alimenta aquellas historias.