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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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De lúbricas descargas

Me temo haber crecido presa de dos tendencias contradictorias. Una parte era tímida y hermética, la otra se distinguía por un protagonismo desatado. Supongo que una cosa compensaba la otra, pero la disyuntiva al fin se reducía a sendas obsesiones paralelas: salir en la tele y hablar por la radio. Logros algo difíciles para quien nunca fue -dicen que Dios no da alas a los alacranes- una de esas estrellas infantiles que a menudo ni sus madres aguantan; aunque uno al cabo lograba arreglárselas. Ya fuera a fuerza de colarme en los estudios televisivos o saltando detrás de una entrevista al final de un partido de Copa Davis, conseguí algunas veces salir a cuadro. Qué emoción, me decía, pero hasta eso era poco cuando lo comparaba con la experiencia lúbrica de llamar el día entero a una u otra estación y de pronto lograr que entrase mi llamada. Decir al aire cualquier cosa -pedir una canción, votar por una estrella, responder a una trivia, ganarme un premio- y encima dar mi nombre, tenía el atractivo irresistible de mirarme capaz de incidir en el mundo de los grandes y dejar una huella, por ínfima que fuera.

Qué cosa guapa, el radio. Apandillarme con las empleadas de la casa para hacernos famosos por instantes era ya en sí una práctica que invitaba al derroche de fluídos corporales, toda vez que exigía en primer sitio combatir a patadas la timidez. Superar la vergüenza. Suponerse atrevido. Saltar de gusto, al fin de la llamada. ¿Soñaba acaso con ser locutor, conductor, periodista o estrella del espectáculo? Me lo pregunto y siento un hueco en el estómago, como pasa cada que debo admitir que desde niño deseé ser actor.

Imposible olvidar la noche que vi a Mario Vargas Llosa -diciembre de 2005, en la FIL de Guadalajara- dejar el escenario del teatro Diana, luego de una soberbia actuación como narrador, presa de un evidente arrobo escénico, y aparecer después, durante el brindis que siguió a la puesta en escena con Aitana Sánchez Gijón, exultante. Sudaba todavía, tenía impreso el rictus pleno de un adolescente recién desvirgado por Vampirella. Por eso, más que envidia, me despertó una intensa comezón. Hijo y nieto de asiduos del teatro, conocí desde muy temprana edad la pasión por los escenarios, y no tardé en probar la cosquilla callada de estar ahí. Inventar otro yo y asumirlo por gusto, o juego, o travesura. ¿No es acaso el quehacer de escribir una historia el camino más íntimo para interpretarla?

Acudir cada jueves por dos años a una cabina de radio -de 2000 a 2002 con Martín Hernández, en su programa Lógica Pretzel- fue un viaje peliagudo y electrizante. En un principio hablaba demasiado rápido, especialmente cuando debía leer uno de mis textos. Me atropellaba a veces, por la urgencia de acabar de una vez. Quedaban por ahí ciertos resabios de introversión, mismos que cada jueves me apliqué a combatir drásticamente, una vez entendí que esas lecturas sólo prosperarían apostando a un abierto histrionismo. Actuar, papel en mano: qué deleite.

Hará algunas semanas que la oportunidad reapareció, en la forma del podcast cultural de la UNAM. La idea era leer unas cuantas cuartillas de un texto literario con mi firma, y aunque me parecía tentador no estaba muy seguro de querer proceder. Una vez en cabina, sin embargo, el hechizo de entrar de rebote en la infancia -leía ya mi novela Este que ves, como quien se administra un déjà vu intravenoso- encendió no sé cuántos motores viscerales, de modo que después de las cinco cuartillas anunciadas no me quedó sino pedir clemencia para seguir leyendo hasta el final de la primera parte de la novela.

Estaba, por fortuna, en un sitio no sólo hospitalario sino generoso, de modo tal que mis solapadores -Myrna Ortega, Eduardo Ruiz Saviñón, Esteban Estrada, Cristina Martínez- autorizaron el exceso con entusiasmo cómplice y apremiante. Algo menos de una hora más tarde, salía de la cabina con esa deliciosa ligereza que suele ocasionar el regreso de un viaje aventurado; algo que se hizo más allá del buen juicio, un poco de puntillas sobre la cuerda floja del instinto.

Hace unos días que el saldo del empeño está al fin disponible en DescargaCultura.unam.mx, lo cual me aterra tanto como me regocija. Esa vieja descarga visceral por cuya causa hace uno cualquier cosa: señal de que es momento de salir a escena.

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16 de junio de 2009
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Sin tapabocas

Cuidado con la vida. No es sencillo vivir en el mero epicentro de la histeria y conservarse ajeno a su dinámica, pero un asceta al menos debería intentarlo. Para el caso, llevo meses en cuarentena, tal vez en previsión de que la realidad me infecte la ficción en proceso. Ahora, con la ciudad medio dormida, salgo por ratos cortos, de mañana, sin deshacerme de las sandalias ni cambiar el bermudas por el pantalón largo. Un outfit decididamente motivacional, en el reino de las bocas tapadas.

     De pronto ni siquiera voy de compras. Vago sin rumbo por el puro deleite de recorrer las calles más temidas del mundo y hacer burla secreta de tanta paranoia planetaria. Ir y venir por la avenida de los Insurgentes a ochenta o cien kilómetros por hora deja los nervios flojos y maleables como una viborilla de grenetina. En otras circunstancias, con más de treinta grados a la sombra y en mitad de Insurgentes embotellado, vendría blasfemando como un condenado. Hoy me siento tentado a bajar el cristal y decirle a este monstruo de ciudad lo linda que se ve, de repente. Da trabajo pensar que hay por ahí neuróticos que lo imaginan a uno nadando en microbios.

     Mentiría si dijera que no estoy preparado para estas contingencias. Tengo siete bermudas de diversos colores y diseños de gran efecto anímico; los llevo como medida preventiva previa al tapabocas (la primera y última vez que me puse uno estaba de visita en una sala de terapia intensiva). Si me diera por asumir posturas al respecto, imprimiría una playera, en fuente Arial Bold de 96 puntos, con la siguiente provocación:

 

Antes morir de bermudas que vivir con tapabocas.

 

     Hoy he escogido entre un bermudas impreso con pericos multicolores y otro más sobrio, con palmeras escasas sobre la tela blanca. Como era de esperarse en una cuarentena tan severa, ganó el de los pericos por un amplio margen. Si ya me van a ver con desconfianza porque no traigo máscara antigases, mínimo que les quede clara mi alegría. Qué palabra curiosa, alegría. Mueves dos letras y se vuelve alergia.

     Llego al banco pasadas las diez de la mañana. Bajo del coche con el aire frío en el número dos hacia el calor del estacionamiento, y de ahí una vez más al clima artificial. Me viene, en consecuencia, una cierta la cosquilla a la nariz, pero me niego a ver las caras de terror de los presentes si me atrevo a soltar el estornudo. No acabo de creer que aun en medio de esta mañana esplendorosa cause menos temor la lepra que el catarro. Vamos, que ya el primer amago de tosido lo convierte a uno en apestado instantáneo.

     Vuelvo a la madriguera, donde llegado el caso estornudo cuanto me da la gana sin que nadie me plante la señal de la cruz. Enciendo el aparato, suelto un par de tosidos sólo por darme gusto y oprimo play sin más preocupaciones. Transfusión de magia pura para el corazón, arranca una romanza con palabras que hace ya días se me ha metido en la cabeza como uno de esos virus cariñosos que te llevan flotando de la mañana a la tarde a la mañana a la tarde, horas y horas que van y vienen plácidas, mientras afuera el mundo continúa temiendo que un catarro termine con el mundo.

     Cuidado con la vida, insisto, que es mortal.

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8 de mayo de 2009
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Full de fulleros y fools

Hay vicios que uno nunca termina de entender. Hará ya un par de años que mi amigo y secuaz Felipe Viterbo, entre otras cosas editor de la revista Chilango, me pidió que escribiera una crónica sobre apuestas en la ciudad de México. La idea me gustó, pero algo no encajaba. Estuve un par de veces en sendas cuevas de disipación electrónica donde la gente va a arruinarse sola frente a una pantallita insulsa, sin siquiera el estímulo de escuchar las cascadas de monedas fluyendo de otras máquinas más generosas -consuela y empecina saber que otros sí ganan-. Miraba a los clientes, cada uno con los ojos fijos en la pantalla, y no podía evitar la sensación de vértigo propia de quien se asoma a un abismo en espiral. En ambas ocasiones me escurrí de la escena sin mayor dilación, presa de una congoja no del todo explicable. Se entienden menos aquellos vicios a los que sin saberlo es uno más propenso.

Si he de elegir entre dos compañías forzosas, me temo que prefiero un yonqui acalambrado a un tahúr solitario. ¿Será tan fascinante el vicio del naipe que me protejo de él menospreciándolo, como esas putas wannabe que se santiguan frente a sus antojos? Es fácil admirar, desde el lado seguro de la barrera, la leyenda según la cual Sid Vicious llegó a Texas con síndrome de abstinencia y subió al escenario de sus Sex Pistols ostentando en el torso la frase I need a fix. Al final del concierto, ya los selectos yonquis presentes se peleaban la honra de auspiciarle el piquete. ¿Qué se escribe un tahúr en el pecho desnudo, cuando no queda nada por apostar? I need a coin? Nadie quiere pasar de tahúr a pordiosero, antes que eso más vale eliminarse solo. Ir espiral abajo, a contraflujo de juicio e instinto. Caer hacia el vacío con la cabeza llena de cifras sin sentido que uno de cualquier forma entrelaza, con la facilidad del charlatán intrépido y la esperanza turbia del dueño del cilicio.

Luego de resistir los performances de dos amabilísimos amigos a los que una baraja o unos dados podían transformar en sendos energúmenos, entendí que la sana diversión del apostador es inversamente proporcional a la cantidad en juego. Quienes menos invierten, más se divierten. Aunque algunos invierten la autoestima, órgano comparable a una vejiga que se infla o se desinfla según el empecinamiento y los complejos del usuario. ¿Qué se hace para enfriar los ímpetus de un sobreautoestimado decidido a vencer a una todavía más terca salazón? ¿Amarrarlo, encerrarlo, enterrarlo?

Miedo de narrador, puede que sea. Huyo de las apuestas en metálico igual que me le escondo a la pasión hipodérmica, pues temo que de allí no haya regreso y sorry, pero el narrador ha de sobrevivir. Es preciso volver entero de la batalla, si no quién va a contar lo que pasó; tal es a un tiempo deber y coartada. Más acá de esa orilla donde incluso la ruina y la desgracia se hacen ver cachondas, desafiar a la suerte parece una delicia irrenunciable. Un deber tentador para quien narra, y por tanto no teme sino a la imprecisión.

Vuelvo a la imagen de esos tahúres solitarios que salen del trabajo, donde seguramente se han pasado el día frente a un monitor, prestos a refugiarse en otro monitor que les permita el lujo de perseguir a solas su propia bancarrota, y acaso entonces justificarlo todo, lo previo y lo futuro, a partir de su mala suerte vitalicia. Están salados, esa sería la explicación. ¿Cómo hacer una crónica periodística de un horror subjetivo que de entrada invita a hacer novela? Ya desde entonces enredado en el tejido de una distinta colcha, temí que aquella idea que se anunciaba como un raudo black jack apenas tardaría en volverse una lerda sangrienta -esa variante asesina del poker que obliga al perdedor a poner otro tanto de lo apostado sobre la mesa-. Y ahí está la cuestión, sólo de hablar del tema dan ganas de arruinarse. ¿Seguir a un perdedor pendiente abajo, a lo largo de una novela nihilista y acaso bernhardiana donde el narrador se haría uno con el personaje para irse juntos e infelices a lo hondo de la mierda? Ahí les dejo las cartas. Paso sin ver.

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20 de abril de 2009
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Desaseado mental

Despierto en medio de ese bache en la agenda que bien podría llamarse nochebuena cuaresmeña y se observa en detalles sólo visibles a ojos inquisitivos, como sería la sobrevivencia del árbol navideño a media sala ya entrados la Cuaresma y el mes de marzo. Nueve de la mañana, temprano todavía para la primera Coca-Cola pero muy tarde para apagar las luces del arbolito. Afortunadamente es artificial, podría tenerlo en pie el año entero y a partir de septiembre estar a la vanguardia del Christmas Spirit. Hay, no obstante, visitas que se asustan cuando encuentran un árbol de Navidad en junio. Piensan que están en casa de un desaseado mental, temen que les salpique su inescrúpulo. Puede que sea por eso que cada noche sigo prendiendo los foquitos. Que no se diga que es uno desidioso.

Imposible entender la proverbial recurrencia de un fenómeno como la nochebuena cuaresmeña desde el pedestal de un escritorio aséptico y una agenda equilibrada, ventajas que uno va dejando de codiciar conforme se amontonan las evidencias. Como es el caso de esa piña huraña que entró en el refrigerador por ahí de septiembre pasado y en todos estos meses no encontró más salida que endurecerse a solas. Si uno se las arregla para no ver el árbol en la sala, ya quiero ver qué va a hacer una piña encerrada en un cajón a medias transparente para hacerse notar. Por no hablar del cereal caducado en febrero del ‘94 que inexplicablemente resiste en la alacena, tal vez petrificado como aquellos proyectos insuficientes que también se escurrieron agenda abajo, a saber desde cuándo. Las obsesiones libran guerra sin cuartel para prevalecer en la cima del coco. Cada vez que una de ellas triunfa visiblemente sobre las demás, se producen fenómenos equivalentes a la nochebuena cuaresmeña. No hay más que el horizonte de la obsesión, el resto se disuelve como un sueño remoto.

Nueve y media. Todavía con el ventanal cerrado, el balcón inundado de sol disimula el empuje del ventarrón afuera. Es la hora en que uno tiene que decidir con qué armas va a enfrentar a los monstruos del día. Salgo al balcón envuelto en una cobija, pongo de un lado el yogurt y la fruta, del otro pluma, carpeta, control remoto, teléfono inalámbrico, teléfono celular, periódico. Hay que entrar en el día, pero sólo para salirse de él. Hay que entrar en el tiempo del proyecto. Hay que hacerse novela y desdeñar cualquier paisaje divergente. Hay que quebrar la espina de los días y transformarlos en un solo flujo. Hay que ser avariento con el tiempo. Hay que salvar la vida del capítulo náufrago, darle respiración al párrafo convulso y vida artificial a esa línea torcida que por algún motivo se niega a enderezarse. Hay que sobrevivir a los demonios engendrados.

Las diez. He expulsado al periódico y a los teléfonos. Ignoro cuanto puedo la lucha a muerte entre la podadora de un jardinero cercano y la voz de Young Jeezy escupiendo I get a lot of it desde dentro de la recámara. Contemplar un jardín esplendoroso bajo el estruendo de un motor de podadora podría llegar a ser tan desconsolador como atrapar al narrador encobijado al rayo del sol, con la facha de un tísico afiebrado cuya familia ha puesto el árbol de Navidad a destiempo, no sea la de malas...

Tiene una cierta gracia, para quienes creemos que el buen humor se disfruta mejor con cierta mala leche, descubrir que tus seres queridos realmente se preocupan por tu salud cuando te ven abordo de una obsesión así. Son los últimos meses de un proyecto largo, la dicha se confunde con la melancolía cada vez que se cae en uno de esos estados en apariencia catatónicos cuya magia evidente no es posible explicar. Se es feliz en mitad de la peripecia ajena que lo sumerge a uno en estados entre alelados, lánguidos y febriles. A lo lejos, del otro lado de la barranca, dos señoras señalan hacia acá. No alcanzo a distinguir sus facciones, ni por supuesto escucho lo que dicen, pero igual me divierto suponiendo que apuntan hacia a mí y me compadecen. A medida que avanzo obsesión adentro, imagino que escucho sus palabras perdiendo intensidad en la distancia. Pobrecito, comentan, todos los días su familia lo saca a orearse. Un día de éstos se les va a olvidar.

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5 de marzo de 2009
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36 imposibles para un libro digital

1. Imprimirle millares de huellas digitales.

2. Forrarlo de papel manila morado.

3. Sacarlo del agua y todavía leerlo.

4. Ocultar fotos viejas entre sus páginas.

5. Abrirlo en una página al azar.

6. Quitarle con lujuria la envoltura de plástico.

7. Llevárselo a una isla desierta.

8. Usar algún separador coqueto.

9. Saber a simple vista si ha sido leído.

10. Promoverlo quemando la primera edición en una plaza pública.

11. Darse el gustazo de comprarlo en pasta dura.

12. Preservar los ahorros a salvo de los ojos de los palurdos.

13. Enviarlo por correo con una carta perfumada dentro.

14. Hacer de su portada seña de identidad.

15. Apilarlo con otros: escultura fugaz.

16. Ensalivar sus hojas, hasta que se deshoje.

17. Guardarlo en una caja, ya deshojado.

18. Pagarse el lujo de reencuadernarlo.

19. Arrancarle algún prólogo infumable.

20. Fumárselo.

21. Leerlo cuasientreabierto, para no maltratarlo.

22. Imprimirle la huella de un beso en la última página.

23. Ahorrar mediante la edición de bolsillo.

24. Camuflarlo bajo la cubierta de un catecismo.

25. Toparse con un cheque sin cobrar dentro de la solapa.

26. Cambalacharlo en una librería de viejo.

27. Despatarrarlo un poco, de los puros nervios.

28. Lanzarlo en llamas a la casa del autor.

29. Envenenar sus hojas con pétalos cautivos.

30. Leerlo durante un baño de burbujas.

31. Olisquear el perfume de su última lectora.

32. Echarlo por la ventana y correr a rescatarlo.

33. Masajear las encías de un cachorro bibliófago.

34. Olvidarlo en un tren y comprarlo otra vez, sin mayor drama.

35. Aplastar a un mosquito impertinente.

36. Inspirar más incisos de esta lista de atavismos.

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16 de febrero de 2009
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La invasión de los libroides

Hay sustantivos que se niegan a morir al lado del objeto que designaban. A varios lustros del ocaso del long play, uno querría seguir hablando del nuevo disco de alguien, lo piensa una vez más y se pregunta si no sería mejor decir compacto, o tal vez suscribirse a un término más tieso, pero menos efímero, como sería el caso de álbum. La realidad es que ninguno de estos sustantivos alcanza ya para referirse a ese querido objeto que cada día tiene menos integridad y cuerpo, hasta que llegue la hora en que ya ni siquiera sea un objeto.

Por más que en la pantalla veamos al archivo representado por el correspondiente iconito, o hasta le abra uno los megabytes y consiga modificarlo radicalmente, su calidad de abstracto es fuente de insatisfacción y decepción para quienes crecimos cultivando la amable disciplina del fetichismo. Si antes el coleccionista musical se ufanaba de tener cierto número de discos en el estante, reunidos a lo largo de años de obsesiones e inversiones, hoy día cualquier desocupado con banda ancha puede bajar diez mil canciones en un par de meses sin gastarse más que su desechable tiempo. Es fácil poseer muchos archivos digitales, y todavía más fácil borrarlos para siempre porque de todas formas no tenían forma física y venían de la nada y no duele perder lo que ha salido gratis.

El nuevo Kindle de Amazon se ufana de acoger algo así como mil quinientos libros, que en realidad no son exactamente libros, sino archivos de texto que contienen la información del que sería un libro, si tuviera cuerpo. Al carecer, por tanto, de volumen, los libroides ofrecen cualidades que el tomo de papel desconoce, como la agilidad para bajar del servidor al Kindle en sesenta segundos, más todas las ventajas que se esperan de un archivo electrónico. Una de ellas, odiosa para quien lee narrativa o, el colmo, poesía, consiste en escuchar el contenido recitado por una voz electrónica.

¿Comprar una novela en sesenta segundos? Es demasiado poco. No queda tiempo para jugar con la idea, arrepentirse, volver a animarse; todos los escarceos que con frecuencia forman parte del proceso de compra de un libro, sin los cuales a algunos se nos antoja un poco menos su lectura. No digo que no compre uno libros por impulso -algunas de las más felices lecturas parten de algún prurito repentino y fortuito- sino que no me alcanzan los segundos. Necesito horas, días, puede que meses. La lectura, tal como la escritura, tiene que ver con el sano ejercicio de la paciencia. No hace falta el reloj para leer.

Los libros no son menos pacientes. Podemos desdeñarlos durante años, inclusive botarlos a media lectura, que de cualquier manera seguirán aguardándonos, en la certeza de que no son ellos los necios. Podemos, además, abusar de las metáforas y atribuir al volumen las virtudes de un ser animado. Se amista uno con una novela, nada hay como cargarla a todas partes y responder, si acaso alguien pregunta, que está enviciado de ella y no quiere soltarla. Con el rudo atavismo que la ocasión demanda, me pregunto cómo se hace eso en el Kindle. Hasta hoy, y ya pasaron diez años, no he podido arreglármelas para fetichizar un mp3. Lo escucho, lo disfruto, lo olvido. Es un montón de bytes que no puedo tocar, aunque sí duplicar indefinidamente. Cualquier día lo borro y ni me entero.

No he olvidado la tarde en que me le formé a Octavio Paz para que me firmara un entrañable volumen de poemas reunidos -gordo, azul, envidiable, traqueteado, noble; virtudes todas ellas impensables en un archivo de materia cibernética-; si hoy día me enfrentara a semejante situación, detestaría pedirle que me firmara el Kindle, así tuviera scanner y pantalla táctil.

Son patadas de ahogado, ya lo sé. En la era del clon, los fetichistas estamos de sobra -que por suerte no es tanto como estar de adorno-. Entretanto, el juguete me sale sobrando. Vamos, la sola idea de manosear por años el mismo volumen me parece en principio antihigiénica. Como otros fetichistas explican al hablar ante el juez, nada me gustaría más que pensar de otra forma, pero ahora mismo ya se me queman las habas por soltar el teclado y agarrar el objeto de papel a cuyos lomos noche a noche huyo de la estrechez del mundo real y la impostura del espacio virtual. No quiero un bólido, déjenme así a caballo. Prisa que tengan quienes les anda por morirse.

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11 de febrero de 2009
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Animal de papel

Nada hay más divertido para un niño que reinventar el mundo a la medida de sus ocurrencias. Poco importa si luego de conseguirlo no siente ya deseos de habitarlo, pues al fin se trataba nada más de creérserlo. Se siente uno orgulloso de sus métodos, les pone nombre, implementa palabras novedosas a la medida de cada invención. Cree, y no se equivoca, que jugar con las palabras es dar vuelo a los dichos más allá de los hechos, y en tanto retorcer unos y otros. Jugar a perpetrar realidades alternas supone a largo plazo la tentación triunfante de verse dentro de ellas y hacer del horizonte una elección. Estar en todas partes menos donde se debe (o como se decía entre las abuelas, menos en misa) implica contraer deudas distintas y tornar impagables las precedentes.

Ahora mismo debería estar encerrado en la habitación contigua, en cuyo piso yacen aproximadamente ciento veinte metros de líneas horizontales en tiras de diez páginas engomadas. Algo remotamente similar al tórax y las piernas de una novela. Pero si cada engrane de ficción es una fechoría funcional, hay que ver el festín de trastadas secretas que se van revelando no bien se miran juntas en un solo cuerpo. Hasta antes de imprimir el primer borrador -incompleto, tullido, cuchipando y no obstante de pie- el libro era una idea celosamente oculta; desde hace una semana, me asomo a la recámara y creo incluso que lo oigo respirar. Es, no me cabe duda, un animal. Si cuando niño no logré sonsacar a nadie para que jugara al circo de papel conmigo -los niños me miraban con extrañeza, nunca supe explicar cómo lo haríamos-, ahora la fiera acepta sola el reto. Quiere jugar conmigo, me conoce de cerca y en detalle; no en balde lleva su existencia entera parasitando mis obsesiones mayores. Me gustaría decir que me prefiere, pero si eso parece es sólo porque a nadie más puede morder.

Decir que soy su amo sería tanto como encarnar en pato y querer apuntarle a la escopeta. Desde que duerme en tiras de papel de dos y medio metros cada una -me he pasado diez horas pegándolas-, esperando a que llegue con las tijeras a practicarle la primera de sabrá el diablo cuántas cirugías mayores, me escurro ante su puerta prometiéndome que lo haré mañana, aunque no cualquier día esté uno listo para meter las garras en las entrañas del animal. Lo cierto es que no sé cuándo lo haré, ni cómo. Es posible que esté escribiendo estas líneas sólo para perderle el respeto al animal.

Pergeñar criaturas ficticias de papel buscando que después vayan y vengan solas y muerdan por su cuenta es un oficio apenas compatible con la salud mental, repleto de obsesiones enfermizas que no explican del todo la necesidad de dar vida al ficticio adefesio. Pienso en aquella escena de Posesión, donde Isabelle Adjani es mancillada vísceras adentro, en un andén del metro, por el embrión maligno que la habita. No puede uno enseñar al monstruo como está, hace falta peinarlo, equiparlo con ojos, boca y nariz, ponerle los bracitos, afilarle los dientes. Construirlo con el celo del vecino callado que inventa una granada de fragmentación.

Llega la hora de entrar, al mando de plumiles y tijeras. En lenguaje infantil, es algo así como animarse a armar una Scalextric de quinientos tramos, alimentando la fantasía extrema de que un corto circuito incendie la casa y rostice completo al animal. Puedo oírlo roncar, huelo su aliento a azufre desde acá. En resumidas cuentas, nada me tranquiliza más en este mundo que tenerle este miedo a mi engendro y esperar que una noche me coma vivo. Todo es cuestión de hacerle una buena dentadura.

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26 de enero de 2009
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Chicas que hacen sufrir

Hasta donde recuerdo, éramos más felices cuando ella conservaba un bajo perfil. La veía con frecuencia, me solazaba contemplando su temple y gozaba a su lado de esos buenos momentos entonces cada día más frecuentes, mismos que a estas alturas me dosifica con un cuentagotas. Pero alto ahí, que si sigo adelante no es para quejarme. Es seguro que ahora las pasa peor que yo, no porque sea acaso menos fuerte -si lo es más, y por mucho- sino porque sus hombros son los que hoy por hoy cumplen con la encomienda de sostener el mundo. Yo soy en todo caso un mero pasajero que viene de otro encuentro más o menos feliz con esa desazón y se pregunta solamente hasta cuándo.

No es una mujer fría. Diría incluso que es un poco demasiado emocional. No por fuerza un defecto, pero sí una complicación que no ayuda a la hora de tener el alma en vilo. Cierto es que ir a su lado a la batalla produce cantidad de emociones, mismas que desembocan en generosos flujos de adrenalina, pero sería mejor para nuestra salud si no me hiciera padecer así. No digo que una sola visita a sus pupilas resulte insuficiente para saber que una mujer como ella te hará sufrir, pero al fin qué minucia sería el sufrimiento si no incluyera los 39 azotes correspondientes. Decimos que Fulana nos ha hecho sufrir, pero callamos todo lo que le ayudamos. Ni siquiera sabe uno si con tamañas facilidades haría lo mismo, o más. Por eso digo que no me quejo de ella. La busco porque quiero. No pretendo ocultar que, como en la canción, preferiría estar solo que contento con otra, pero decir que es ella quien me hace padecer de algún modo me deja dentro de la jugada, y al fin de eso se trata la cuestión.

Me levanté temprano para verla, con los pelos parados y el consuelo de que ella no me vería con semejante facha. Uno de esos consuelos contraproducentes; yo diría abrasivos. Había programado grabarlo todo desde las siete, pero igual desconfié de la tecnología. Diez minutos más tarde, ya ocupaba ella el centro del monitor, lista para sufrir y hacer sufrir. Desde mayo está así, la pobre chica. Alguien le dijo que era la mejor del mundo y zas, le cayó el planeta encima. Era una obviedad, claro, pero hasta lo más obvio es de pronto invisible a ojos candorosos.

Más ingenuo fui yo cuando lo supe y me alegré con ella. ¿Quién querría tener que dar la cara por El Mejor del Mundo en lo que sea? Claro que desde entonces la veo más seguido. Está en todas partes y con cualquier pretexto. Su sitio web registra ya cuarenta millones de entradas. Pero llega a jugar y se me desmadeja. Jugada tras jugada se presiona, se empuja, se enfada ante el espejo de su conciencia. Y allí estamos detrás los masoquistas, con enjundia tan honda que, para no ir más lejos, quien esto escribe regresó del limbo sólo para estar listo frente a la pantalla para el primer partido de Ana Ivanovic en el Open de Australia. Un sufridero, pero al fin ha ganado. Me estiro a media cama, cansado de carreras coronarias. Imagino los días en que, todavía niña, se entrenaba en el fondo de una alberca vacía en Belgrado, luego volvía a su casa con trabajos a tiempo para eludir el próximo bombardeo.

Pueden a uno aguardarle los deleites más amplios, licenciosos y exóticos, que al final sólo acude al llamado de una de esas mujeres que hacen sufrir. Valga la redundancia.

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19 de enero de 2009
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Reprobando se aprende

La escuela está algo lejos de la casa. Francamente, dan ganas de no ir, pero basta con recordar la sensación triunfante de la noche anterior para recuperar el espíritu y lanzarse hacia allá con el ánimo fresco y la mejor disposición a mirarse humillado cada que es menester. Hace unos cuantos años, me pasaba lo mismo con el tae-kwon-do. Me sentía agotado desde los mismos ejercicios de calentamiento, luego me equivocaba con las formas -katas, que les llaman los karatecas- y al final me bastaba con que no me noquearan a patadas. Salía con las piernas temblonas del cansancio y la respiración aún entrecortada, celebrando los golpes repartidos y olvidando de a pocos los encajados. Pero ahora es distinto. Cada vez que dejamos la escuela de baile, hay una ligereza que nos acompaña a lo largo de las tres cuadras que recorremos para volver al estacionamiento. Llamémosla conciencia chévere. Quien la tiene sospecha que se tiene a sí mismo.

Si tras una sesión de tae-kwon-do me sentía capaz de estamparle la suela en la jeta al primero que me contradijera -con el riesgo latente de que ocurriera exactamente lo contrario- una hora intensiva de clases de cumbia no hace sino afirmarlo a uno en la certeza de que pasan las tardes y todavía no aprende a abrillantar el piso. El cerebro se embota, las piernas se embarullan, las manos se entorpecen, miras hacia el espejo que abarca el muro entero y te enteras de que eres un pelmazo, pero igual te empeñaste en demostrarte lo opuesto y una vez más empiezas. Uno-dos-tres, cuatro-cinco-seis. Los laterales ya están saliendo, las vueltas de repente se atoran, pero a la hora de intentar la culebra todo se viene abajo. Ya lo dice mi madre: Pobres hombres, nunca pueden pensar en dos cosas o más al mismo tiempo.

La idea no era cumbia, sino salsa, pero al llegar ahí nos bajaron los humos de un tirón. Primero lo primero, explicó la maestra, y hube de resignarme a seguir aquel ritmo que de niño me parecía detestable, comenzando por esas portadas calentonas que señalaban como libidinoso a su dueño y atentaban contra el pudor romántico infantil. ¿O es que siquiera habría tolerado el sonrojo mayor de reconocer que contra mis pequeñas convicciones me sabía de memoria la letra de La pollera colorá? Y ahí está la cuestión, nada parece haber más tentador que la idea de hacer justamente lo que uno dijo que jamás haría. Desafiarse, contradecirse, rebasarse, dar el salto, volverse y encarar lo hasta entonces extraño. ¿Por qué? ¿Por qué no, pues?

Al paso de los años escolares, recuerdo haber perdido lentamente el pavor al error. Cuando menos pensé, reprobaba materias con una indolencia que no tardó en tornarse alegría. Afortunadamente, en la escuela de baile no hay boleta de calificaciones, pero de sólo ver lo que hace uno de los maestros con mi princesa -que hasta hace una semana sólo sabía sambar- me miro reprobado una vez más. Vuelvo entonces la vista hacia aquel nuevo alumno que trastabilla como un oso beodo y se mira agobiado los pies desobedientes. Ese era yo, me digo, hinchado de esa satisfacción mezquina que suele dar cobijo a las medianías, y regreso a la pista con la desfachatez de quien ha decidido una vez más desafiar al ridículo, hasta quebrarlo.

Que otros pierdan el tiempo trazándose propósitos edificantes para el año que viene, yo me conformo con quitarme de encima esta suerte de dislexia rítmica y alcanzar el olvido de sí mismo que libera al que baila de la necesidad absurda de pensar. El olvido: qué asunto tan chévere.

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31 de diciembre de 2008
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Consider me back

¿Y ustedes qué dijeron? ¿"Éste ya se largó"? Pues no, aunque a veces ocurre que uno se pierde. Yo no sé si por gusto o por vocación, pero algunos tendemos a desaparecernos sin dejar ni rastro. Porque sí, o porque no, o porque la existencia peca de impredecible y quién es uno para contradecirla. Vamos, no es que no tengas las mejores intenciones de estar a todas horas donde deberías, y puede que te lo hayas propuesto con los ojos cerrados y la mano en la Biblia, pero como bien dicen, shit happens. Dejamos incompleto el paisaje al que se suponía que pertenecíamos, acaso porque hay algo allá afuera que intuimos necesario para completarnos.

     Antiguamente las personas se desaparecían por horas, días o semanas y nadie parecía sorprenderse.  Hoy día, nunca falta quien patalea y se esponja porque no da contigo en el celular, o porque te mandó un e-mail a las dos de la tarde, ya casi dan las tres y aún no te has dignado responder. "¿Qué se cree este mamón?", respingan y ya piensan en borrarte de su lista. Castigo que, a todo esto, conlleva algunas recompensas socialmente incorrectas, más todavía si no se ha perdido uno contra su voluntad, ni a solas, ni piensa aparecerse en un buen rato. Se disfruta no sólo de la libertad de saberse perdido e inencontrable; también de imaginar la indignación de esos probables perseguidores que insisten en negarle a uno el derecho a ser uno y esfumarse.

     "¿Dónde andará este escuincle, con un demonio?", repelaba mamá y uno la contemplaba desde su escondite, reprimiendo la risa y de paso el aliento. "Díganle a Perengano que está reprobado", sentenciaría el maestro mientras uno atendía a la clase de billar, asignatura básica en la universidad de la vida. "¡No quiero que me vuelvas a llamar!", grita el contestador telefónico y uno entiende que la última parranda terminó por dejarlo inapelablemente soltero. "Que dice el director de Recursos Humanos que te presentes de inmediato en su oficina", reza un post-it abandonado desde hace varios días en el escritorio, sin que uno haya hecho mucho más que leerlo con un poco de prisa y una nada de apuro. Despedí a mi patrón desde mi primer empleo, celebra la canción de Zeca Baleiro y uno, que como he dicho quiere ser responsable, se pregunta por qué jodidos le ha tocado ser justamente como uno.

     Es probable que consiga explicarlo, pero la gracia está en dejarlo así. Por más que no fume uno, siempre llega la hora en que se hace preciso salir por cigarros a Hong Kong. Desconectarse, irse, morirse por un tiempo sin por ello tener que curarse en salud, darse el lujo de darle la espalda al mundo, así sea para abrazarlo después. Ahora mismo persigo a un personaje que lleva años borrado del mundo perceptible, y al hacerlo no sé sino perderme, mas creo con pasión de fugitivo que ahora, como siempre, perderse es encontrarse.

     No respondo los mails. No prendo el celular. No contesto el teléfono, ni devuelvo llamadas. Soy un asco en el universo online, pero de ahí a faltar a la cita navideña ya hay demasiado trecho. Hace un año de menos dejé algunos regalos en video para los habitués de este rincón de El Boomerang, pero esta vez regreso como aquellos faroles de la calle que con trabajos traen los zapatos puestos, pero alzan la botella porque sienten nostalgia y pretenden brindar con quien se deje. Salud Guada, Tamiris, Mauligno, Gabriel, Démina, Celestina, Scarlett, Di, Kiddo, Marce, Ana, Lillies, Mita, Rosa María, Paola, Lilith, Enjouee, Geovani, Coty, Emmanuel, Jorge, York, Escarola, Evelyn, Chaviman, CadaCual, Zoch, Alicia, Mariela, Kikis, Rizzo, León, Ex-00000, Yosoyyo, Abrome, Viridiana, Luis, Mayte, Aspasia, Erika, Viridiana, Enrique, Dulce Geisha, Námor, Antifans, Arros, Ycia, Ryksz, Rana y cada uno de los otros, que no por no nombrarlos dejo de levantar este vidrio en su honor.

     Hace unos pocos meses, llegué corriendo hasta el departamento de vinos y licores de una tienda y pregunté, sin muchas esperanzas, si por casualidad tenían champaña fría; un par de días después, un lector de este blog, presente en esa tienda durante aquellos momentos, creyó haberme escuchado pedir Château Lafite y así lo escribió aquí. Salud, también, por ésa y las demás confusiones sin las cuales no habría ficción posible. Y bien, es 24 de diciembre. Merry Crisis, y gracias por la paciencia.  

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24 de diciembre de 2008
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