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La invasión de los libroides

Por 11 de febrero de 2009 diciembre 13th, 2021 Sin comentarios

Xavier Velasco

Hay sustantivos que se niegan a morir al lado del objeto que designaban. A varios lustros del ocaso del long play, uno querría seguir hablando del nuevo disco de alguien, lo piensa una vez más y se pregunta si no sería mejor decir compacto, o tal vez suscribirse a un término más tieso, pero menos efímero, como sería el caso de álbum. La realidad es que ninguno de estos sustantivos alcanza ya para referirse a ese querido objeto que cada día tiene menos integridad y cuerpo, hasta que llegue la hora en que ya ni siquiera sea un objeto.

Por más que en la pantalla veamos al archivo representado por el correspondiente iconito, o hasta le abra uno los megabytes y consiga modificarlo radicalmente, su calidad de abstracto es fuente de insatisfacción y decepción para quienes crecimos cultivando la amable disciplina del fetichismo. Si antes el coleccionista musical se ufanaba de tener cierto número de discos en el estante, reunidos a lo largo de años de obsesiones e inversiones, hoy día cualquier desocupado con banda ancha puede bajar diez mil canciones en un par de meses sin gastarse más que su desechable tiempo. Es fácil poseer muchos archivos digitales, y todavía más fácil borrarlos para siempre porque de todas formas no tenían forma física y venían de la nada y no duele perder lo que ha salido gratis.

El nuevo Kindle de Amazon se ufana de acoger algo así como mil quinientos libros, que en realidad no son exactamente libros, sino archivos de texto que contienen la información del que sería un libro, si tuviera cuerpo. Al carecer, por tanto, de volumen, los libroides ofrecen cualidades que el tomo de papel desconoce, como la agilidad para bajar del servidor al Kindle en sesenta segundos, más todas las ventajas que se esperan de un archivo electrónico. Una de ellas, odiosa para quien lee narrativa o, el colmo, poesía, consiste en escuchar el contenido recitado por una voz electrónica.

¿Comprar una novela en sesenta segundos? Es demasiado poco. No queda tiempo para jugar con la idea, arrepentirse, volver a animarse; todos los escarceos que con frecuencia forman parte del proceso de compra de un libro, sin los cuales a algunos se nos antoja un poco menos su lectura. No digo que no compre uno libros por impulso -algunas de las más felices lecturas parten de algún prurito repentino y fortuito- sino que no me alcanzan los segundos. Necesito horas, días, puede que meses. La lectura, tal como la escritura, tiene que ver con el sano ejercicio de la paciencia. No hace falta el reloj para leer.

Los libros no son menos pacientes. Podemos desdeñarlos durante años, inclusive botarlos a media lectura, que de cualquier manera seguirán aguardándonos, en la certeza de que no son ellos los necios. Podemos, además, abusar de las metáforas y atribuir al volumen las virtudes de un ser animado. Se amista uno con una novela, nada hay como cargarla a todas partes y responder, si acaso alguien pregunta, que está enviciado de ella y no quiere soltarla. Con el rudo atavismo que la ocasión demanda, me pregunto cómo se hace eso en el Kindle. Hasta hoy, y ya pasaron diez años, no he podido arreglármelas para fetichizar un mp3. Lo escucho, lo disfruto, lo olvido. Es un montón de bytes que no puedo tocar, aunque sí duplicar indefinidamente. Cualquier día lo borro y ni me entero.

No he olvidado la tarde en que me le formé a Octavio Paz para que me firmara un entrañable volumen de poemas reunidos -gordo, azul, envidiable, traqueteado, noble; virtudes todas ellas impensables en un archivo de materia cibernética-; si hoy día me enfrentara a semejante situación, detestaría pedirle que me firmara el Kindle, así tuviera scanner y pantalla táctil.

Son patadas de ahogado, ya lo sé. En la era del clon, los fetichistas estamos de sobra -que por suerte no es tanto como estar de adorno-. Entretanto, el juguete me sale sobrando. Vamos, la sola idea de manosear por años el mismo volumen me parece en principio antihigiénica. Como otros fetichistas explican al hablar ante el juez, nada me gustaría más que pensar de otra forma, pero ahora mismo ya se me queman las habas por soltar el teclado y agarrar el objeto de papel a cuyos lomos noche a noche huyo de la estrechez del mundo real y la impostura del espacio virtual. No quiero un bólido, déjenme así a caballo. Prisa que tengan quienes les anda por morirse.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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