Xavier Velasco
Hasta donde recuerdo, éramos más felices cuando ella conservaba un bajo perfil. La veía con frecuencia, me solazaba contemplando su temple y gozaba a su lado de esos buenos momentos entonces cada día más frecuentes, mismos que a estas alturas me dosifica con un cuentagotas. Pero alto ahí, que si sigo adelante no es para quejarme. Es seguro que ahora las pasa peor que yo, no porque sea acaso menos fuerte -si lo es más, y por mucho- sino porque sus hombros son los que hoy por hoy cumplen con la encomienda de sostener el mundo. Yo soy en todo caso un mero pasajero que viene de otro encuentro más o menos feliz con esa desazón y se pregunta solamente hasta cuándo.
No es una mujer fría. Diría incluso que es un poco demasiado emocional. No por fuerza un defecto, pero sí una complicación que no ayuda a la hora de tener el alma en vilo. Cierto es que ir a su lado a la batalla produce cantidad de emociones, mismas que desembocan en generosos flujos de adrenalina, pero sería mejor para nuestra salud si no me hiciera padecer así. No digo que una sola visita a sus pupilas resulte insuficiente para saber que una mujer como ella te hará sufrir, pero al fin qué minucia sería el sufrimiento si no incluyera los 39 azotes correspondientes. Decimos que Fulana nos ha hecho sufrir, pero callamos todo lo que le ayudamos. Ni siquiera sabe uno si con tamañas facilidades haría lo mismo, o más. Por eso digo que no me quejo de ella. La busco porque quiero. No pretendo ocultar que, como en la canción, preferiría estar solo que contento con otra, pero decir que es ella quien me hace padecer de algún modo me deja dentro de la jugada, y al fin de eso se trata la cuestión.
Me levanté temprano para verla, con los pelos parados y el consuelo de que ella no me vería con semejante facha. Uno de esos consuelos contraproducentes; yo diría abrasivos. Había programado grabarlo todo desde las siete, pero igual desconfié de la tecnología. Diez minutos más tarde, ya ocupaba ella el centro del monitor, lista para sufrir y hacer sufrir. Desde mayo está así, la pobre chica. Alguien le dijo que era la mejor del mundo y zas, le cayó el planeta encima. Era una obviedad, claro, pero hasta lo más obvio es de pronto invisible a ojos candorosos.
Más ingenuo fui yo cuando lo supe y me alegré con ella. ¿Quién querría tener que dar la cara por El Mejor del Mundo en lo que sea? Claro que desde entonces la veo más seguido. Está en todas partes y con cualquier pretexto. Su sitio web registra ya cuarenta millones de entradas. Pero llega a jugar y se me desmadeja. Jugada tras jugada se presiona, se empuja, se enfada ante el espejo de su conciencia. Y allí estamos detrás los masoquistas, con enjundia tan honda que, para no ir más lejos, quien esto escribe regresó del limbo sólo para estar listo frente a la pantalla para el primer partido de Ana Ivanovic en el Open de Australia. Un sufridero, pero al fin ha ganado. Me estiro a media cama, cansado de carreras coronarias. Imagino los días en que, todavía niña, se entrenaba en el fondo de una alberca vacía en Belgrado, luego volvía a su casa con trabajos a tiempo para eludir el próximo bombardeo.
Pueden a uno aguardarle los deleites más amplios, licenciosos y exóticos, que al final sólo acude al llamado de una de esas mujeres que hacen sufrir. Valga la redundancia.