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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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La cláusula de Unamuno

No es lo mismo creerle a una mujer que creer en una mujer. En el primer caso se requiere que su argumentación parezca verosímil, en el segundo basta con que sus ojos no lo sean. Se cree en una mujer por excepción divina y razones paganas, con fanatismo y ánimo de cruzado, aun y sobre todo si miente con descaro. Se cree en una mujer igual que en el costal de Santa Claus, la canasta del conejo de Pascua, la cuenta bancaria del ratón de los dientes de leche y el vuelo bajo de la mariposa nocturna. Se cree en una mujer como quien organiza un motín en la cárcel odiosa del sentido común, pues contra él solemos pelear los fanáticos. Que otros rindan tributo a bautismos, circuncisiones, reencarnaciones y transfiguraciones, yo creo en las mujeres imposibles. 

—Ya le dije que para usted no soy mujer. Si insiste en verme así, coleguita, voy a verme obligada a solicitar mi transferencia y a ver entonces qué esperpento le mandan —Afrodita del Carmen tiene la facultad sobrenatural de cargar las ensoñaciones más ingrávidas con comentarios tétricamente sólidos. —Además, yo no soy imposible. Tenemos un contrato pro-fe-sio-nal que automáticamente me excluye de su horizonte galante. Cláusula 195, inciso C.

  En fin, que me he tragado todo con obediencia supersticiosa. Qué voy a hacer, si soy de esos ingenuos que creen en Santa Claus sólo porque lo vieron caer de la chimenea. Aunque, ya en la práctica, incluso los fanáticos sabemos ser escépticos, por eso es que a Afrodita le creo solamente lo que me conviene. Descreo profundamente, por ejemplo, de la cláusula 195 de nuestro contrato, especialmente de su inciso C. Eso de que ella pueda ser mujer para cualquiera menos para mí me parece una exclusión insensible, inhumana e intolerable. Es decir, tolerable sólo para quien gusta de cortejar mujeres imposibles.

  —La profesión de musa, coleguita, es bastante menos etérea y mucho más sacrificada de lo que deja ver el estereotipo.

  —¿No tendrías que hablar con acento madrileño? —súbitamente me urge que me ayude a creerle.

  —No, colega. Yo pertenezco a Unamuno.

  —¿A don Miguel?

  —A la Unión Nacional de Musas Novelistas. Las únicas autorizadas para operar en territorio nacional. Las demás son piratas, yo sé lo que le digo.

  —Querrás decir musas de novelistas.

  —Cuidado, coleguita, no se equivoque. Nos costó muchos años conquistar esa reivindicación que ahora usted pretende regatearnos. ¿Ya se puso a pensar que un día no muy lejano acabaremos dividiendo las regalías? Por lo pronto, y en unos cuantos días, cuando ya haya podido apreciar la calidad de mi trabajo, se va dar cuenta de que el novelista viene a ser algo así como un ejecutivo de la musa. Un secretario, incluso.

  Cuando se cree en una mujer imposible, poco importa que sea una legalista sin corazón, una impostora sistemática, una sindicalista mesiánica o una extorsionadora espiritual. Se cree en ella no tanto a pesar de una o más de esas cosas, como precisamente por su causa. Se cree en ella hasta el fin porque al final puede uno vivir sin ella, pero no sin contarla fervientemente a ella. Y cree uno en las cosas que cuenta porque es la única forma de que algún día sucedan.

  —Debe de haber millones de hechos verdaderos que hasta hoy todavía siguen sin pasar... —no sé si un día voy a acostumbrarme a apuntar sin complejos los comentarios de Afrodita del Carmen. Por un lado, me sigue intimidando que aborde así mi tren de pensamiento, por el otro me niego a darle gasolina para esos extremismos de índole golpista según los cuales yo tendría que ser su mayordomo —...anótelo, no se haga el occiso, si no luego qué va a escribir en El Boomeran(g).

  —Llena eres de gracia, Afrodita del Carmen —comento de repente, mientras voy anotando en el cuaderno.

  —Amén, coleguita —en términos concretos, uno cree en las mujeres imposibles porque sólo ellas llenan los altares. Lo demás ya es superstición y fanatismo.

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11 de julio de 2007
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Una musa es una musa es una musa

Octavio Paz contaba la anécdota del librepensador que, harto de discutir con un obispo y un marxista ortodoxos, abandonó la mesa sentenciando: "Los dejo con sus masas y sus misas, yo me voy con las mozas que son mis musas." No sé si sea del todo conveniente, y desde luego no es mentalmente sano, transformar a una moza en una musa, pero al menos se trata de un engorro evitable. Contra el proceso inverso no hay defensa. Por más que la interfecta se identifique como musa profesional, presente credenciales y enarbole una carta de El Boomeran(g) donde se le encomienda la misión respectiva, no puede uno evitar el grito de la carne detrás del resplandor.

—¡Quietos, perros! —rugió casi Afrodita del Carmen Martínez-Goebbels una vez que acabó de acreditar el ímpetu de la jauría que irremediablemente dejé escapar tras ella. Pero no parecía muy asustada. Al contrario, sus ojos daban miedo. De haberme hipnotizado en un parpadeo, Afrodita de súbito me contemplaba con la resolución de quien se basta sola para castrar un buey.

Lejos de interesarme en comprobar sus dotes carniceras, tampoco me acababa de creer su coartada, y de hecho tenía más de una razón para sospechar que la tal Afrodita era una impostora, o una estafadora, o en cualquier caso un peligro latente. "Estas cosas no pasan", me decía, con ese irresponsable paladeo vital implícito en las ganas de rebasar la frontera borrosa de lo verosímil. "Nadie me va a creer", piensa uno.

—Esa es otra razón para escribirlo, coleguita —disparó intempestivamente Afrodita, cual si hubiese leído mis reflexiones íntimas.

—¿Escribir qué? —intenté desafiarla, un tanto infantilmente.

—Escriba lo que sea, pero ya, que se nos va a hacer tarde.

—¿Y así es como pretende usted inspirarme, señorita Martínez-Goebbels? —no le tenía miedo a ella, sino a mí. O en fin, al zombi en que Afrodita podía convertirme en un tronar de dedos. Había que defenderse, por más que fuera inútil y quién sabría si contraproducente.

—La inspiración es pura transpiración, y yo con sus fluidos no me mezclo. Mi papel como musa es exclusivamente incrementar su productividad. Me encanta dar fuetazos, coleguita.

Es seguro que otro que no fuera yo habría sacado a empujones a otra que no fuera ella. De modo que no había nada qué hacer, de muy poco valía intentar resistirse a la fuerza centrípeta de sus solas pestañas, empeñadas en orillarme a encontrar una moza de carne, hueso y entraña en la figura etérea de una musa.

—Tampoco tan etérea, tenemos un contrato y hay que cumplirlo. Y antes de que me diga que ya le estoy leyendo el pensamiento, sépase de una vez, coleguita, que está tratando con una profesional. Todos piensan igual, y hasta en el mismo orden, apenas una llega y se presenta. No sé cómo hacen para no escribir todos la misma novela.

No debería ser motivo de alegría verse identificado con el capataz, pero es un hecho que ahora mismo prefiero someterme al látigo inclemente de su ironía y no al garrote vil de su silencio. No me importa si miente o si me estafa, y si llego a enterarme preferiría hacerme el disimulado. Repetiría cien veces que estas-cosas-no-pasan.

—¿Seguro que no pasan, coleguita? —una de dos: Afrodita del Carmen me está leyendo el pensamiento por telepatía simple o por tecnología bluetooth. En cualquier caso, es una mujer peligrosa. Y es aún más peligroso llamarla mujer. O llamarla siquiera con el pensamiento. Que es como comúnmente llamamos al diablo. Ahora que si las cosas siguen como van, no me parecería del todo extravagante comenzar cualquier noche a llamarlo suegro.

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10 de julio de 2007
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Sorpresas te dan las diosas

No se trata de armar un diario en estas páginas, pero hallo indispensable consignar lo siguiente: me he levantado con los pelos de punta. No exactamente por el roce constante con la almohada, como por la promesa que me han colgado en la publicidad del blog en curso: "Sorprender a medio mundo cada día". ¿Tengo yo que hacer eso? Mierda, y ahora qué hago, me acosé mientras abatía el yogurt a cucharazos...   

Ahora bien, "medio mundo" es un término elástico. En primera, reduce el universo aludido al cincuenta por ciento de su dimensión; en segunda, la idea se deja combinar con aquella expresión afortunada: "¡Qué pequeño es el mundo!", y de paso con otra, que a su manera dice más o menos lo mismo, y lo mismo nos sirve para celebrar un encuentro azaroso: "Somos catorce, a lo sumo dieciséis". Aún así, la idea de sorprender a ocho fulanos cada nuevo día (dieciséis entre dos: medio mundo) se antoja complicada, por no decir quimérica.   

"Siempre que pasa lo mismo, sucede igual", sentencia una verdad de Perogrullo que bien podría ser la Cuarta Ley de Newton. Pero es que así es la cosa, uno se sienta cada día a escribir y atrás de las palabras vienen las dudas. Se está al principio de una brecha incierta, cada paso adelante va eliminando posibilidades, y uno de pronto trota y se pregunta si por casualidad habrá un abismo súbito diez pasos más allá. Todo, no obstante, entra en la diversión de ir desflorando espacios en blanco, y luego constelarlos de enmiendas y tachones.   

—Tendría que empezar por sorprenderme solo —atino a mascullar, como queriendo poner punto final a las divagaciones de rigor en torno a la esterilidad matinal, cuando para acabarla de joder suena el timbre. O mejor dicho comienza a sonar. Intermitentemente. Progresivamente. Intolerablemente.

  —¡Quién! —vocifero desde la escalera, ya corriendo y deseando bañar al visitante en hostilidad extrema. "Está pa' mearlo", que decimos aquí. Pero al abrir la puerta me deslumbra la imagen de una diosa en potencia y en persona. Me contempla, sonriente y deslumbrante, sin dejar todavía de oprimir el botón del timbre.   

—Con alguna frecuencia —me guiña el ojo izquierdo, y es como si en un golpe de pestañas me diera el banderazo de llegada a la gloria celestial—, la crispación se alcanza y se sostiene mediante la continuación indefinida del estímulo —dicho esto quita el dedo del timbre, adelanta una mano, apergolla la mía, se presenta: —Afrodita del Carmen Martínez-Goebbels, para servir a usted de aquí en adelante.   

—¿De aquí a dónde? —trato de comprar tiempo, sin atreverme aún a perder detalle del resplandor ardiente de sus pupilas.   

—De aquí a la eternidad, se dice en estos casos —cuando menos lo pienso, ya está dentro. Cierro la puerta mecánicamente, voy tres pasos detrás de sus caderas, imantados los pies por aquel magnetismo incandescente.   

Siempre que una mujer así nos llega de la nada, decimos que ha caído del cielo, igual que los relámpagos y las tormentas. ¿Quién es esta Afrodita del Carmen? ¿Qué diablos hace encerrada en mi casa, ligeramente contra mi voluntad? ¿Porque me hace esto frente a medio mundo? Insisto en comprar tiempo: veinticuatro horas me caerían del cielo. Necesito peinarme, por lo pronto...

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9 de julio de 2007
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Blogjob

Dice el viejo proverbio que un amigo es quien te ayuda a cargar con la mudanza, y un verdadero amigo es aquél que te ayuda a cargar con los cuerpos. En el caso de un novelista, la carencia de amigos verdaderos es lamentablemente reglamentaria. Tiene uno que arrastrar a solas el cadáver, cavar la zanja, depositarlo dentro, darle algunos palazos para estar bien seguro, y al fin echar encima tanta tierra como urgencia se sienta de olvidarlo. No es deseable empezar otra novela sin haber enterrado a los protagonistas de la anterior, ni darse a comenzar un nuevo proyecto sin abrirle un espacio entre los vivos, ni dejar insepultos a los nuevos fiambres. Tal vez por su naturaleza embrionaria, los personajes de una novela en proceso tienden a ser voraces, díscolos y celosos. No puede uno llegarles de la noche a la mañana con la noticia exótica de que va a comenzar con un blog y de hoy en adelante habrá que alimentarlo de lunes a viernes, pero eso no lo supe hasta que descubrí a la impulsiva I. —no me es dado nombrarla, so pena de perderla— haciendo la maleta.

¿Qué iba yo a hacer? ¿Rogarle? Inspira cierta lástima un autor sojuzgado por sus personajes, pero peor es el caso contrario, donde el que escribe ejerce tal tiranía que nadie sino él logrará entretenerse. Cuando salí tras ella, I. ya volaba abordo de un taxi —"Sáqueme de esta historia", le habrá dicho al chofer—. Luego de perseguirla de ida y vuelta por toda la avenida de los Insurgentes —que equivale, en tiempo y distancia, a correr dos maratones completos— aceptó regresar, aunque a regañadientes. ¿Qué argumentaba ella, tanto como otros personajes centrales, el narrador entre ellos, furiosos contra el nuevo proyecto? Que la novela acabaría yéndose por el blog. Que ambos bretes no encajan en un mismo cacumen. Que a eso se le llama promiscuidad literaria.   

—He dicho "literal", no "literaria" —corrigió todavía I., que seguía temblando del berrinche y aún dudaba en deshacer su equipaje.

—Me da vergüenza —súbitamente argüí, con malicia de chantajista aventajado— verme en el espejo y encontrar que pretendo traer al mundo a un hatajo de pusilánimes, y todavía me atrevo a llamarlos "personajes".

Se hizo un silencio espeso, similar al que se arma en las cantinas mexicanas cuando parece que alguien quiere pelea. Algo que fácilmente se creen los gringos, pero muy rara vez alcanza a suceder, pues resulta que aquí nos gusta declarar la guerra con el sano propósito de evitarla. No queremos pelear, estamos negociando. ¿Iba yo a desvelar la historia en ciernes en ese tal El Boomeran(g)? Les prometí que no, y hasta les expliqué la mística supersticiosa según la cual primero me dejo despellejar antes que revelar tan íntimos secretos. Acto seguido desaparecí, sólo para volver con la pala en la mano. ¿Quién quería ser el próximo cadáver?   

A Clint Eastwood solían funcionarle esos trucos, aún en las cantinas mexicanas. Sin más qué negociar, abrí la MacBook como quien desenfunda una Magnum y recordé el proverbio que hablaba de mudanzas, cuerpos y amigos verdaderos. Era hora de agarrar a El Boomeran(g) en el aire y empezar de una vez con el trabajo, al tiempo que entre dientes mascullaba una breve frase de rigor...   

Gracias, Clint

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6 de julio de 2007
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