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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Sauerkraut à la Rochefoucauld

Toda pena de amor, decía La Rochefoucauld, es de amor propio. Supongo que por eso se goza compartiéndolas, alguien adentro crece cada vez que consigue montar el espectáculo del alma espinada. Así, quien nos consuela no lo hace tanto porque le conmueva todo lo que sufrimos, como para evitar que creamos que nuestro sufrimiento espiritual le tiene sin cuidado. Esto es, que ni flagelándonos así parece nuestra vida tener gracia. Y eso sí que sería una ingratitud, pues la función social de las penas de amor consiste justamente en dar al propio tiempo consuelo y buenas nuevas a quienes hasta ayer nos temían dichosos.

  —A la pregunta "¿cómo estás?" sólo suele seguirle una conversación si la respuesta es "mal". Imagine, colega, un país donde todos estuvieran siempre bien: la República de los Papanatas. De entrada, usted se moriría de hambre. Yo por mi parte me haría bruja, por pura piedad. Iría de pueblo en pueblo haciendo el mal sin mirar a cual, la gente se echaría a sollozar a mis pies. ¡Gracias, Bruja Afrodita, sin ti seríamos todos unos pazguatos! —insisto, hay en mi musa un dejo de virgen piadosa. ¿Cómo no hallar una alta generosidad en la conducta de quien, contradiciendo al mismo La Rochefoucauld, va por la vida disfrazando sus virtudes de vicios?

Cierto es que no cualquiera tiene penas de amor, igual que no a cualquiera le anotan goles. Yo, por ejemplo, no he recibido uno solo desde que era niño, y para asegurarme de seguir así me abstengo de siquiera pisar una cancha. A cambio de ello, tampoco los anoto. Puedo vivir sin goles y ahorrarme cantidad de dramas y festejos prescindibles, pero me daría horror engrosar, así fuera por unos cuantos días, el regimiento gris de quienes son inmunes a las penas de amor. "Los recuerdos son huellas de lágrimas", apunta Wong Kar-Wai en los inicios de su 2046.

  —Me gustó esa película, colega, y más todavía me gusta que reconozca al fin el valor de mi trabajo. No sé si usted lo sepa, pero el ego es un órgano elástico. Despierta en la mañana hinchado como un Zeppelin y luego de unos pocos desencantos vuelve a la cama con la autoestima de un condón desechado. Es lo normal, le digo. Como sucede con otras zonas del cuerpo, no pocas de ellas conectadas al ego, la hinchazón o el encogimiento permanentes son taras indeseables. Por eso le decía la otra vez que mi trabajo no es hacerlo feliz. Para eso tiene usted a su trabajo. Mi papel es tratar de evitar que el ego se le ponga rígido por efecto del entumecimiento, y entonces se nos vuelva un apestoso victimista, o por causa del sobrecalentamiento, y en tal caso termine como uno de esos idiotazas que escriben más libros de los que leen.

  —¿Cómo sabes que un ego se pasa de tieso? ¿No hay por ahí egos engarrotados y asintomáticos? ¿Es tan malo tener un amor propio incestuoso? —la provoco sólo por comprobar que es mala, y entonces obligarme a justificarla fabricando las pruebas de que es buena. Si el amor propio no fuera corrupto, habríamos millones de muertos por amor.

  —¿Que cómo sé que uno de mis clientes tiene rígido el ego? Muy simple: trae el culo apretado, como si medio mundo lo codiciara. Y ni siquiera hay que asomarse para comprobarlo: se les ve en las facciones, en los ojos, hasta en la forma de ver el reloj. Fíjese en los políticos que peor le caigan, ¿no juraría que sufren estreñimiento crónico, entre otras retenciones inútilmente díscolas?

Siento hervir un inútil rencor en la boca del ego cada vez que Afrodita me embarra a sus clientes y da a entender que estoy en esa lista. ¿Qué puede hacer un hombre de ego elástico y corazón abierto cuando siente llegar nuevas penas de amor? La Rochefoucauld lo resolvía en dos patadas: Nunca es uno tan infeliz como cree, ni tan feliz como quisiera.

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25 de julio de 2007
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¿Te importa si me persigno?

Hace gracia pensar que aún hace veinte años había quienes realmente creían que ciertos discos de larga duración tocados en reversa reproducían mensajes diabólicos. Hoy, cuando aquella complicada operación puede hacerse impecablemente en cualquier editor digital de sonido, no se sabe de un solo hallazgo al respecto. Ahora bien, veinte años no pasan en balde; especialmente para el demonio, que no por ser más diablo es menos vulnerable al efecto del tiempo. Cada vez que aparece en la televisión uno de aquellos grupos de rock de la era del demoniaco disco de vinil, hay un hedor a azufre que satura el ambiente, como en esas historias de pactos con el diablo donde el protagonista sin querer lo invocaba y él se le aparecía en medio de una nube amarillenta, generalmente con un contrato en la mano.

  —¿Me llamaba, colega? —una de las ventajas de trabajar de musa es saberse invocada a todas horas, como la buena suerte y el amor. No acostumbran quedarse mucho tiempo, y si lo hacen nos dejan deudas estratosféricas, pero su compañía es tan deliciosa que mientras dura nos hace creer invencibles. Según Afrodita, es ella quien me dicta los renglones; según yo, son sus ojos estupefacientes los que me orientan entre la negrura.

El rock es como el diablo que te ofrece un contrato por cierto número de años en los que gozarás de su milagrosa y divertidísima protección, y pasado ese tiempo regresa para cobrarse con tu alma. No es extraño que numerosos rock stars busquen la compañía de las porn queens, si unos y otras brillan con la fecha de caducidad impresa en la etiqueta. Quiero decir que estoy aquí pasmado delante de un concierto de los New York Dolls y observo que la sola estampa de David Johansen bastaría para lanzar una edificante campaña Ahmadineyad-made, en pro de la moderación y el recogimiento. ¿Qué hace el mundo con sus rockeros caducados, auténticos desechos nucleares de sí mismos? ¿Dónde meter a quienes lo apostaron todo por el presente, al extremo de envanecerse desterrando al pasado y repitiendo que no había futuro? ¿De verdad es mejor arder que desvanecerse? ¿Quién echa el primer leño sobre Iggy Pop?

  —La fotogenia es privilegio de muertos puntuales, colega. A ver, ¿cuándo le ha visto una arruga a Jim Morrison? Con todos mis respetos para el señor de allá abajo, no me parece pulcro que se lleve las almas y deje aquí los cuerpos apestando a azufre. Ahora que, si hemos de ponernos sinceros, a usted no le preocupan los New York Dolls. Lo que realmente le horroriza es toparse con un reloj tan riguroso. Si hubiera que atenerse al estándar vetusto de los Sex Pistols, todo rockero mayor de 25 años sería técnicamente un anciano, y por supuesto ya no un rockero.

Los mensajes diabólicos del rock no están ocultos. Basta con asomarse al semblante vacío de una estrella descontinuada para entender que el del trinche y los cuernos es hombre de palabra y a la letra cumple con sus contratos. No sería del todo descabellado aventurar que gente como Kurt Cobain, Janis Joplin y Sid Vicious no hicieron sino romper con el contrato que a tantos en su gremio ha condenado a vivir como zombis memoriosos.

  —¿Ha visto a Chrissie Hynde recientemente, colega?

  —La vi ayer, en la tele. Una muñeca de 56 con el cuerpo de una viejecilla de 27. Lo que yo llamaría haber firmado un buen contrato.

  —Es lo bueno de ser mujer, traen la musa integrada. No necesitan de esa visión femenina sin la cual, por ejemplo, usted mismo estaría invocando al diablo en este momento. ¿Sabe por qué los escritores viven más años que los rockeros? Yo sé lo que le digo: las musas somos dramáticamente más saludables que los demonios. De hecho, no sé si se haya dado cuenta que hace tiempo soy yo quien lidia con ellos...

  —Creí que tu presencia los había ahuyentado...

  —Soy su musa, colega, no su hada madrina. Los soborno, pero no los domino. Así que no me eche la culpa si cualquier día de estos se acuesta con el cutis de Brian Jones y se levanta con el de Keith Richard, ya ve que a los del trinche les gustan esas bromas.

  —Si yo fuera tu padre, te obligaría a hacer buches de agua bendita

  —¿Lo dice usted, o está citando a Cat Stevens?

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24 de julio de 2007
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Declaración (a falta) de principios

Me han sugerido que la deje ya, pero pasa que no me da la gana. O mejor, que la gana me da en sentido muy contrario. Me dicen que es nociva y embustera, que lo mío es adicción y lo suyo un abuso, que hace tiempo no tengo los pies sobre la tierra y no hace bien volar con alas prestadas... Los pobres no imaginan que cada una de sus graves advertencias no hace sino empujarme hacia esos ojos tóxicos y alucinógenos sin los cuales la vida me parece un negocio de animales rastreros peleando en pos de un trozo de carroña. Ya sé que hay un Gran Premio para quien sigue el Instructivo a la letra; lástima que el castigo se me antoje más. Qué quieren que les diga, no encuentro peor augurio que un buen consejo.

No pretendo minar el justo aprecio que otros puedan sentir por el Instructivo; cuestiono solamente su pretendida universalidad, pues así como es cierto que dos más dos dan cuatro, no menos verdad es que de pronto dan cinco, o hasta seis. ¿Que si puedo probarlo? Por supuesto que no: la parte apasionante de la vida es, aún y por fortuna, aquella que no acepta ser probada. Valga decir, la zona improbable. No se puede probar el odio, ni el amor, pero tampoco ayuda negarlos. Según el Instructivo, la afición por una mujer imposible no puede conducir a nada bueno. ¿Qué sabe el Instructivo del suntuoso deleite de hacerse el mal con una tal por cual?

  —Qué bonito, colega, ¿habla de mí? —sólo quien ha caído en el sortilegio de una mujer imposible sabe apreciar la tenue diferencia entre un desdén coqueto y un guiño arrepentido. Afrodita del Carmen administra unos y otros con destreza de diva, fragilidad de ninfa y colmillo de golfa: tres de las aptitudes a evitar, según el Instructivo.

Cuando la realidad comete el despropósito de contradecirnos en los labios de una amante imposible, lo que hace es invitarnos a sacarla del juego y sustituirla por otra realidad mejor, o en todo caso un tanto más elástica. Porque en casos como estos la cordura es lo que primero y más alegremente se pierde —¿o será que se invierte?— con tal de que la amante improcedente no se mueva del nicho donde uno la subió, en ese territorio soberano donde sólo la subjetividad más arbitraria se aparece objetiva y balanceada. Todo el amor se mueve en estas tierras, y desde siempre el arte y el gusto por lo inútil van tras él: me basta esa coartada para dar a Afrodita del Carmen Martínez-Goebbels, musa de profesión y capataz de oficio, el crédito que tantas chicas buenas no alcanzan a obtener siguiendo religiosamente el Instructivo.

  —¿Ve por qué no me gustan las frases amorosas, coleguita? Al final, nunca estoy segura de que no me insultaron entre flor y flor. Casi-casi me dice que estoy aquí de musa porque soy un fracaso como mesalina...

  —¿Yo dije eso, Afrodita? Si así fuera, también habría dicho que, en cambio, eres un éxito como mussolina.

  —Se lo advierto, colega: deje en paz a mis clásicos.

  —¿Intentas persuadirme de que no eres un ángel? —no está entre las prerrogativas de una mujer imposible manchar su propia imagen ante quien turbulentamente la desea, pues una vez que dos más dos dan cinco la mayor evidencia semeja el mayor fraude.

  —La verdad, me conformaría con persuadirlo de que no me ande haciendo esa famita ñoña y todavía peor: improductiva. ¿Ya se puso a pensar que sus frases de amor me arruinan el humor, tal vez porque ya daban repelús en la era Travolta? Soy una musa dura y dominante, no una fan tardía de José Luis Perales. Ubíquese, colega: I'm only happy when it rains —a mí también me gusta declarar que sólo soy feliz cuando llueve, aunque un rato de sol tampoco cae mal. A veces, cuando Afrodita insiste en hacer llover, siento alguna nostalgia por el Instructivo y hasta la tentación de cualquier día seguirlo, nada más por el lujo de hacerla rabiar.

  —¡A callar, Caperuza vestida de Vampirella! —le grité, aprovechando la inminencia del renglón final, y temiendo que habría sido más justo, y de hecho más realista, llamarle Vampirella injertada en Betty Boop.

¿Quién no cree en Betty Boop, por el humor de Dios?

(A la grata memoria de Jesús de Polanco,
por tampoco seguir el Instructivo.)

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23 de julio de 2007
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A la reja, matador

Tengo una fijación con las rejas. Cada vez que se me presenta la oportunidad de visitar una cárcel, alguien adentro se relame el paladar y secreta fluidos inmencionables. El solo aire que se respira en cautiverio tiene un tufo de realidad extrema, desde cuyos rincones todo el mundo exterior parece un espejismo prodigioso. Por lo demás, cada viaje a la entraña del ergástulo supone un diplomado en germanías subterráneas. En ninguna otra parte las palabras se ofrecen en ese estado fresco que delata su cuña urgente y recentísima. ¿Quién, sino el presidiario, necesita palabras nuevas cada día, por motivos de estricta supervivencia?

En cuanto a las historias de la cárcel, casi ninguna tiene desperdicio. Cada preso sabe contar la suya con el estilo de un narrador consumado, pues incluso quien habla entre balbuceos lo hace con el poder de convencimiento de quien lleva años, décadas a veces, dándole vueltas al mismo argumento. ¿Qué de extraño tendría que buena parte de esos dramas de la vida real fueran, al cabo de algún tiempo, relatos de purísima ficción? Y una vez instalados en la ficción, ¿queda acaso algo más que el estilo? Y el estilo también tiene que ver con la supervivencia, por eso cada quién saca brillo a su historia de forma que al final infunda respeto, que finalmente es la moneda más cotizada de cualquier prisión.

  —Después de la inocencia, colega —Afrodita sin duda no la conoce, y es verdad que me gusta más por eso. Uno se sabe en manos de una mujer cuando le da por venerar sus defectos.

Nadie como los presos entiende que ese asunto de la inocencia no es sino un accidente relativo. El argumento más claro al respecto en su momento me lo ofreció el Doctor, un interno del Reclusorio Sur condenado a treinta años de prisión por el asesinato de uno de sus compadres. "Puro cuento", me aseguró aquella tarde el Doctor, que a todo esto debía el sobrenombre a su trabajo de distribuidor freelance de roipnoles y fármacos dentro del reclusorio. "Mi compadre", rumió, mascando rabia, "tiene la culpa de que yo esté aquí, quería joderme y me encerró en la cárcel". Lejos de pretender contradecirlo en un tema que él insistía en dominar, me atreví a preguntarle cómo podía su compadre muerto ser el culpable de su desgracia.

"Yo no quería matarlo, por eso le metí la cuchillada del lado derecho, para no herirlo en el corazón. ¿Y qué hizo él? ¡Nada! Se quedó ahí tres horas, echadote en el piso, en lugar de llamarle al médico. Hasta que se murió. Lo hizo para joderme, estoy seguro." Pudieron ser tal vez otras palabras, pero el estilo sí que lo recuerdo. El Doctor se miraba tan seguro de su evidente inocencia como de la sinuosa perversidad de su compadre muerto: exactamente el tipo de convencimiento que se requiere para escribir ficción. No puede uno probar cabalmente que existan o hayan existido sus amigos, pero tiene un altero de pruebas irrebatibles en torno a la existencia de sus personajes; igual que el empeñoso amante imaginario puede probarlo todo menos la realidad.

  —¿Me hablaba, coleguita? —cada vez que Afrodita del Carmen se sonroja y sonríe, hay algo en su expresión que hace sobresalir sus dos colmillos superiores. Y me gusta por eso, también. Temo que si la viera saliendo de un sarcófago echaría el ajo y la estaca por la ventana.

No sabría responderle sin delatar, por la vía traicionera del estilo, ese torcido gusto por sus defectos que me arranca de cuajo la inocencia y a modo de consuelo me sentencia a creer que Afrodita me clava los cuchillos cuidando de no herirme el corazón. Afrodita del Carmen, tus puñales son mis rejas.

  —Colega, por favor. No lastime mi honesto sentido del ridículo.

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20 de julio de 2007
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Búscame en febrero 30

"¡No te pierdas!" "Seguimos en contacto..." "Te llamo la semana que entra." "A ver si por ahí nos vemos para ir a comer." "¡Hombre, me encantaría!" Ninguna de estas cariñosas expresiones chilangas es, digamos, completamente cierta, pero sería injusto tacharlas de falsas. Los extranjeros suelen desconcertarse cada vez que un chilango expresa estos deseos, y de paso su escasa voluntad de realizarlos. "¿Qué día quiere usted que nos veamos?", saca la agenda el interlocutor teutón, y el chilango se empeña en relajarlo: "Nos hablamos por ahí del lunes-martes, para ponernos de acuerdo," Decimos lunes-martes, tarde-noche, mañana-o-pasado para evitar la gravedad de un compromiso que no sabemos si podremos o querremos o siquiera tendremos el tiempo de cumplir. Correteados por días y noches impredecibles, habituados al sobresalto como fuente básica de energía, los chilangos hallamos preferible prodigarnos en buenas intenciones que empantanarnos en compromisos formales.

  —Según mis estadísticas —Afrodita se ha puesto profesional: jura que la misión de una musa no es otra que nutrir y estimular la especulación precoz— cada chilango de entre 20 y 70 años contrae en veintisiete días naturales compromisos sociales para el resto del año. Si fueran a cumplirlos sin excepción, quinientos años no serían bastantes.

"Vamos a vernos un día de estos", decimos pero no ofrecemos. Y el otro, que obviamente comprende y comparte el sentimiento, alcanza a respondernos, agitando la mano amigablemente, que claro que sí, y al tiempo que se aleja hace una doble seña que comienza apuntándose con el índice, para luego hacerlo girar en torno a la oreja. "Yo te llamo", entendemos, y acto seguido descansamos en la certeza de que no va a llamarnos, pues lo que en realidad quiso decir fue "no me llames". Pero claro, nos tiene estimación, por eso nos libera de toda diplomacia ulterior con ese delicado "yo te llamo" que nos exime a todos de tener que llamarle a quien sea. Puesto que ya hemos dicho lo esencial, que consiste en manifestarnos cálidamente la intención compartida de hacer lo que probablemente nunca haremos. Sin embargo, y esto es lo que cuenta, nadie podrá decir que no queríamos.

Para un chilango, ser fatalista no es ser pesimista, sino amistarse con lo inevitable. "Ya ni modo", decimos cuando el coche revienta o perdemos la chamba o se nos cae la casa, y antes de que un metiche ose compadecernos ya hemos confeccionado un par de chistes ácidos en torno a la tragedia. Por eso, cuando nos encontramos, años después, al amigo distante que prometió llamarnos en una semana, justificamos el largo silencio con ese generoso "ya ni modo" que de inmediato salta a celebrar la fortuna del nuevo encuentro, y anticipa otro para la semana siguiente. "Ahí nos hablamos", dice el que se despide, y uno muy gentilmente lo sigue con el "yo te llamo" de rigor. Cuando llegue el momento del próximo saludo —una fiesta, un sepelio, un rarísimo encuentro a media calle— llegaremos sonrientes a la conclusión de que "somos el colmo, quedamos siempre de llamarnos y nada, pero ahora sí nos vamos a llamar. Que conste..."

  —No les basta tener un plan B, necesitan tener de menos hasta el Z, y aun así terminan improvisando. Puro libertinaje creativo, colega.

Si fondo y forma son la misma cosa, no queda a los chilangos mejor opción que asumirnos estetas del lenguaje cifrado. ¿Cómo se hace para diferenciar el blablabla local de las palabras ciertas y significativas, el cumplido del compromiso, la fanfarronería de la confesión, el piropo inocente de la lujuria en armas? Hay algunos que viven 30 años aquí y siguen sin entender un pito, pero otros lo consiguen en cosa de meses. Acostumbrados a sobrevivir entre el ritual selvático y la modernidad cosmopolita, los chilangos empleamos complicados metalenguajes defensivos que nos permiten ir graduando escrupulosamente el nivel de confianza y apego que cada quién nos va mereciendo. Quién sabe, en una de éstas sí le llamamos.

  —Según otros estudios, cada habitante de la ciudad de México es enviado al carajo un promedio de 729 veces por día, cantidad todavía muy inferior a otras instancias místicas nacionales, que solas totalizan más de 2.000 envíos —francamente yo iría gustoso, si Afrodita accediera a acompañarme. Solos y en el carajo: qué situación romántica.

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19 de julio de 2007
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Simpatía por el doble

Hoy desperté creyendo que Afrodita del Carmen al fin iba aflojando ese prurito defensivo que persistentemente la separa de mí. Me había dicho ayer, con una sonrisilla desbordante de simpatía, que yo era el hombre más civilizado que conocía. Una afirmación algo temeraria, por no decir flagrantemente inverosímil, pero quise atribuirle buenas intenciones. Como que esos detalles le dan a uno emoción.

  —¿Sabe usted lo que son los falsos amigos, colega? Esas palabras que suenan o se escriben igual en dos idiomas distintos, y uno cree por error que significan la misma cosa. Es el caso de "simpatía" y "sympathy", hay millones de tiernos que todavía se identifican con Mick Jagger por aquello de Sympathy for the Devil. Pero no es simpatía, es piedad. O sea que yo a usted no le sonreí desbordando simpatía, sino sympathy. Me dio penita verlo tan contento, yo nunca dije que usted fuera civilizado.

  —Lo dijiste, Afrodita —me defendí, vehemente, como haría un falso amante despechado.

  —Es la tercera vez que se lo explico, la palabra "civilizado" es un falso amigo de "sybilizado", que es lo que creo que le pasa a usted. Entre más lo conozco, mejor voy conociendo a sus dobles. No me diga que nunca leyó Sybil...

  —¿El de la chica de las dieciséis personalidades? ¿Tengo cara de haberlo leído?

  —Dígame la verdad, ¿lo compró o se lo regalaron?

  —No sé. No lo recuerdo. Me lo robé, tal vez.

  —No me mienta, colega. ¿A qué edad lo leyó?

  —Tendría quince años, dieciséis.

  —¿Se lo recomendó alguien? ¿Cuánta la gente le dijo "tú deberías leer ese libro"? Un hombre tan sybilizado como usted no va a olvidar así como así cómo fue que llegó a sus manos tamaño espejo de cuerpo entero.

  —Era muy malo. Yo lo leí esperando dieciséis protagonistas, y al fin la mayoría no llegaba ni a personajes secundarios. ¿Por qué cada paquete de un litro de leche trae un litro de leche, el de un kilo de arroz un kilo de arroz, y al libro de las dieciséis personalidades le falta cuando menos la mitad? Hay gente que se va a la cárcel por eso.

  —Otros todavía se quejan porque Pregúntale a Alicia no traía un apéndice con direcciones y teléfonos de proveedores. En fin, colega, el hecho es que a usted le regalaron el libro, específicamente ese libro, o cuando menos se lo recomendaron mucho, precisamente a usted. ¿Por qué? Pues por sybilizado. Por eso ahora ejerce una profesión sybilizada y vive en una ciudad sybilizada.

  —No sé si sobreviviría en otra. En mi experiencia, es la más libre del mundo. La única que está teniendo éxito en la implementación del programa Tolerancia 1000. La única donde todos los reglamentos son rigurosamente opcionales. La única que soporta a los chilangos.

  —¿La única o las únicas? ¿Cuántas ciudades son, colega? Y usted está aceptando que no puede vivir lejos de aquí. Quiero decir, ustedes están aceptando. A los sybilizados se les habla en plural, pa' que se ubiquen.

  —¿Tú no eres de aquí, Afrodita?

  —Mi origen es mimético y configurable, colega. Ahora que si me orienta, puede que en un futuro lo entienda mejor. Por su bien, claro está, aunque no me comparta sus regalías.

  —¿O sea que según tú necesito explicarte la sutil diferencia que separa a sybilización de barbarie?

  —Explíquesela usted, colega. Quiero decir, ustedes. Yo soy sólo una musa de temple ecuatorial trabajando en una ciudad multipolar. Ya me dirá mañana cuántos vamos a ser.

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18 de julio de 2007
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Descalzos hasta el cuello

No todos los chilangos toleran de buen grado que los llamen así, acaso porque el término suele ser pronunciado con el desprecio de quien escupe un improperio. Basta, de hecho, con cambiarle dos letras de lugar y plantarle un acento esdrújulo para que diga chíngalo. O sea jódelo, fastídialo, hazle pagar el karma que le acompaña. ¿Por qué? Pues por chilango. Lo que ya deberían saber nuestros malquerientes automáticos es que los habitantes de la ciudad de México somos totalmente autosuficientes en el cotidiano deber de jodernos la vida, y es gracias a ese estado de beligerancia pasiva, si bien nunca paciente, que ya muy pocas cosas nos sorprenden. De noche, por ejemplo, si venimos por Insurgentes Sur y en el camino vemos a un par de chicas malas junto a un poste de luz con los senos completamente al aire, nos sorprendería mucho que fueran mujeres.

  —¿No le saldría algo caro averiguarlo, colega? —Afrodita del Carmen vino al mundo justo esa vena chingativa que hace de los chilangos candidatos naturales al pogromo.

Casi nadie averigua nada en México, D.F., empezando por la policía. Traemos prisa, siempre, aunque ni eso nos sirve para ser puntuales. Va uno rebasando a quien se deja —el deporte local de aventar lámina— mientras rehace la cuenta de los minutos que llegará tarde. Diez, por ejemplo, son equivalentes a estar a tiempo; veinte se dejan disculpar con una excusa estándar; treinta o más suelen justificarse con una manifestación, al cabo que las hay día tras día, en horarios cómodamente escalonados. Encerrado en esos y otros urgentes cálculos, rara vez le queda a uno el tiempo para averiguar quién se manifestaba, qué quería y a dónde se dirigía. En balde los manifestantes se quiebran la cabeza por resultar vistosos, aunque igual se conforman con ser estorbosos. Y eso por cierto lapso, pues somos ya legión los chilangos que podríamos trazar nuestro propio atlas de atajos citadinos, que emprendemos quebrando cuadra tras cuadra el reglamento de tránsito. Los asaltantes lo saben de sobra: para hacer que un chilango se detenga en la calle, hay que ponerle una pistola enfrente.

Las pistolas tampoco nos sorprenden, pero nos quitan tiempo, que es lo más molesto. Al chilango le gusta derrochar el tiempo como un aristócrata, pero no que otro venga y se lo quite. Pocos placeres hay tan reconfortantes como tomarse tres horas para comer, y si me siguen molestando no voy. Eso sí, sale uno ya con prisa, listo para embestir al primer papanatas que no lo asuma. Y es entonces que vengo por Reforma, doy vuelta a la derecha en la calle de Niza, y de pronto la Zona Rosa me recibe con la figura de una mujer desnuda caminando hacia el coche, en contrasentido. No es una mujer guapa, ni esbelta, ni joven. Diríase que es radicalmente lo contrario, y a juzgar por la forma en que mira uno a uno a los automovilistas, se sabe poderosa en esa facha. Pero no es el poder de quien seduce, sino el de quien espanta.

En casos como éste, lo asombroso es que no haya un policía cerca. Avanzo al fin, dejo atrás a la mujer, que continúa avanzando hacia Reforma, y advierto que los policías están ya demasiado entretenidos cuidando a las decenas, tal vez un centenar de campesinos totalmente desnudos que bailan en la esquina de Niza y Hamburgo cada vez que el semáforo se los permite. ¿Qué es lo que nos sorprende, finalmente? Que nos dejen pasar con la luz verde. Lo común es que se queden ahí por horas —o semanas, o meses, no hay cómo predecirlo— con sus pancartas en alto, aunque nadie se tome el tiempo de leerlas.

  —Yo podría soportar que la gente ignorara mis pancartas, pero no que menospreciaran mi desnudez. Una musa se puede suicidar por eso. Y por supuesto dejaría fluir el tráfico, iría contando los hijos de vecino que me vieron en pelota. Imagínese, coleguita, lo que iría pensando la vieja guarra ésa, porn queen for a day.

  —No alcancé a verla bien, traía prisa. Además, era como pararme a ver a un accidentado. La mayoría de los que aún lo hacen van tras de la cartera o el reloj —trato tardíamente de cambiar de tema.

  —No finja, coleguita: será usted muy chilango, pero se asombró. Qué le cuesta reconocerlo, al fin.

  —¿Me creerías que lo que me asombró fue no asombrarme? Además, ya te dije que traía prisa —me esforcé todavía por sacar del costal el cool que me quedaba disponible.

  —Pura falosofía cosmopolitoide, colega. A ver, ¿qué recuerda de la primera vez que estuvo en el ex convento del Carmen?

  —Las momias, por supuesto. Tenía once años, no dormí en dos días. Pero luego volví diez, doce veces.

  —Lo que primero asusta, luego gusta. ¿Y ya volvió a la esquina de Niza y Hamburgo?

  —Pasé ayer en la tarde. Se veía rarísima, todo el mundo completamente vestido. Y esas cosas sorprenden a cualquiera.

  —No se aflija, colega. Ya ve que depravados nunca faltan.

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17 de julio de 2007
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Doy Fe De Fatalismo

Vivo en una ciudad sitiada por ejércitos de problemas sin solución. "Razón de más para no preocuparse", concluimos los chilangos con resignación, girando luego el coco hacia ambos flancos. "Cada día estamos peor", sentencia uno, y es como si al hacerlo cumpliera con su parte. ¿Qué está peor? Casi todo. Los precios, los salarios, las calles, los impuestos, las drogas, el futuro, el aire, las escuelas, los automovilistas, el agua, los peatones, las putas, los taxis, el humor, la policía, los secuestradores, los boy-scouts, los repartidores de pizza, nada ni nadie escapa del proceso de diario empeoramiento cuyo origen se pierde en el medioevo del plañir nacional.

—Chilango que no se queja es noruego, colega —por eso es imposible sobrevivir entre tantos problemas insolubles sin cargar con la cruz de un ego lastimado. Al primero que nos lo toque sin la debida y previa gentileza, le damos con la cruz en el punto más frágil a la vista —ahora que si yo fuera noruega y tuviera que vivir aquí, me quejaría hasta en horas de sueño. De día llevaría conmigo una pancarta en lugar de paraguas, para nunca parar de estarme quejando.

—Yo tampoco quisiera ser el noruego que sale a caminar con su paraguas y cuando menos piensa ya está nadando.

—Según informa el Instituto Nacional de Copronáutica, el drenaje profundo de la ciudad de México va a reventarse en ciento quince horas con treinta y siete minutos, o sea que tenemos de aquí al viernes para hacernos de alguna góndola y cuando menos irnos a la mierda con estilo —¿necesito añadir que mi musa Afrodita tiene una innata visión de negocios?

Desde niños se nos informa reiteradamente que la ciudad de México fue construida sobre agua, y así tomamos las primeras lecciones de fatalismo charro, pues se entiende que todo se hundirá más tarde o más temprano, con o sin estallidos de albañal. Ahora bien, ésa es sólo una de las enfermedades terminales con las que los chilangos estamos habituados a vivir. Quiero decir que la ciudad donde vivo está desahuciada desde que la conozco. Afortunadamente, y a la fortuna se lo apostamos todo, el colapso aguafiestas se anuncia desde siempre pero, uf, nunca llega.

Claro que en México D.F. llegar a donde sea no es gesta sencilla. El tráfico también empeora cada día, de forma que hasta los colapsos, en otras partes raudos e intempestivos, aquí se las ven negras para llegar a donde sea, y cuando al fin lo logran ni quién les haga caso. ¿Qué chilango va a tener tiempo para sentarse a esperar el colapso, si de entrada se sabe parte de él?

— Vaya al grano, colega. Y tampoco se esponje, recuerde que para una musa profesional no basta con tener estilo, también hay que saber corregirlo —lo dice lentamente, como privilegiando un lenguaje corporal de sintaxis sinuosa y contundente.

Ser chilango es creer en el azar como en un santo siempre milagroso al cual todos vivimos encomendados. Por eso, cuando algún ángel de la guarda comete pecado mortal, es enviado en castigo a cuidar de un chilango. Ninguno exageramos al decir que existimos de milagro, pues según me reporta Afrodita del Carmen, que algo sabe de asuntos ultraterrenos, los habitantes de la ciudad de México requerimos, para sobrevivir al caos imperante, de aproximadamente 5.93 milagros por hora; de modo que hasta los ateos recalcitrantes viven confiados en que Dios proveerá. Y provee, claro, pero el constante déficit de milagros hace que proliferen los ángeles piratas, que son en realidad demonios freelance, comúnmente mejor armados y entrenados que los de alas y aureola para enfrentar esa combinación de fuego amigo y enemigo que los chilangos entendemos como calor local.

—¿Y la mujer desnuda, colega?

Un problema sin solución no es ya un problema, sino un signo concreto de fatalidad. Tengo de aquí a mañana para acabar de asimilar a la mujer totalmente desnuda que caminaba ayer en contrasentido, a las seis de la tarde, por la calle de Niza, a media cuadra de Paseo de la Reforma, con tráfico pesado, tormenta próxima y ese espeso vapor de irrealidad que se adueña del aire cada vez que un milagro comienza a gestarse.

—¿Qué le cuesta poner "cada diez minutos"?

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16 de julio de 2007
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Uno es lo que contrata

El convenio que me une a Afrodita del Carmen Martínez-Goebbels guarda una semejanza reveladora con los que Leopold Von Sacher-Masoch solía firmar con cada una de sus divas, obligadas contractualmente a maltratarlo. Según muy claramente estipulan los incisos D y G de la cláusula 182 del contrato con la Unión Nacional de Musas Novelistas, no me es dado siquiera conocer el origen, destino o situación actual de la profesional que atiende mi caso. Ella, en cambio, puede invadir, y eventualmente devastar, cada uno de los recovecos de mi vida presente, pasada o por venir.

  —¿Puedo? Tengo la obligación, que es diferente. Sacrifico mi vida por venir a encerrarme en la suya que, créame, es mucho menos interesante. Vamos, no me lo tome a mal, pero su vida es sosa. ¿Quiere que la compare con, digamos, la de Sam Shepard de los años ochenta?

  —Sam Shepard tenía una banda de rock en Nueva York, un rancho en Nuevo México, un colchón compartido con Jessica Lange y empleo seguro en Hollywood como actor y guionista.

  —Guionista de Robert Altman, coestelar de Richard Gere, rival amoroso de King Kong... Ningún otro escritor ha salido vestido de vaquero en la portada de Quimera.

  —Todavía puedo aprender a montar a caballo...

  —Como quien dice, a usted le gusta el cine. ¿Recuerda en qué película Nicolas Cage sentencia: "Eres lo que amas, no lo que te ama"? Se llama Adaptación, que es lo que a usted le falta en esta vida, y más en este caso. ¿Recuerda en qué película Lily Tomlin se hace una con Dustin Hoffmann para hurgar en la vida privada de sus pacientes? Se llama Yo quiero a Huckabees y trata de profesionales afines a mí, sólo que ahí se presentan como detectives existenciales. Entienda de una vez: lo que yo sepa o piense no tiene importancia, tenemos que elevar su productividad y para eso es preciso ir a lo hondo de sus traumas.

  —¿Y si mi trauma fueras tú, ahora mismo? —todos tenemos nuestros momentos ínfimos, algo en sus ojos de repente atónitos me hizo temer que estaba en uno de los míos.

  —¡Ánimo, coleguita, no se detenga! Siga adelante con sus sentidas palabras, que no todos los días se tiene la oportunidad de verse tan barato. No me lo tome a mal, ni me vea así de feo, cualquiera sabe que el patetismo es de por sí un estado de alto rendimiento. No se olvide, además, de lo que dice en su primera línea la cláusula 72 de nuestro contrato: "La misión de la musa no es incubar certezas, sino entregar su vida a fumigarlas."

  —¿Sabes qué día es mañana, a todo esto?

  —¿Aniversario 218 de la Revolución Francesa?

  —Julio 14. Sábado. "Día Mundial de la Autoestima".

  —Ay, me va a hacer llorar, colega, ya me vio cara de terapeuta. Si mañana va a estar de oferta la autoestima, le aconsejo que compre de la importada y evite la tejana, aunque sea más barata.

  —¿Qué te cuesta un día hacerme sentir bien?

  —Me costaría el empleo, colega, nada más. Usted se va a sentir mucho mejor cuando entienda que su misión es venir tras de mí, y que la mía consiste en no dejarlo llegar. Nada habría en su vida tan funesto como un día alcanzarme y, lo peor, creer por ello que es repugnantemente feliz. Puede que sea deformación profesional, pero la sola idea del amor correspondido me provoca unas náuseas francamente escatológicas. No lo olvide, colega: usted es lo que ama. No basta la autoestima, es precisa la autoquirofricción espiritual. Y en esas cochinadas yo no voy a ayudarle.

Wanda Von Dunajew, se llamaba aquel personaje de Sacher-Masoch, inspirado en las múltiples musas de facto sin cuya participación entusiasta no habría servido su hoy ilustre apellido para dar nombre al más sufrido de los deportes de alcoba. Es posible que a todo aquél que caiga obsesionado por la presencia de alguien como Afrodita no le aguarde mejor consuelo que un día declararse masoquista orgulloso, pero he aquí que sus desdenes no hacen sino apagar el fuego con gasolina. Si me diera por escribir telenovelas, haría falta al menos una mujer buena. Alguien cuya dulzura acolchonada hiciera trizas mi productividad y me dejara para siempre dentro de un comercial de margarina en high definition.

  —Ya, colega. Me va a hacer vomitar...

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13 de julio de 2007
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¡Más, más, más, cuando menos!

Los vicios son celosos, cómo no. Empeñados en nunca parecerse a las virtudes, nos engañan fingiendo que están en nuestras manos sólo para ponernos entre las suyas. Sobre todo los de alta jerarquía, capaces de vencer a los demás y someterlos a su estricto antojo. Huelga decir que son antojadizos, y ello los hace comúnmente renuentes a dar explicaciones sobre su proceder. No hay tiranos más soberanos que los vicios, ay de aquél que pretenda mangonearlos.

Frente a mis propios vicios suelo asumir una actitud abierta y negociadora. Lejos de confrontarlos —nada más indeseable que ser presa de vicios balcanizados— trato de estimular la sana convivencia. Finalmente, ninguno quiere irse. Como diría la abuela, a dónde van que más valgan.

Los vicios se creen únicos, tal es su tara. A menudo también se piensan infinitos, apoyados en un sofisma de tufo clerical según el cual lo que no tiene inicio tampoco tendrá fin. No los vemos llegar, esa es otra de sus arteras ventajas. Pero insisto, hay de vicios a vicios; su jerarquía emana de su voracidad. Éste, el de la escritura, por ejemplo, acepta toda suerte de vicios subalternos, pero a ninguno por encima de él. Y eso sí que lo sabe y lo resiente quien tiene el desatino de dormir junto a uno.

  —Yo con usted no duermo, recuerde que según la cláusula 98, inciso F, soy mística de noche y fantasmal de día —en términos vaticanos, una musa equivale a un guardia suizo. Su trabajo es cuidar en todo momento la preeminencia del vicio mayor. Afrodita del Carmen no es celosa, pero igual cumple su alto cometido con celo de pantera bipolar.

Todo vicioso desarrolla alguna vocación de saqueador. Saquea la memoria, las horas hábiles, los instantes de sueño, conforme el vicio va pidiendo más y el interfecto encuentra que no sabe negarse. Para suerte de todos, los vicios son como animales corral, y así establecen normas de convivencia que nadie más entiende, aunque se esfuerce.

—El amor es un vicio vestido de servicio, coleguita —hay que ignorarla a ratos, por su bien.

Alimentar un blog con regularidad es un quehacer con propiedades anticonceptivas tan poderosas que llega a convertirse en causal de divorcio. Yo no digo que amar y escribir sean vicios opuestos y excluyentes, pero es verdad que a diario se arañan con navajas afiladas por un rencor tan viejo como el tiempo. El amor se cree real; la escritura, divina. Y no son más que vicios. Tiranos que se dicen de mi parte, mientras deciden qué van a hacer conmigo.

Supuestamente uno ama todo el tiempo. 24 horas diarias: qué patraña indecente. Lo único que puede hacerse a cada instante, amén de respirar y envejecer, es saquear compulsivamente la realidad. Uno escribe sólo para exhibir sus saqueos preferidos. Tal vez sea el amor el más grande de todos, pero ni eso le evita ser uno más.

  —Por eso digo que prefiero ser musa. Sé con quién amafiarme, coleguita. Qué quiere que le diga, no me hallo en los equipos perdedores.

  Los vicios son celosos y además egoístas, pero nadie como ellos sabe ser generoso a la hora en que el vacío cobra cuerpo y las debilidades ganan fuerza. "Peor es nada", decían las abuelas. "Peor es La Nada", corrigen los vicios.

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12 de julio de 2007
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