Xavier Velasco
No todos los chilangos toleran de buen grado que los llamen así, acaso porque el término suele ser pronunciado con el desprecio de quien escupe un improperio. Basta, de hecho, con cambiarle dos letras de lugar y plantarle un acento esdrújulo para que diga chíngalo. O sea jódelo, fastídialo, hazle pagar el karma que le acompaña. ¿Por qué? Pues por chilango. Lo que ya deberían saber nuestros malquerientes automáticos es que los habitantes de la ciudad de México somos totalmente autosuficientes en el cotidiano deber de jodernos la vida, y es gracias a ese estado de beligerancia pasiva, si bien nunca paciente, que ya muy pocas cosas nos sorprenden. De noche, por ejemplo, si venimos por Insurgentes Sur y en el camino vemos a un par de chicas malas junto a un poste de luz con los senos completamente al aire, nos sorprendería mucho que fueran mujeres.
—¿No le saldría algo caro averiguarlo, colega? —Afrodita del Carmen vino al mundo justo esa vena chingativa que hace de los chilangos candidatos naturales al pogromo.
Casi nadie averigua nada en México, D.F., empezando por la policía. Traemos prisa, siempre, aunque ni eso nos sirve para ser puntuales. Va uno rebasando a quien se deja —el deporte local de aventar lámina— mientras rehace la cuenta de los minutos que llegará tarde. Diez, por ejemplo, son equivalentes a estar a tiempo; veinte se dejan disculpar con una excusa estándar; treinta o más suelen justificarse con una manifestación, al cabo que las hay día tras día, en horarios cómodamente escalonados. Encerrado en esos y otros urgentes cálculos, rara vez le queda a uno el tiempo para averiguar quién se manifestaba, qué quería y a dónde se dirigía. En balde los manifestantes se quiebran la cabeza por resultar vistosos, aunque igual se conforman con ser estorbosos. Y eso por cierto lapso, pues somos ya legión los chilangos que podríamos trazar nuestro propio atlas de atajos citadinos, que emprendemos quebrando cuadra tras cuadra el reglamento de tránsito. Los asaltantes lo saben de sobra: para hacer que un chilango se detenga en la calle, hay que ponerle una pistola enfrente.
Las pistolas tampoco nos sorprenden, pero nos quitan tiempo, que es lo más molesto. Al chilango le gusta derrochar el tiempo como un aristócrata, pero no que otro venga y se lo quite. Pocos placeres hay tan reconfortantes como tomarse tres horas para comer, y si me siguen molestando no voy. Eso sí, sale uno ya con prisa, listo para embestir al primer papanatas que no lo asuma. Y es entonces que vengo por Reforma, doy vuelta a la derecha en la calle de Niza, y de pronto la Zona Rosa me recibe con la figura de una mujer desnuda caminando hacia el coche, en contrasentido. No es una mujer guapa, ni esbelta, ni joven. Diríase que es radicalmente lo contrario, y a juzgar por la forma en que mira uno a uno a los automovilistas, se sabe poderosa en esa facha. Pero no es el poder de quien seduce, sino el de quien espanta.
En casos como éste, lo asombroso es que no haya un policía cerca. Avanzo al fin, dejo atrás a la mujer, que continúa avanzando hacia Reforma, y advierto que los policías están ya demasiado entretenidos cuidando a las decenas, tal vez un centenar de campesinos totalmente desnudos que bailan en la esquina de Niza y Hamburgo cada vez que el semáforo se los permite. ¿Qué es lo que nos sorprende, finalmente? Que nos dejen pasar con la luz verde. Lo común es que se queden ahí por horas —o semanas, o meses, no hay cómo predecirlo— con sus pancartas en alto, aunque nadie se tome el tiempo de leerlas.
—Yo podría soportar que la gente ignorara mis pancartas, pero no que menospreciaran mi desnudez. Una musa se puede suicidar por eso. Y por supuesto dejaría fluir el tráfico, iría contando los hijos de vecino que me vieron en pelota. Imagínese, coleguita, lo que iría pensando la vieja guarra ésa, porn queen for a day.
—No alcancé a verla bien, traía prisa. Además, era como pararme a ver a un accidentado. La mayoría de los que aún lo hacen van tras de la cartera o el reloj —trato tardíamente de cambiar de tema.
—No finja, coleguita: será usted muy chilango, pero se asombró. Qué le cuesta reconocerlo, al fin.
—¿Me creerías que lo que me asombró fue no asombrarme? Además, ya te dije que traía prisa —me esforcé todavía por sacar del costal el cool que me quedaba disponible.
—Pura falosofía cosmopolitoide, colega. A ver, ¿qué recuerda de la primera vez que estuvo en el ex convento del Carmen?
—Las momias, por supuesto. Tenía once años, no dormí en dos días. Pero luego volví diez, doce veces.
—Lo que primero asusta, luego gusta. ¿Y ya volvió a la esquina de Niza y Hamburgo?
—Pasé ayer en la tarde. Se veía rarísima, todo el mundo completamente vestido. Y esas cosas sorprenden a cualquiera.
—No se aflija, colega. Ya ve que depravados nunca faltan.