Xavier Velasco
No es lo mismo creerle a una mujer que creer en una mujer. En el primer caso se requiere que su argumentación parezca verosímil, en el segundo basta con que sus ojos no lo sean. Se cree en una mujer por excepción divina y razones paganas, con fanatismo y ánimo de cruzado, aun y sobre todo si miente con descaro. Se cree en una mujer igual que en el costal de Santa Claus, la canasta del conejo de Pascua, la cuenta bancaria del ratón de los dientes de leche y el vuelo bajo de la mariposa nocturna. Se cree en una mujer como quien organiza un motín en la cárcel odiosa del sentido común, pues contra él solemos pelear los fanáticos. Que otros rindan tributo a bautismos, circuncisiones, reencarnaciones y transfiguraciones, yo creo en las mujeres imposibles.
—Ya le dije que para usted no soy mujer. Si insiste en verme así, coleguita, voy a verme obligada a solicitar mi transferencia y a ver entonces qué esperpento le mandan —Afrodita del Carmen tiene la facultad sobrenatural de cargar las ensoñaciones más ingrávidas con comentarios tétricamente sólidos. —Además, yo no soy imposible. Tenemos un contrato pro-fe-sio-nal que automáticamente me excluye de su horizonte galante. Cláusula 195, inciso C.
En fin, que me he tragado todo con obediencia supersticiosa. Qué voy a hacer, si soy de esos ingenuos que creen en Santa Claus sólo porque lo vieron caer de la chimenea. Aunque, ya en la práctica, incluso los fanáticos sabemos ser escépticos, por eso es que a Afrodita le creo solamente lo que me conviene. Descreo profundamente, por ejemplo, de la cláusula 195 de nuestro contrato, especialmente de su inciso C. Eso de que ella pueda ser mujer para cualquiera menos para mí me parece una exclusión insensible, inhumana e intolerable. Es decir, tolerable sólo para quien gusta de cortejar mujeres imposibles.
—La profesión de musa, coleguita, es bastante menos etérea y mucho más sacrificada de lo que deja ver el estereotipo.
—¿No tendrías que hablar con acento madrileño? —súbitamente me urge que me ayude a creerle.
—No, colega. Yo pertenezco a Unamuno.
—¿A don Miguel?
—A la Unión Nacional de Musas Novelistas. Las únicas autorizadas para operar en territorio nacional. Las demás son piratas, yo sé lo que le digo.
—Querrás decir musas de novelistas.
—Cuidado, coleguita, no se equivoque. Nos costó muchos años conquistar esa reivindicación que ahora usted pretende regatearnos. ¿Ya se puso a pensar que un día no muy lejano acabaremos dividiendo las regalías? Por lo pronto, y en unos cuantos días, cuando ya haya podido apreciar la calidad de mi trabajo, se va dar cuenta de que el novelista viene a ser algo así como un ejecutivo de la musa. Un secretario, incluso.
Cuando se cree en una mujer imposible, poco importa que sea una legalista sin corazón, una impostora sistemática, una sindicalista mesiánica o una extorsionadora espiritual. Se cree en ella no tanto a pesar de una o más de esas cosas, como precisamente por su causa. Se cree en ella hasta el fin porque al final puede uno vivir sin ella, pero no sin contarla fervientemente a ella. Y cree uno en las cosas que cuenta porque es la única forma de que algún día sucedan.
—Debe de haber millones de hechos verdaderos que hasta hoy todavía siguen sin pasar… —no sé si un día voy a acostumbrarme a apuntar sin complejos los comentarios de Afrodita del Carmen. Por un lado, me sigue intimidando que aborde así mi tren de pensamiento, por el otro me niego a darle gasolina para esos extremismos de índole golpista según los cuales yo tendría que ser su mayordomo —…anótelo, no se haga el occiso, si no luego qué va a escribir en El Boomeran(g).
—Llena eres de gracia, Afrodita del Carmen —comento de repente, mientras voy anotando en el cuaderno.
—Amén, coleguita —en términos concretos, uno cree en las mujeres imposibles porque sólo ellas llenan los altares. Lo demás ya es superstición y fanatismo.