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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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El tera, el peta, el exa y otras sci-fras idiotas

Hacia el final de los años ochenta, una computadora envidiable tenía un disco duro de más o menos veinte megabytes. Pasada la mitad de los noventa, se hablaba comúnmente de memorias de más de un gigabyte. No imaginaba uno qué tantas cosas podría llegar a guardar para colmar tamaño vacío informático. Hoy día, las nuevas computadoras vienen equipadas con discos internos de cientos de gigas, y externos que tranquilamente llegan al terabyte, hasta hoy auspicioso con su millón de megas. Nada que no se pueda uno gastar en almacenar música, fotografías y video. Una vez instalados en la imagen de alta definición, ya hay quienes hacen cálculos en petabytes, inclusive exabytes. Cada uno de estos últimos, equivalente a un millón de teras.

            Hace veinte años, los archivos se almacenaban en floppies en los que con trabajos cabían más de seiscientos kilobytes. Bastaba, sin embargo, un solo floppy para guardar entero el sistema operativo, más el procesador de palabras, más una buena cantidad de archivos. Hoy día, serían necesarios casi ocho mil de aquellos discos blandos para guardar la información que cabe en un dvd-rw, y más de ochenta mil para albergar los bytes que contiene un blu-ray. No vayamos más lejos, ¿quién recuerda la última vez que compró un diskette?

            Todavía conservo la cámara Sony Mavica donde guardaba, en un diskette de 1.4 megabytes, entre treinta y sesenta fotografías, que para asombro de mis amistades podía enviar por e-mail desde cualquier café internet. Solamente hay que ver esas fotos horrendas que hace cinco años todavía tomaba para creer que provienen de 1950. Tal vez no sea ya el tiempo, sino el progreso quien insiste en descontinuarnos igual que a todas esas que de pronto llamamos cantidades imbéciles.

            Imaginar el porvenir podría ser tan simple como plantar el último de los Ipod Nano al lado de un diskette como el de la Mavica. O de su equivalente en capacidad, que sería algo así como once mil quinientos diskettes. Más de cincuenta metros de rebanadas de plástico apiladas como tortillas. Mirando entonces diez o quince años adelante, imaginemos un disco duro externo de un exabyte. Tiene el tamaño del TimeCapsule de un tera, pero le caben un millón de ellos. Que ahora mismo costarían algo así como quinientos millones de dólares. ¿Cuánto tiempo tendrá ya que pasar para que al exabyte lo reemplace el zettabyte, y a éste el yottabyte, que como es natural incluye en su interior un millón de exabytes?

            Traduciendo de nuevo al arcaísmo presente, un yottabyte hospeda el contenido aproximado de veinte millones de millones de discos blu-ray. No puedo imaginar para qué science fucktion podría llegar a precisar un yottabyte, pero temo ya la hora en que ni siquiera eso parezca suficiente; cuando se ofrezcan nuevos prefijos binarios y la gente se ría de los yottabytes con la clase de sorna olvidadiza que hoy provocan los floppies y sus miles de bytes y los días sin mouse y esas letritas verdes en la pantalla negra comerretinas. Si no recuerdo mal, recién se había inventado la rueda.

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17 de diciembre de 2008
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Mentiras faraónicas

Vista desde los ojos de un niño fantasioso, la riqueza parece cosa fácil. Basta con hacer cuentas alegres, partiendo del total de habitantes del país, pues bastaría, se figura uno, con que todos le dieran un peso para hacerse con una buena fortuna. Que de acuerdo a la población y el tipo de cambio actuales equivaldría a algo más de ocho millones de dólares. Un dineral para unos, poca cosa para un pícaro del tamaño de Bernard Lawrence Madoff, el corredor de bolsa que a lo largo de varios años de éxito sostenido e inexplicable ha hecho desaparecer más de cincuenta mil millones de dólares. Que equivale a sacar ocho dólares del bolsillo de cada ser humano del planeta.

     Alguna vez, por mero compromiso, le entregué cierta cantidad pequeña a un compañero de trabajo, que a cambio me anunciaba ganancias sustanciosas. Sólo tenía que ir y convencer a seis amigos de entrar en el plan, y a su vez ofrecérselo cada uno a otros seis. En un plazo de pocas semanas, recibiría cierta cantidad estratosférica. No supe decir no, en parte porque quien me lo ofrecía era el hijo del dueño de la agencia, pero a la hora de convencer a otros sencillamente me quebré. Parecía tan simple aquel enjuague que despedía un tufo escandaloso. Bastaba con hacer algunas cuentas hacia adelante para intuir que a medida que el dinero fluyera tendría que generarse un bache colosal. Era como pedir un préstamo en cadena infinita, progresiva y geométrica. Francamente, habría preferido robar carteras. Cuando menos no tienes que dar la cara.

     Si no pensabas echarle ganas, mejor me hubieras dicho e invito a otra persona, se quejó luego el hijo del dueño, que por mi culpa iba a dejar de ganar el 16.6 % del dineral que ya venía en su busca. Unos meses después, sucedió lo que técnicamente se conoce como el nivel de mierda llegando hasta la altura del ventilador. Ante las cámaras de la televisión, los organizadores de aquella pirámide -popular para entonces en el país entero- respondían a las preguntas del Ministerio Público; más tarde, un matemático presente en el estudio explicaba la estafa al enrevesado auditorio. En términos sencillos, los organizadores de la pirámide estaban repartiendo lo que no existía. El método era incapaz de producir un solo centavo, y en cambio generaba una deuda impagable. La fantasía de un niño instrumentada por un pícaro financiero.

     Según han dicho fuentes de la fiscalía, Bernard Madoff construyó un agujero de ese tamaño luego de recurrir al socorrido esquema de Ponzi, según el cual se paga réditos muy altos a los primeros inversionistas a costillas de las siguientes inversiones, sin crear riqueza alguna en el proceso. Un día, cuando varios de sus inversionistas recientes pretendieron retirar algo así como siete mil millones de dólares, la firma Bernard L. Madoff Investment Securities se vino abajo como el castillo de naipes que era. Increpado al respecto por sus hijos, el que fuera también presidente de Nasdaq se limitó a decir que no había dinero. Era todo mentira, les explicó.

     No puede uno saber sobre cuántas pirámides así descansan sus certezas fundamentales. De haberle funcionado mejor la patraña, Madoff habría muerto antes del fin del cuento que montó. Y eso es lo que uno pide, rodeado como está de sabrá el diablo cuántos aventajados fantasiosos. Si nada de esto es cierto y la vida que llevo en este planeta es una falsedad de extremo a extremo, preferiría llegar al ataúd sin enterarme. Dejar el teatro medio minuto antes del final de la obra, aunque sea para evitar las aglomeraciones.

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16 de diciembre de 2008
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El éxito es el crédito

Hasta finales del siglo pasado, eran aún legión quienes pensaban que en México se hablaba como los personajes de las telenovelas nacionales. Esta suposición difamatoria -valdría más llamarla difamación supositoria- sólo se hizo evidente gracias a unas cuantas películas exitosas donde los mexicanos se expresan, cosa rara, como personas reales. Para quienes habíamos escrito páginas salpimentadas con mexicanismos, películas como Y tu mamá también y Amores perros hacían las veces de cursillo introductorio para extranjeros, útil también para dejar en claro que no por compartir origen con los protagonistas de los culebrones éramos todos gente de cartón.

     Algunos fabricantes de telenovelas suelen hacer berrinches patrioteros cuando menosprecia uno sus engendros. Según ellos, deberíamos sentirnos orgullosos porque esas inmundicias inacreditables son exportadas a decenas de países. Me encantaría entenderlo. ¿Tiene uno que sentirse flotar entre las nubes si su fotografía le da la vuelta al mundo con la palabra "imbécil" acompañándola? Porque al fin es lo que uno termina por pensar de quien busca engañarle con patrañas insulsas e insostenibles. ¿Éste es bruto, piensa uno, o está pensando que el bruto soy yo? Asistimos a las historias de ficción decididos a ser engañados a fondo y hasta el fin; nada nos importuna e indigna tanto como que nos den trato de gaznápiros y esperen que creamos a pie juntillas en lo inverosímil, como el niño que capta los trucos del mago y aun así le aplaude. ¿Quedan niños así? Lo dudo. Hay que volverse adulto para ser tan zopenco.

     No cree uno en las películas porque suponga que la historia pasó, sino porque le gusta verla suceder. La historia nos seduce, luego nos empeñamos en darle crédito, aun y sobre todo si sabemos -como en la realidad, que con frecuencia resulta increíble- que esas cosas no pasan, ni quizás pasarían. Cuando una historia es buena y ha sido bien contada, uno celebra haber llegado a ella; agradece y aplaude a quienes le cumplieron el milagro de sacarlo de su ensimismamiento para meterlo en un pellejo ficticio y dejarle vivir las aventuras que de otro modo nunca habría experimentado. Pues de lo que se trata es de ganar experiencia en el pellejo ajeno, y para eso hace falta convencimiento. Espera uno que la ficción le convenza de lo que sea, con tal de que en el curso de la historia no vuelva a recordar que es un espectador.

     Lo he olvidado por algo menos de dos horas. Aun con la pantalla tan distante -la función fue en el teatro Metropolitan, no queda ya costumbre de ver películas en cines enormes- y el ambiente chocante que abunda en las premieres, Rudo y Cursi tardó pocos minutos en atraparme. ¿Por qué? Fácil: me la he creído desde el principio. Y esa es seguramente la cualidad mayor de un guión hecho a conciencia. Se le cree sin chistar. Se da por bueno sin siquiera pensarlo, igual que damos crédito a las palabras de quien nunca nos dio motivo de sospecha. Pero hay más. Uno también le cree a quien es divertido o le parece en especial simpático. Hay quienes necesitan que a su historia la salpiquen de elogios desmesurados; a otros nos basta con que se la crean. ¿Hay acaso un trofeo a la ficción que valga más que el simple crédito irrestricto?

     Me he reído con ganas, además, abrumado por tantos mexicanismos entrañables e hiperbólicamente universales. Me da igual el soccer y hace tiempo dejé la manía masoquista de devorar películas nacionales, pero esta historia se las compro completa. Vamos, que se le asoma el cariño por todas partes, y eso es más de lo que cualquiera esperaría. Ahora, con su permiso, clap, clap, clap.

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12 de diciembre de 2008
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Hablando de aeropuertos

Desde niño sentí fascinación por los aeropuertos. Esos espacios anchos y por fuerza modernos llenos de todo y nada, donde hasta los confines más distantes parecen tentaciones a la mano. Ahora sé que de pronto se hacen odiar, haciendo abuso de su magnetismo. Se saben importantes, necesarios, perseguidos, urgentes, como aquellas beldades que entienden cualquier cosa menos qué haría el universo sin ellas. Y todavía más, pues incluso puede uno darse el lujo de llegar tarde a una cita secreta con Venus en persona, pero no hay quien soporte demorarse camino a un aeropuerto. Antes perder el juicio que el avión.

     Los aeropuertos pueden ser fríos e impersonales como un oficial de migración, emocionantes como un reencuentro en la pista, aventureros como una escala en Bagdad o deprimentes como una maleta perdida, por eso ni siquiera hay que volar para ser presa de su sortilegio. Basta con haber sido un solo día cualquiera de esas sombras abatidas que abrazan a su amante retirante, resistiendo el impulso elemental de arrebatarle el pase de abordaje y hacerlo trizas inmediatamente. ¿Quién sabría calcular la cantidad de lágrimas que a diario se derraman en la tierra de nadie aeroportuaria? Siempre hay alguien a quien vimos allí por última vez, cruzando el detector de metales sin saber todavía que el hasta luego se volvería hasta nunca. Siempre hay alguna historia que comienza o termina en un aeropuerto.

     JFK, Ezeiza, Benito Juárez, Charles de Gaulle, Narita, Santos Dumont, Barajas, Heathrow, Schiphol, Tegel, Orly, La Guardia, Gatwick, Antonio Carlos Jobim: cada uno tiene su propia música. Por eso a veces no hay más que mencionarlos para que algunos secretemos súbitas endorfinas, pues la imaginación reacciona a esos conjuros paladeando la idea de moverse, cambiar, sacudir al destino como aquel personaje que al principio de la película pide al taxista "lléveme al aeropuerto", y ya esa sola frase sugiere una aventura en curso, un tránsito azaroso, un aventar los dados lejos de la rutina cotidiana. La mera voz que inunda las bocinas de la terminal, sugiriendo destinos tan osados y raros como la fantasía de un niño, nos recuerda que estamos ante las puertas del planeta entero.

     Hay, claro, de aeropuertos a aeropuertos. Nunca será lo mismo el de Amsterdam que el de Macapá, pero aún en la más modesta de las terminales flota esa sensación de libertad extrema que cualquiera en teoría puede alcanzar. Incluso en los estados policiacos, donde los ciudadanos no pueden ni ingresar al aeropuerto, merodean buscavidas y desesperados en torno a sus instalaciones, con la ilusión oculta de burlar los controles y mirarse en el aire, más allá de vigías, cancerberos y demás bichos desprovistos de alas. ¿Necesito abundar sobre la dimensión fantástica que un término tan simple como jet-lag puede llegar a darle a una vulgar y pueblerina jaqueca? ¿Cómo no imaginar, desde una cotidianidad monocromática, que tal vez un avión sería suficiente para darle al destino un giro colorido y asombroso?

     Sería injusto no detenernos en aquellos viajeros infelices cuya diaria rutina laboral los convierte en rehenes de los aeropuertos. Individuos que vuelan diez, quince veces al mes, zombis inconfundibles que van de terminal en terminal sin distinguir entre unas y otras porque todas acaban por parecer brazos de un mismo cuerpo inabarcable. Aun ellos, no obstante, son pasto de la envidia general, con sus cientos de miles de kilómetros de viajero frecuente, sus constantes ascensos de categoría y el talante de saltimbanqui forzado que debería tener James Bond en la vida real. Pero los aeropuertos poco tienen que ver con la vida real, tan pobre en excepciones azarosas. Los aeropuertos son pura ficción, sólo en ellos el mundo parece de verdad un pañuelo y la vida una pluma decidida a flotar entre las nubes.

     Existen todavía los dichosos ingenuos que sólo acuden a las terminales aéreas por el gusto de ver a los aviones despegar, acaso porque hay alguien adentro -un niño aventurero, un romántico intrépido- que despega con ellos al contemplarlos. Alguien que habrá soñado que volaba con sólo abrir los brazos y mirar hacia arriba. A veces, cuando va uno corriendo hacia el avión y se estrella contra uno de estos fantasiosos, se aleja maldiciendo no tanto porque el choque le haya hecho perder tiempo, como porque quisiera derrocharlo de idéntica manera y teme que esa nave se haya ido para siempre, con todo y aeropuerto. Una idea fugaz que aterriza y despega sólo para que el súbito filósofo recobre la conciencia de que ahora y aquí está a punto de perder el avión. Qué miedo emocionante llegar a la aeronave patinando, entrar cuando la puerta ya se hacía rendija. Llamando a las endorfinas: favor de presentarse en migración.

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9 de diciembre de 2008
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Sáquenme de este holograma

A Santiago también le emociona la FIL. No hay más que verle el tono del semblante para saber que no la desea menos de lo que alguna vez deseó Disneylandia. Hará diez días que ya en alas de ese espíritu, concretamente en taxi, llegó a mi casa, listo para una sobredosis de audio y video. Tras un par de tequilas en mi opinión reglamentarios para la exótica experiencia que se avecinaba, ya hablábamos de la semana que venía. Esta vez, lamentó, no estaría en el Hilton, que es como ir a Disneylandia y no quedarse en el hotel Disneyland, donde como es lógico habitan Donald Duck y Mickey Mouse, pero igual calculamos que durante el día y buena parte de la noche sería difícil sacarlo del área hechizada que abarcan el hotel y la FIL.

     De una vez, y de paso para no abandonar el mood reinante, le acerqué a Roncagliolo sus anteojos 3-D de cartón con el logo de Disney. Me habían regalado la película con la compra del aparato, no me interesó verla ni en blu-ray hasta que abrí la caja y descubrí los cuatro anteojos de cartón. Eso ya era otra cosa. Especialmente cuando apareció la imagen animada de Disneylandia. En ese punto vi a Santiago de perfil, sonriéndole a la tele. Se parecía a un poco a Tribilín; señal de que ya estaba comenzando el Best of Both Worlds Concert. Hannah Montana con Miley Cyrus. Lo cual, ya con los lentes, equivale a meterse con ella en un holograma y ver venir las manos de sus fancitos. Miles de ellos, gritando todo el tiempo. Síndrome de abundancia, que le llaman.

     Nos habremos fumado unas cinco canciones, más otra de los Jonas Brothers que nos tiró de risa, aunque ahora no sé si era tan gracioso. Puede que fuera el puro efecto Disney. Especialmente ameno fue el capítulo dedicado a calcular la cantidad de fantasillones que ganará el Uncle Scrooge al que se le ocurrió ese negociazo. Camisetas, botones, relojes, zapatos, pelucas, tazas, cuadernos, peines, plumones, barbies, bye-bye Kitty. Pasado el shock, ya sin los lentes 3-D que de pronto provocan jaquecas state of the art, regresamos al tema de la FIL con dosis alternadas de Zeca Baleiro, Ivete Sangalo, Margareth Menezes, Ney Matogrosso y los Flaming Lips. El shock, no obstante, persistía. Ni cómo imaginar la cantidad de niñas de ocho, nueve, diez años que habríamos conocido cuando teníamos otros tantos, de haber contado entonces con algo similar a esa pesadillita en alta tecnología, que por añadidura ostenta la virtud de expulsar a los grandes de sus díscolos dominios.

     Según mis cálculos, el playboy Roncagliolo ahora mismo debe de estar aterrizando en Barcelona, justo a tiempo para partir hacia Roma. Además, pone cara de Winnie-Puh en ácido cada vez que alguien le pregunta por su bebé. Por mi parte, me repongo de tantas carcajadas en el más pulcro estado de reclusión, con una Coca-Cola del refri-bar, dos dosis de Maalox, varias de Chico Buarque y al fondo el ventanal con una larga rebanada de Guadalajara, dieciséis pisos abajo. Que equivale a flotar en el punto más alto del Matternhorn. Veo el reloj, consulto la agenda y compruebo con cierto alivio resignado que me quedan algunos boletos para la Feria. Lo siento por el bueno de Santiago. Siempre que ha de dejar tierra jalisciense, tiene la cara de un galán de once años al que recién expulsan del camerino de Miley Cyrus. Y ahora mismo yo debo de tener la de Goofy. En una de éstas, hasta compro unos libros.

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3 de diciembre de 2008
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¡Cursifíquenlo!

Corny. Cafona. Cursi. Kitsch. Todos lo somos, en algún rincón. No sirve avergonzarse, como no sea para subrayarlo. ¿Cursilón y además sonrojado? Thanks but no thanks. Sé que sobran ingenuos que aseguran haber sido criados con Stravinsky y esperan que este perro corra tras ese hueso. Toma tiempo aceptar las zonas de la educación sentimental que a uno le parecen impresentables, y a menudo le escuece la idea de que sean públicamente reveladas.

     A mi madre tal vez le habría gustado contar con una institutriz inglesa que en su ausencia cuidara de mi formación artística, pero al cabo debió conformarse con ponerme en manos de la cocinera y la recamarera, en cuya compañía tantas veces vibré escuchando arrebatos melódicos que a mi entender resumían entera la pasión de este mundo. Canciones de mal gusto, puede ser, pero a todos nos consta que el mal gusto de pronto sabe bien. Se le prueba como una ponzoña impaladeable, hasta que en un descuido va adormeciando las papilas gustativas -esas señoritingas- y nos permite entonces atragantarnos de aquello que tendría que habernos asqueado. ¿Cómo ostentar, al fin, verdadero buen gusto si nunca antes se ha compartido el malo?

     Hace ya tiempo que está de moda coolificar lo cursi, como otros cursifican lo que creíase cool. Quienes sufren, no obstante, de estos vicios culposos, tienden a revelarlos con cuentagotas, si no a guardarlos bajo doble llave. Querer que esas bajezas del instinto estético resulten socialmente aceptables equivale a empeñarse en perderlas para siempre. Muy al contrario, quiero que sean pecado. Que estén fuera de moda, que sean antiguallas y de lejos se note su low definition. Que su existencia implique la premura por saltarse una barda más allá de la cual viven sólo las ánimas chocarreras del desprestigio.

     ¡Atrévase a ser cursi!, podría intitularse un manual de autoayuda. Pero entonces habría que lanzar el antídoto: ¡Pare de ser cursi! En cualquier caso, siempre, los cursis son los otros. ¿Cursi yo? No jodas, ni me jodas, ni la jodas. Pero si la cursilería es perversa, ¿por qué no habría la perversidad de ser cursi? Cualquier defensa vale para explicar por qué uno realmente no es lo que parece que es y por supuesto nunca jamás sería.

     Afortunadamente, no es precisa la licencia. Prefiere uno que este asunto ampuloso de la cursilería permanezca dentro de los dominios de la ilegalidad. Que insista en dar vergüenza la mera tentación, de modo que el pecado conserve el sabor ácido del sacrilegio. Lo que llaman un upgrade. No es por tanto tan raro que el mal gusto, bien llevado, conduzca a parapetos más altos que el mal llamado bueno. Llegados a este punto, encuentro ya insalvable la confusión entre ambos gustos antagónicos, pero al primer llamado de mis prejuicios sería capaz de identificar un centenar de ejemplos según yo de mal gusto -el verdadero, digo, sin pizca de autocrítica- que me parecen imperdonables. Y allí estriba el deleite, quisiera uno decir, escuchar, gritar cosas que nadie nunca fuera a perdonarle, si llegara a enterarse.

     Estoy exagerando, como todos los cursis. Siento la tentación de escribir, en mi defensa, algún amago de existencialismo casual. Ay, qué hueva me doy, por ejemplo. Pero lo cierto es que me da más hueva obligarme a mentir sólo para que un puño de cursis discretitos no se rían de mí de dientes para afuera. ¿Se equivocan los cursis o los mesurados? Es de temerse que jamás lo sabremos. Vive uno condenado a ser las dos cosas y no identificarlas ante el espejo.

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1 de diciembre de 2008
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Llena eres de nada

Es sábado, camino del aeropuerto. Diría que vengo huyendo de Madonna, pero es un hecho que no lo consigo. Como tampoco pude, hasta hoy, remediar el vacío que me deja el empeño de escucharla. Sé que es una mujer muy admirada, si bien no por motivos musicales. Como los beisbolistas, Madonna impacta a sus admiradores a partir de sus cifras. En cada sitio donde se aparece, la cantante puede contar de antemano con una corte de entusiastas numerólogos listos para contarle a quien le interese cuánto van a costar esta vez sus caprichos de estrella inmarcesible. Esos, pues, son los highlights, ninguno de los cuales alcanza para disuadirme de una idea más bien incómoda: sigo pensando que la gran Madonna y todo su espectáculo son más baratos que unas sardinas en oferta. 

     Entiendo lo difícil de mi postura. Ayer mismo leí que un boleto de 4,500 pesos para el concierto de la noche de hoy se está vendiendo por internet a sólo $20,000.00. Es decir, 1,486 dólares, o en su caso 1,171 euros. Algo así como un millar de latas de sardinas a su precio normal. Una vez instalados en un tipo de cambio verosímil, me declaro renuente a entregar más de tres latas de sardinas a cambio de uno de esos boletos; y eso porque son de adelante, que por los más baratos -algo más de veinte euros cada uno, elevados por la reventa al cuádruple de ese precio- no doy a cambio ni una lata vacía.

     No es la primera vez que Madonna canta en México. De sus conciertos en 1993, lo único en verdad impactante fue aquel pobre infeliz que brincoteaba con La isla bonita cuando una sobredosis de caspa de Satanás le provocó un paro cardíaco terminal, del que apenas supieron sus vecinos de butaca. Me lo contó una entre ellos, compungida no sé si por el trágico incidente o porque después de eso no le alcanzó el humor para quedarse. Tiene esa cualidad, la cocaína: llena de nada los espacios que ocupa, empezando por el cerebro del usuario. Y algo hay en esta estrella calculadora -su impostación brutal, su frialdad impasible, su provocación fácil- que le hace muy soluble con ésas y otras naderías afines. Qué quieren que les diga, siempre he creído que esta señorita prefiere que la miren a que la escuchen.

     La he llamado cantante con un convencimiento francamente flaco. Lo que veo, en todo caso, es a una mercadóloga de gran olfato. Como dicen los gringos, good for her. Como dice mi padre, ¿y a mí qué? Quienes la admiran gustan de encomiar sus dotes de estratega, pues de lejos se nota lo que de ella dijo una vez Almodóvar: nadie había hecho tanto con tan poco. No dudo que todavía hoy abundan las legiones de ñoños indignados por blasfemias de mera pacotilla como ese detallito de aparecer crucificada en el escenario, ni ignoro que son ellos sus mejores publicistas. La encuentro, sin embargo, tan sustanciosa y plena como el alegre jingle de un viejo detergente, aunque sin las ventajas que ofrece el detergente.

     Nada de esto se lo puedo confesar al taxista, que insiste en recetarme una estación de radio donde Madonna suena sin cesar, mientras yo me defiendo subiéndole el volumen a mi música, pero difícilmente me alcanzan los audífonos para sacar de ahí la voz tipluda de la estratega. Intento combatirla con una dosis de My Chemical Romance, pero la nada gana en estridencia. Se va metiendo como una punzada, quiere que la compremos a cualquier precio. Ya en el avión, lo pienso una vez más y retiro la oferta de hace tres párrafos. Perdón, pero me quedo con las sardinas.

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29 de noviembre de 2008
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Épica del triunfo ínfimo

Hoy es un día especial: acabo de imprimir mi primer pase de abordaje. Tras dos intentos infortunados -el segundo de los cuales me hizo perder un vuelo- consigo la pequeña proeza y atesoro las hojas de papel como si fueran un legítimo diploma. Con ellas en la mano, puedo ir por la vida temporalmente libre de la vergüenza, por tantos compartida, de ser un poco analfabeta informático. Cosa muy grave hoy día, cuando la funcionalidad de las inteligencias naturales se mide por su capacidad para relacionarse con las artificiales. Antiguamente, un hombre se envanecía cuando sabía hablarle a una mujer; hoy esa vanidad proviene del manejo sabihondo de los gadgets, con sus debidos widgets.

     Pocas cosas nos satisfacen tan íntimamente como merecer la obediencia de un artilugio. Oprimir los botones adecuados, tras una cuidadosa lectura del instructivo que nos permite hablarle al aparato en su idioma natal. Si a la recepcionista había que caerle bien, aquí sólo es preciso mecanizarse. La máquina se siente halagada cuando advierte que hace uno el esfuerzo, aunque es cierto que abundan esas electrozorras decididas a hacerlo a uno sufrir con la irritante hipótesis de que es un imbécil. Esta vez, sin embargo, he puesto a tres esclavas digitales de acuerdo. La Macbook se entendió con la TimeCapsule, que a su vez supo hablarle al oído a la LaserJet. Entre las tres me han dado un pase de abordar, y además he cambiado de asiento e ingresado mi número de viajero frecuente. Wow.

     Habrá quienes ya lo hagan desde hace años, pero esta suerte de mezquina y ordinaria satisfacción tiene la cualidad de refrescarse nada más acontece. Se siente uno el primer ser humano en conseguirlo. Un pequeño click para un hombre, un gran trrrrrrrrrrrrrrrr para el engranaje de la Historia. Dirían los clásicos, welcome to the next level. En adelante el nuevo paso dado será integrado a la diaria cabalgata mecánica que me mantiene a tono con el mundo exterior. Habrá que consumar nuevas proezas personales, como pagar el teléfono online sin que luego me corten la línea, o entenderme por fin con el Automator, un programa creado para mecanizar por su cuenta los trabajos que hasta hoy suelo hacer a mano limpia cada vez que me enfrento al monitor. Sigo adelante con este vicio nada original de mirar al futuro como un mundo integralmente automático donde la gente se lavará los dientes por bluetooth.

     Ante la imposibilidad de entenderse con todos los robots, es preciso valerse de cuando menos uno que opere como intérprete frente a los suyos. Alguien que nos traduzca del venusino al chino, que ya sería ganancia, y que de hecho se ocupe de todo. Que pague las facturas y los impuestos, que cobre los recibos via swift, que acose a los deudores morosos y en caso necesario envíe unos matones a poner negros esos números rojos. Que se haga responsable, vamos. Incluso y sobre todo cuando el dueño no lo es.

     Aunque claro, son muchas las frustraciones. Cada una de las nuevas victorias oculta una tortuosa hilera de tropiezos, que sin ellos el triunfo excepcional parecería tan pequeño como en realidad es. Y eso a nadie le gusta, a estas alturas. Prefiere uno gratificarse fácil y en silencio, aunque siempre cae bien contarle a quien te escuche que acabas de imprimir un pase de abordaje. Sin ayuda y por WiFi, convendría añadir.

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29 de noviembre de 2008
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Del verbo novelar / y IV

IV. Del principio a la culpa. 

Muy poco se conoce la historia que se cuenta mientras aún no se encuentra cómo contarla, y en ese no encontrar se van los días, algunos de ellos tan secos y contemplativos que pronto desembocan en la culpa. Tan mexicana ella. Menudean los quejosos por su intromisión, algunos llegan hasta el psicoanalista con tal de sacudírsela, pero otros preferimos encomendarnos a su protección. Es nuestro capataz, no podemos dejarla. Cada vez que abandono la novela, alguien dentro de mí le prende veladoras a Iscariote Mártir.

     No me interesa hacer una declaración de principios, entre otras cosas porque ya pasé de la página 500 y sigo sin saber dónde queda el principio. Tampoco sé muy bien cuál es el objetivo, suponiendo que lo haya, como no sea el de por fin salir de los meandros que llevo sabrá el diablo cuántos años construyendo. El problema es que antes necesito terminar de construirlo y a estas alturas todavía ignoro dónde empieza y termina esa novela a la que llamo mía solamente porque soy todo suyo. Voy, pues, sobre mis huellas. Si no puedo saber, por el momento, dónde inicia mi historia, por lo menos sabré desde cuándo la escribo... Hago cuentas y encuentro que el origen de lo que quiero contar es todavía más impreciso. Cuando a uno se le ocurre la idea a todas luces insensata de sentarse a escribir una novela, no hace sino atender al más reciente de una hilera de signos en la carretera, a saber dónde y cuándo habrá visto el primero. Es un aullido viejo, en todo caso. Podría ser incluso un impulso primitivo, si no incluyera la comezón de contar.

     Cuento así cuanto ignoro, aun y sobre todo cuando pongo cara de saberlo. Soy un intruso y voy por mi historia sin ser visto. Mi meta es no existir en esos dominios, una vez que ellos dejen de existir en mí. Me gustaría ser el constructor anónimo de una ciudad perdida en lo hondo del desierto. Las Vegas, por ejemplo. Apostarme completo a una historia imposible, y por tanto probable, a ojos periféricos. Apostar a perder y terminar quebrando a la banca, que es lo que al fin sucede cuando uno llega al fin de la novela y se sorprende vivo. ¿Qué escribí?, se pregunta al día siguiente. ¿Qué conté? ¿Qué pasó? ¿Qué me pasó? ¿Qué hace ahí ese león muerto? Desde la periferia de la periferia de la periferia, me viene a la memoria la salida común de una antigua serie de televisión. "En la confusión", solía decir Mike Connors al final de cada capítulo de En la cuerda floja, "un hombre escapó: yo". Vuelvo a la madriguera. Si preguntan por mí, nadie me ha visto.

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25 de noviembre de 2008
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Del verbo novelar / III

III. Rescate y salvamento. 

Ha dicho el novelista David Toscana que la diferencia entre Historia y Literatura estriba en que una cuenta las cosas que pasaron y la otra las cosas que pasan. Nada tiene de raro que sobrevivan tantas mentiras históricas y rara vez alguna patraña literaria. No se puede mentir cuando se narra, menos cuando resulta que de lo que se cuenta nada en sentido estricto sucedió, y sin embargo de pronto sucede. Ante una realidad de suyo desbordante y apenas verosímil, mal haría el narrador en moderarse. Recuerdo todavía con saludable envidia el título de una de mis novelas favoritas, cuyo protagonista es periférico entre los periféricos: La vida exagerada de Martín Romaña. ¿Qué sería del ángel de la credulidad sin el demonio de la exageración?

     No saber qué se busca, pero asumir con calma cosquilleante la urgencia de encontrarlo: tal es el derrotero del que escribe novela. Rescatar, y en su caso rescatarse. Cada vez que guardamos un archivo electrónico, instruimos a la computadora para que lo "salve". Habemos, sin embargo, algunos desconfiados que optamos por primero salvar la historia a mano. Costumbres periféricas, ustedes ya me entienden. Pues si en el centro abundan los apremios, en las orillas reina la paciencia. Nadie quiere leer una novela escrita con notoria premura, como no sea para burlarse del autor. El papel y la tinta no hacen precisamente más fácil el trabajo, pero en los territorios de la ficción, igual que en los dominios del romance, la tentación consiste en complicarse.

    Montar a lomos de la incertidumbre. Ir detrás del problema, ramificarlo, encontrarle los ángulos inenarrables: puro deleite para el apetito. Quien no sepa o no quiera sufrir por deleite bien haría en mirar en dirección a ciencias menos inexactas. En el país de los culebrones, pocos placeres hay tan auspiciosos como el de darse azotes en la certeza de que el narrador, igual que la heroína del culebrón, saldrá con vida al final de la historia. Mismo que no conozco, y puede ser que escriba por la sola ilusión de enterarme.

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24 de noviembre de 2008
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