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Hablando de aeropuertos

Por 9 de diciembre de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Desde niño sentí fascinación por los aeropuertos. Esos espacios anchos y por fuerza modernos llenos de todo y nada, donde hasta los confines más distantes parecen tentaciones a la mano. Ahora sé que de pronto se hacen odiar, haciendo abuso de su magnetismo. Se saben importantes, necesarios, perseguidos, urgentes, como aquellas beldades que entienden cualquier cosa menos qué haría el universo sin ellas. Y todavía más, pues incluso puede uno darse el lujo de llegar tarde a una cita secreta con Venus en persona, pero no hay quien soporte demorarse camino a un aeropuerto. Antes perder el juicio que el avión.

     Los aeropuertos pueden ser fríos e impersonales como un oficial de migración, emocionantes como un reencuentro en la pista, aventureros como una escala en Bagdad o deprimentes como una maleta perdida, por eso ni siquiera hay que volar para ser presa de su sortilegio. Basta con haber sido un solo día cualquiera de esas sombras abatidas que abrazan a su amante retirante, resistiendo el impulso elemental de arrebatarle el pase de abordaje y hacerlo trizas inmediatamente. ¿Quién sabría calcular la cantidad de lágrimas que a diario se derraman en la tierra de nadie aeroportuaria? Siempre hay alguien a quien vimos allí por última vez, cruzando el detector de metales sin saber todavía que el hasta luego se volvería hasta nunca. Siempre hay alguna historia que comienza o termina en un aeropuerto.

     JFK, Ezeiza, Benito Juárez, Charles de Gaulle, Narita, Santos Dumont, Barajas, Heathrow, Schiphol, Tegel, Orly, La Guardia, Gatwick, Antonio Carlos Jobim: cada uno tiene su propia música. Por eso a veces no hay más que mencionarlos para que algunos secretemos súbitas endorfinas, pues la imaginación reacciona a esos conjuros paladeando la idea de moverse, cambiar, sacudir al destino como aquel personaje que al principio de la película pide al taxista "lléveme al aeropuerto", y ya esa sola frase sugiere una aventura en curso, un tránsito azaroso, un aventar los dados lejos de la rutina cotidiana. La mera voz que inunda las bocinas de la terminal, sugiriendo destinos tan osados y raros como la fantasía de un niño, nos recuerda que estamos ante las puertas del planeta entero.

     Hay, claro, de aeropuertos a aeropuertos. Nunca será lo mismo el de Amsterdam que el de Macapá, pero aún en la más modesta de las terminales flota esa sensación de libertad extrema que cualquiera en teoría puede alcanzar. Incluso en los estados policiacos, donde los ciudadanos no pueden ni ingresar al aeropuerto, merodean buscavidas y desesperados en torno a sus instalaciones, con la ilusión oculta de burlar los controles y mirarse en el aire, más allá de vigías, cancerberos y demás bichos desprovistos de alas. ¿Necesito abundar sobre la dimensión fantástica que un término tan simple como jet-lag puede llegar a darle a una vulgar y pueblerina jaqueca? ¿Cómo no imaginar, desde una cotidianidad monocromática, que tal vez un avión sería suficiente para darle al destino un giro colorido y asombroso?

     Sería injusto no detenernos en aquellos viajeros infelices cuya diaria rutina laboral los convierte en rehenes de los aeropuertos. Individuos que vuelan diez, quince veces al mes, zombis inconfundibles que van de terminal en terminal sin distinguir entre unas y otras porque todas acaban por parecer brazos de un mismo cuerpo inabarcable. Aun ellos, no obstante, son pasto de la envidia general, con sus cientos de miles de kilómetros de viajero frecuente, sus constantes ascensos de categoría y el talante de saltimbanqui forzado que debería tener James Bond en la vida real. Pero los aeropuertos poco tienen que ver con la vida real, tan pobre en excepciones azarosas. Los aeropuertos son pura ficción, sólo en ellos el mundo parece de verdad un pañuelo y la vida una pluma decidida a flotar entre las nubes.

     Existen todavía los dichosos ingenuos que sólo acuden a las terminales aéreas por el gusto de ver a los aviones despegar, acaso porque hay alguien adentro -un niño aventurero, un romántico intrépido- que despega con ellos al contemplarlos. Alguien que habrá soñado que volaba con sólo abrir los brazos y mirar hacia arriba. A veces, cuando va uno corriendo hacia el avión y se estrella contra uno de estos fantasiosos, se aleja maldiciendo no tanto porque el choque le haya hecho perder tiempo, como porque quisiera derrocharlo de idéntica manera y teme que esa nave se haya ido para siempre, con todo y aeropuerto. Una idea fugaz que aterriza y despega sólo para que el súbito filósofo recobre la conciencia de que ahora y aquí está a punto de perder el avión. Qué miedo emocionante llegar a la aeronave patinando, entrar cuando la puerta ya se hacía rendija. Llamando a las endorfinas: favor de presentarse en migración.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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