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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Del verbo novelar / II

II. La intrusa bienvenida. 

A veces, por el hecho de ser narrador, hay quienes se le acercan a uno a ofrecerle el relato de su vida, para que un día la cuente por escrito. Propuesta inaceptable, casi siempre, pues a quien vive de encajar los colmillos no le apetecen los cuellos ofrecidos. Quisiera uno olisquearlos, cazarlos, seducirlos, devorarlos por mérito propio, igual que a la princesa de sus sueños. Nada devora al centro como su periferia, por más que ésta aparezca y se anuncie conquistada. No se conquista lo que no se comprende, ni se comprende lo que no se desea. Chupa uno sangre, pues, en ciudades y aldeas, con esa indeclinable sed de marras. Es en unas y otras extranjero, y si después ha de irse de la lengua es porque en ella encuentra patria y territorio.

     Uno nunca es el mismo cuando habla en otra lengua. Solemos esmerarnos para emplear su gramática, por más que aparentemos dominarla, pero hay algo que no se deja decir. Desde mi perspectiva dos veces periférica, me es fácil entenderlo y expresarlo en inglés, porque lo simplifico y lo reduzco, pero mis apetitos más profundos me incitan a escupirlo en español. No es uno al fin, jamás, quien quisiera que viesen sus congéneres, como la historia que pretende escribir no será la que escriba, ni logrará ser ésta la que otros crean leer. Narrar es dar inicio a un juego burlador cuyas reglas suelen ser tan estrictas como elásticas. Se habla un distinto idioma no solamente para entender y darse a entender; también para calzarse un camuflaje que le permita entrar en otro cosmos conquistable. Seducible. Entrañable. Ser allí dentro -en ese mundo ajeno del que nos apropiamos- central y periférico, según lo exija cada ocasión, y con alguna suerte atendiendo a una historia que implora ser salvada.

     No quisiera ser un turista de la realidad, pero tampoco alcanzo estatus de inmigrante. Busco refugio entre la turba indiferente para disimular mi calidad de intruso y el afán invasor de estos colmillos. Ave María Purísima, quién pudiera aplacarlos. No por supuesto uno, que sin su intercesión acabaría relegado a la periferia de sí mismo. Cuando he de recorrer una ciudad extraña, lo hago presa de una voracidad obsesiva. Memorizo avenidas, tiendas, parques, recovecos y meandros cual si en ello me fuese la existencia. Creo, con una fe indistinta del fanatismo, que al fin del horizonte se dibuja una historia que demanda mi auxilio. ¿Cómo va uno a saber si no cualquier detalle irrisorio, perdido entre las calles de esa ciudad ajena hasta anteayer, resultará a la postre indispensable para el operativo de rescate?

     Escribo con la alevosía del maleante, mas también con la angustia del perseguido. Espero que los otros sospechen que estoy loco, igual que el pistolero se finge difunto para eludir la mira de los vivos. Elijo ir por la vida con la patrulla atrás y no adelante, sigo creyendo que el narrador se muere cuando los policías que le correteaban terminan escoltándolo. No imagino, por tanto, vergüenza más punzante que la de rescatarme a costillas de la historia y aceptar el oprobio de ya nunca contarla, pues si he sobrevivido al apetito extremo de vivir en la orilla de la orilla es justamente gracias a ese salvoconducto. ¿Qué otra cosa es la vida de un narrador, sino mera coartada para narrar? ¿Qué gracia, al fin, tendría emplearla en otra cosa? ¿Cómo podría salvarme sin disolverme?

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23 de noviembre de 2008
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Del verbo novelar / I

I. Usted disculpe la sed. 

Confieso: no he nacido al centro de La Mancha. Me he enseñado a escribir en la ciudad de México, donde nada es posible pero todo es probable. Vengo de una región con prestigio de excéntrica y así me reconozco narrador periférico, pero alego que tal es, para mi oficio, perspectiva privilegiada y preferible. Se narra desde afuera, como lo haría un proscrito, un lisiado, un apestado. Un forastero al fin. Aquél que todo debe comprenderlo, mas no puede aspirar a ser comprendido. Él que vigila y calla porque tiene un plan y éste parte del verbo sobrevivir: primer imperativo de todo narrador.

     Narrar es navegar entre fuerzas opuestas: centrífuga y centrípeta. Ésta que nos arrastra Cárpatos abajo, con la sed impetuosa y los colmillos largos, a recobrar los jugos de la vida y hacer del verbo carne de crepúsculo; aquélla que nos lleva volando de regreso al cobijo secreto de la madriguera, desde cuyas alturas la simple realidad tiende a lucir torcida y rocambolesca como las mismas normas que la rigen. Lo cierto es que estas fuerzas no lo dejan a uno quedarse en ningún lado. Ni la isla donde ha soñado exiliarse, ni la ciudad que ciertas noches le sonríe como una semidiosa en yohimbina. Vocación esperpéntica es la del narrador, tanto que sólo alguna discreción transitoria, inherente a las mañas del intruso, explica que no andemos de capa por las calles.

     Precaución: zona de narradores, debería estar escrito a la entrada de ciertos bares y cafés. ¿Quién diablos desearía irse de la lengua justo donde pululan estos polizontes cuya discreción es, insisto, apenas transitoria? Peor aún, estratégicamente transitoria. Por fortuna, si bien no en la totalidad de los casos, la profesión no es un estigma que impida al narrador periférico escurrirse hacia el centro. Absorberlo. Reinventarlo. Quienes hemos crecido en la periferia planetaria encontramos rarezas y prodigios en el centro que sus siempre habitantes no imaginan. Uno lo quiere todo, nada más descubrirlo. Nos comemos Madrid, París y Nueva York a tarascadas largas y apremiantes; luego volvemos para ser los mismos, en la esperanza de no conseguirlo. Excepto por la sed, que sigue ahí.

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22 de noviembre de 2008
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Dictador de mentiras

Se queja uno a menudo de los dictadores, hasta que un día se mira en su lugar. Dictando, pues. Buscando cimentar la validez de un mundo de mentiras por sobre cualquier otra realidad. Un trabajo cansado, durante las cuatro horas que cada día nos tocan, aun prescindiendo de esa ley espartana según la cual quien dicta debe hacerlo de pie. Sucede, aparte, al inicio del día. Las horas luminosas que durante años tan largos nos sorprendieron atados a un pupitre, tomando el dictado -qué labor fastidiosa, en ese antiguo entonces-.

     T llega por ahí de las diez de la mañana y se acomoda al mando del teclado, al tiempo que me afano en conectar la MacBook a la electricidad, las bocinas y un segundo monitor, pues al fin dictador no tolero la idea de no ver línea a línea todo cuanto las yemas de T van transcribiendo. Tenemos asimismo un teclado y un ratón extra, que equivaldría a conducir un coche con volante, palanca, controles y pedales por duplicado. Por no hablar de las papas con limón y piquín, las gomitas dulces, las agridulces y las Coca-Colas, estímulos sin cuya participación no rendiríamos igual. Aunque no mando yo, sino la historia. Presumo, sin tantita vergüenza, que con algo de suerte será ella quien me absuelva.

     Un rasgo que define al dictador, amén que lo distingue de sus imitadores menos agraciados, consiste en pretender que no está dictando. Se levanta la voz, se la modula, se cercena de un tajo la oración para cerrar el párrafo con algún rastro de épica emocional. Se es héroe de la historia, pues de lo que se trata es de salvarle la vida, y para eso hay que hacerla no nada más creíble, sino de preferencia evidente. No permitirle que se deje ignorar. A veces, cuando me gana el cansancio mental de ejercer el papel de lector-narrador-corrector-espectador, no sin cierto bochorno subrepticio me sorprendo dictando con la conmovedora entonación de un burócrata más o menos somnoliento. Mierda, maldigo, doy un trago al refresco y vuelvo a mi lugar con esa gallardía impostada que emplean los dictadores para posar delante del retratista. Igual que ellos, me digo que es preciso sacar partido máximo de este momento histriónico.

     Es la primera y última vez que leo y escribo esta historia al mismo tiempo. O al menos parte de ella. Llega un momento en que tenerlo todo expresado nomás en garrapatas negras lo deja a uno pasmado de incertidumbre. ¿Qué ha contado, qué no? Ya no lo sabe. Reina el caos, la historia no se mueve. No se ve el edificio. De pronto falta el piso, o se teme que sobre. La desmemoria crece, no quisiera uno sentirse holgazán, y al mismo tiempo todo nuevo ladrillo se anuncia redundante. Que ni qué, hay que dictar.

     Una vez que se empieza, con el miedo de un niño a asistir a un entierro, desfilan de repente los tres últimos años de obsesiones. Cuando la narración parece fuerte, la sorpresa es tan esperanzadora como un beso tenaz de la fortuna; cuando se escucha renga, es como si un fiscal enumerara, megáfono en mano, tus peores fechorías y omisiones morales. Se preocupa uno mucho, en este último caso. Debe seguir dictando mientras en su cabeza bailan los titubeos con las dudas; en un descuido siente la tentación de mejor escribirse un libro de autoayuda.

       Llevarle el ritmo a T implica no distraerse un solo instante del dictado. Está pendiente hasta de los resuellos, sus dedos van volando por el teclado y uno pretende que no está pendiente, amén del monitor y el manuscrito, de cada una de sus nuevas reacciones. Las vigilo de reojo y de reoído, me gana todo el tiempo el morbo de enterarme cuáles son los efectos de cada veneno. Quiero pensar que supe emponzoñar las líneas, me aterra en lo profundo que tal vez no sea así. ¿Será por estas y otras causas simultáneas que cuatro horas después no me queda energía para más que tirarme a mendigar calor al sol tacaño? Hoy no ha habido dictado, qué descanso. Con razón los colegas están como están.

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20 de noviembre de 2008
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Abismo y magnetismo / y III

III. El Factor Cuchurila

Ten cuidado con esa cajita de madera, que si la abres se sale la cuchurila, solía recordarte tu papá siempre que te llevaba a pasar la mañana en su oficina. Un lugar aburrido en el sentido estricto -noveno piso de una matriz bancaria- y no obstante, a tus ojos, repleto de misterios insondables, comenzando por ése de la cuchurila: un animal pequeño, según él, inofensivo dentro de su caja, que sin embargo podía agigantarse y destruir edificios igual que Godzilla, si alguien osaba abrir la caja y liberarlo. ¿Por qué tenía tu padre una genuina cuchurila cautiva en su privado, que fuera de eso tanto te divertía? Nunca te lo explicó. Le bastaba con repetir la advertencia para alejarte de la caja fatal. ¿Quién, al fin, sino él, que todo lo sabía y lo podía, iba a guardar una alimaña así? La mañana en que una de las secretarias se acercó al escritorio y levantó ligeramente la tapa de la caja, saltaste de la silla y le pescaste el brazo. No, por favor, rogabas, seguramente pálido de pánico. Podías imaginar al bicharajo esponjándose, caminando hacia ti como una vigorosa tarántula. Dentada, melenuda, indestructible.

     ¿Por qué asustas al niño con esas cosas?, reparaba tu madre, no con gran energía porque tampoco te notaba aterrado, sino presa de un lapsus de miedo y fascinación cada vez que la extraña criatura aparecía en una conversación. Sonriente -quién sabría si no reprimiendo la abierta carcajada- tu padre tendría ya que adivinar en ti el deseo profundo de abrir la caja y conocer la pinta del terrible animal. Pues no era suficiente con mirarlo en sueños, había que tocarle la melena.

     Como pasa con virus y ponzoñas, a menudo los miedos contienen el antídoto que los anula. Si un día te atenazan y paralizan, llega siempre la hora de plantarles cara, no bien la tentación se hace más grande que ellos. Por algo el verdadero arrepentimiento -el que más duele, al menos- suele relacionarse menos con lo que hiciste que con lo que dejaste de hacer. Prefiere uno meter la pata entera a quedarse por siempre con la duda de todo lo que hubiese podido pasar. Está además aquel llamado turbio que no te deja en paz. Anda, ven, salta, dice, con la certeza de quien te conoce y sabe que no vas a quedarte con la curiosidad.

     Reconoces la voz, aunque ya no te asusta como entonces. Es por cierto la misma cuchurila madre, un tanto envejecida luego de tanto reproducirse. Has crecido, además. Podrías, en un descuido, trepártele en el lomo; no en absoluto como un gesto suicida sino justo lo opuesto. Algo adentro te dice que si no domas a esa cuchurila no habrás sobrevivido del todo. No valdría la pena, vamos. Y el punto es que los tiempos de temor te dejaron la noche de los sueños sobrepoblada de cuchurilas. Puedes verlas si cierras los párpados con fuerza, ya pelan los colmillos y aumentan velozmente de tamaño, no bastaría medio millar de cajas de madera para contenerlas.

     A la postre ya sabes que todo era verdad. Las cuchurilas no solamente existen, también crecen y arrasan con casas, edificios y paisajes. Peor todavía cuando se las esquiva o se pretende que jamás existieron. Vale más enfrentarlas, cuchillo en mano, para que de una vez se vayan educando. Turn around and face the strange, decía la canción del duque Bowie. Me gustan los problemas, no existe otra explicación, aseguraba otra del conde Calamaro. Por eso, ahora que intentas explicarlo, prefieres que el trabajo lo hagan las cuchurilas. Quién mejor que ellas para hacerse entender.

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17 de noviembre de 2008
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Abismo y magnetismo / II

II. Calamidad a modo. 

¿Va a quedarse en París?, pregunta la mujer en la orilla final del túnel que conecta al avión con la terminal aérea. Asientes, todavía esperando que la funcionaria de aduanas te devuelva inmediatamente el pasaporte y te deje seguir tu camino. No pocas veces te has preguntado por qué los pasajeros de un avión se comportan con esa urgencia compulsiva una vez que lo sienten detenerse. Permanecen de pie a medio pasillo durante largos y nerviosos minutos, como si así lograran salir más rápido, y hasta hay quienes te miran con displicencia cuando te tiras entre dos asientos e incluso te acurrucas, esperando. Pero ahora tienes prisa. Ya tres cuartos de avión fueron desalojados y sólo te detiene la funcionaria. Son las ocho y media de la mañana en mitad de noviembre del 2008, ¿qué se cree esta mujer para tenerte ahí, como su prisionero? ¿Quién le ha dado el derecho para hurgar en tu porta-pasaporte, extraer los papeles y tratar de leerlos?

     Calma, te dices aun a medio berrinche. Ya todos se largaron y tú sigues ahí, detrás de la guardiana que por algún motivo te juzgó sospechoso. Hace unos pocos años, le habrías armado ya una escena que te tendría al borde de la deportación, pero has hecho una cita con París y estás dispuesto a ser razonable, por más que esta fulana se empeñe en arruinarte el día desde temprano. ¿Ya me va a devolver mi pasaporte?, le preguntas con el francés titubeante de quien nunca acabó de estudiarlo, creyendo inútilmente que esa torpeza pondrá el acento sobre tu inocencia. Aunque el punto es que no te crees inocente, será por eso que no te rebelas cuando vuelves a preguntar y no obtienes respuesta. Te preguntas de pronto por qué te escogió a ti de entre todos los pasajeros del avión, como en los años niños te preguntabas por qué la mala suerte venía siempre detrás, bruja malvada.

     Te gustaría pensar que éste es un privilegio para quien cuenta historias, pero vuelve la prisa y te desespera. Se supone que alguien te espera afuera, podría ser que al salir ya no estuviera allí. Al cruzar migración, la mujer se apodera otra vez del pasaporte y miras hacia arriba, nada más, resistiendo la tentación de arrebatárselo. ¿Por qué a mí?, le preguntas, y ella entonces te mira y escupe un ¿Por qué no? que le devuelve entero su pequeño poder. Lo que Dostoievski llamaba el entusiasmo administrativo. Imposible ignorar su satisfacción cuando, con toda la pachorra del universo, revisa una por una las cinco o seis maletas que aún quedan en la banda, deseosa de enterarse que traes alguna otra aparte de la tuya, llena de sabrá el diablo qué substancias infames.

     Si sólo te dijera por qué te eligió, te darías por más que bien servido. La miras registrar tu equipaje con avidez y minuciosidad, lo cual implica deshacerlo entero y volverlo a meter de cualquier forma. ¿Por qué yo?, te preguntas con resignación, ya no como la víctima de su miopía sino desde el pellejo del narrador. ¿Habrá acaso un manual, un curso, un decálogo que permite al agente aduanal reconocer los principales signos que identifican al maleante de entre la gente honesta? ¿Es en realidad miope su apreciación, o puede ver en ti ese magnetismo que desde siempre arrastras y llama a los problemas por nombre y apellido? Si al menos te dijera la razón, saldrías del aeropuerto Charles de Gaulle pertrechado de alguna información valiosa.

     Cuando al fin te libera, la duda sigue allí. ¿Por qué yo y no el siguiente, o el anterior, o cualquiera, carajo? Imposible saberlo, pero al cabo ya tienes algo que contar. La vida siempre te parece mejor cuando encuentras que hay algo digno de ser narrado, así te haga pedazos el buen ánimo. ¿Y si fuera eso lo que la mujer vio? ¿Y si al final te hubiese hecho un favor? Cuando se abre la puerta, respiras aliviado porque aún esta allí el chofer con tu nombre en el cartón. No han ni subido al coche y ya le estás contando la pequeña historia.

     No eliges a la vida; ella te elige a ti.

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14 de noviembre de 2008
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Abismo y magnetismo / I

I. La peliaguda duda. 

¿Por qué a mí?, te has preguntado tantas veces, desde los años en que la respuesta se anunciaba por fuerza mística, pues sólo acaso los adultos habrían conseguido responderla, aunque no hubiese forma de confiarles la duda que, según tus temores, te incriminaba. ¿Cómo evitarlo, pues, si cada nueva calamidad te caía del cielo y ahí estabas, otra vez en problemas? Era como si una firme maldición te atara a esa cadena de eventos estrambóticos que al final señalaba tu destino con el dedo flamígero del azar indeseado. Inclusive llegaste a pensar que cada una de las calamidades sobre la Tierra tenían que sucederte precisamente a ti, que tanto les temías pero igual no podías detenerlas. Si en la escuela inventaban una nueva sanción, era seguro que llegado el momento te la aplicarían. No fallaba. O sería que tú eras el que fallabas, a decir de prefectos y profesores, quizá confabulados con el destino para darte lecciones nunca solicitadas y sin embargo, ay, indispensables.

     Con los años llegaste a una conclusión: si esas calamidades te perseguían por necesidad, ello era síntoma de una predestinación a la cual no debías volver la espalda. De hecho, durante los tortuosos años niños, habías aprendido de la fatalidad una larga cadena de mañas y recursos espontáneos que otros, menos versados en capotear adversidades variopintas, no imaginaban siquiera posibles. ¿Por qué a mí? ¿Por qué iba a ser, al fin, si habías elegido el juego de vivir contando historias, y a quien nada le ocurre nada podrá narrar? ¿Y si aquellas jodiendas infumables fueran en realidad una bendición que tú mismo imantabas, con esa hambre de caos que jamás controlaste, probablemente porque nunca quisiste? Sería por eso que más tarde los problemas dejaron de llegar, y empezaste a buscarlos por tu cuenta. ¿Y por qué no a mí?, fue la nueva pregunta, siempre que algún peligro asomaba las napias y ya te parecía apetecible como el rastro olfativo de una ninfa sin frenos.

     Empujar al azar hasta su orilla, de modo que los momios quedaran en tu contra y hubiera que remar en el sentido opuesto a la corriente: una vez que se cae en tal prurito, no es difícil hallar placer en él. Apostar contra uno, cerrarse las salidas, y enseguida lanzarse a buscar el milagro. Encontrar la manera de no caer al abismo a fuerza de moverse en sus orillas. Dejar que los problemas se agiganten, esperar a que todos te den por perdido y justo entonces regresar desesperadamente a consumar una proeza gloriosamente innecesaria. ¿Qué necesidad tienes?, preguntaban tus pocas amistades sensatas y no había manera de explicarles. Había que hacerlo, punto. Había que pasar por la gasolinera con la aguja apuntando a la reserva y darse el gusto de no cargar gasolina. Ver en la carretera la señal de peligro y acelerar, para ver si de veras es tan peligroso. Lanzar por gusto la moneda al aire cuando podías elegir el camino seguro, pero algo en él te hacía desconfiar. Asquearse ante el consejo del juicioso y correr buscar el atajo maldito, pues alguien muy adentro sospecha que es la única salida digna. Saber, de cualquier forma, que todavía en la última orilla queda la opción de dar el salto hacia la nada y regresar de ahí con el pellejo a salvo. Nada que no haga uno cuando cuenta una historia que parece falsa y hay que hacerla verdad, a cualquier precio...

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14 de noviembre de 2008
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Fuentes por Fuentes

El día que por fin lo entrevisté (Laberinto, agosto de 2006), evité confesarle que llevaba veinte años esperando el momento. Como suele ocurrir con las entrevistas, las mejores preguntas me llegaron muy tarde, cuando ya transcribía sus respuestas, pero al cabo encontré, mientras lo ponía todo en blanco y negro, que como es su costumbre Carlos Fuentes había respondido a más preguntas de las que creo haber hecho, preocupado como estaba porque mi teléfono cumpliera dignamente como grabadora. A dos años de entonces, reproduzco las líneas en las que se aparece el Fuentes que -lector agradecido, Escorpión vigilante- creo haber conocido en todos estos años de bucear vorazmente en su trabajo. Feliz cumpleaños, Fuentes.

 

"Todos traemos un águila, y la serpiente es la cruz. No quiero decir que nuestra historia esté predeterminada por la fundación de Tenochtitlán, pero sí hay un retorno de los símbolos, y de las actitudes que los símbolos encarnan. No hay en el fondo símbolos vacíos, un símbolo siempre está sostenido en una materialidad de algún tipo. Incluso psicológica, anímica, o física, pero estos símbolos nos persiguen. Me llama la atención que en el Mundial de futbol se hable del "equipo azteca". Siempre somos los "aztecas", y que yo sepa no tengo nada de azteca. Creo que mi nacionalidad o mi vida comienza con la conquista española, soy descendente más de Hernán Cortés y la Malinche que de Moctezuma y sus concubinas. Me siento más lejano de ese mundo, pero siempre me están llamando "el escritor azteca". Persiste la fundación de México en la simbología mundial, y es muy fuerte, y no puedes decir: Yo no soy azteca, yo soy un hijo de la chingada que desciende de la Malinche y Hernán Cortés, por favor no me cambien el patrimonio. Mi padre es de Veracruz, mi madre de Mazatlán. No soy de la Meseta Sangrienta." 

"¿Cómo  vamos los mexicanos a ser violentos? Nosotros somos amables. Es un doble disfraz, disfrazas al mundo y a ti mismo de paso. Ahí están la literatura, el cine, la música, para decir: "No, la verdad es ésta". Cuando se habla de la función de las artes, yo acostumbro decir que escribir es inútil, pero en el fondo sé que se está conformando otra verdad alternativa, un mundo al lado del mundo que vemos y que está ahí para quien quiera verlo y recordarlo, y a la larga es el que se recordará, el mundo actual no va a ser recordado. El gabinete de  Fox, ¿quién lo va a recordar dentro de cien años? México es para vivir novelas, pero no las puedes escribir. No te lo permiten los horarios, los cuates, las comidas, la política, nada... ¿En Londres tú crees que me importa lo que le pasa a Tony Blair? Me importa un pito. Pero en Londres tengo una vida muy ordenada, que me permite escribir mucho porque me levanto a las seis de la mañana, aquí me acuesto a las seis de la mañana."

"Si eres un buen escritor, te inventas problemas. Dices: Ahora tengo que saltar esa barrera, no me voy por este caminito que me consagra (y es muy fácil, y me van a aplaudir y hasta puede que gane dinero), sino que voy a tratar de brincar el muro. Que está coronado de vidrio, además, y de espinas. Hay que brincar ese muro, y si no está tienes que construírtelo tú mismo, para que valga la pena lo que escribiste, porque si escribes con llanura y comodidad, lo que salga va a ser una porquería, no va a tener el menor interés; mejor haz anuncios de publicidad, emplea tu talento en otra cosa, haz canciones, boleros... En la literatura o te inventas un obstáculo o no vas a escribir bien. Tienes que vencer un obstáculo, cada libro que escribes debe ser un obstáculo, y uno di-fi-ci-lí-si-mo de superar. Que el libro sea el resultado de ese obstáculo. Aunque todos podemos caer en la tentación de la facilidad, no lo eximo, pero cuando se escribe bien, se escribe contra la marea y contra la facilidad."

"Aquí yo me levanto todas las mañanas y tengo el enorme privilegio de ver los volcanes, a las siete de la mañana todavía el smog no los ha cubierto. Y se ve el Ajusco. Veo todas las montañas antes de empezar a trabajar, luego el día se arruina inevitablemente. Las montañas desaparecen, no las vuelves a ver. Antes me sucedía que escribía de noche porque no podía escribir de día. Tenía una jornada que suponía estar a las ocho de la mañana en la clase de derecho civil del Charro Cossío, en la Escuela de Jurisprudencia de San Ildefonso. Eso significaba levantarme a las seis de la mañana, irme a trabajar después en una oficina, luego llegar a mi casa, comer y sentarme a escribir La región más transparente, de cuatro a siete. Porque a las siete había chamacas, cocteles, fiestas, bares, cabarets, y ya te desvelabas, dormías cuatro horas, y a las seis de pie otra vez, para ir a estudiar derecho civil. De joven tiene uno mucho vigor, puede escribir una novela en medio de la farándula, el sexo, las oficinas, los estudios... Puedes hacerlo todo, pero no es suficiente; siempre te queda el gusanito de por qué no hice más, por qué no enamoré a Menganita, por qué no fui a bailar a tal lado."

"Yo tengo una manía, que es vivir con Balzac. En la época de la gran eclosión romántica francesa, al lado de Víctor Hugo. Me encantaría. Estar platicando con esos changos, tener los mismos amores, en un París que olía a caca de caballo, que tengan que curarte con un vaso, estar prendiendo velas toda la santa noche... No escogería otra época mejor."

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11 de noviembre de 2008
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Ritual de abracadabras

"Imaginar la nada, o creer que se gobierna la nada, es una de las formas, acaso la más segura, de volverse loco." Lo escribí de memoria, sobre una servilleta. Luego le añadí el nombre del autor y un comentario breve: Huyamos de la nada, tras lo cual deslicé la servilleta hasta las manos de la guapa del salón. Dos minutos más tarde, ya había consentido en que pintásemos venado juntos. Destino: Carlos Fuentes Live en El Colegio Nacional.

     Seguramente también ella, que como yo estudiaba Literatura, conocía aquel adagio infecto según el cual los escritores suelen morirse de hambre. Una sentencia falsa en rigor, cuyo efecto eufemístico aspira a sugerir que el interfecto es un muerto de hambre. Por eso en el camino me esmeré en relatar a la guapa de marras que, una semana antes, Fuentes había narrado en el mismo lugar cómo, cierta noche en París, fue invitado a una cena cuya anfitriona lo sentó junto a María Callas. "¿Qué le parece el mito, ahora que lo conoce?", le preguntó la diva, según recuerdo, a lo que el novelista respondió que le parecía que el mito había adelgazado. Mi punto, al fin, era que aquel embuste del escritor hambreado quedaba cuando menos en veremos.

     No podíamos aspirar a una silla. Estar adentro ya tenía el sabor del privilegio, tal como atestiguar el performance en cuclillas nos daba una probada de aventura. No traíamos libretas, ni siquiera papel, pero por algo he usado la palabra performance. Algo iba a acontecer que no se limitaba a las palabras, ni bastaría una transcripción para documentarlo. Una cosa es sentarse a dictar una conferencia y otra alzarse a invocar y alebrestar demonios a golpe de conjuro. Distraerse apuntando lo recién oído era perder el hilo del hechizo. Hacer trampa, quedar fuera del juego. Una idea que se iba tiñendo de angustia conforme la actuación del autor ganaba altura, urgencia y contundencia. La angustia deleitosa de quien ya se enganchó a la narración y paladea el entuerto de confundir al juglar con su historia.

     Más que una performance, era aquella la recreación de un ritual. Un acto de endorcismo apalabrado. El autor se ha propuesto la gesta de narrar el acto inenarrable de narrar, y al hacerlo en voz alta debe echar mano de cuantos recursos le sean concebibles. Uñas, dientes, rodillas, hay que matar al león a como dé lugar. Ante los asistentes, el autor se convierte en personaje. Sabe que al fin lo dicho, lo narrado, forma asimismo parte de lo acontecido, y en ciertas ocasiones lo suplanta. Nos suplanta. Nos urge. Nos arrastra. Quien era espectador se ha transformado en cómplice. El dicho ya es el hecho. Fin.

     A saber cuántos fuimos los intrépidos que regresamos de uno de esos viajes convencidos de que la vida sería una miseria si un día no intentábamos darle la cara así a nuestros fantasmas. Recuerdo, sin embargo, que de vuelta en la calle de Donceles la nada parecía un bicho inimaginable.

(Revista Nexos. Octubre, 2008.)

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10 de noviembre de 2008
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Wanted

Hay quien opina, con razones muy sólidas, que lo más importante de Barack Obama es su color. Me pongo en su lugar: ¿aceptaría yo, en un país regido desde siempre por negros, que se celebrase el más importante de mis triunfos básicamente porque soy blanco? Supongo que me sentiría indignado. Nada hice por nacer de este color, me gustaría pensar que tengo algún encanto añadido. Voluntad, por ejemplo. Inspiración. Visión. Fe. Terquedad. Astucia. Cualquier cosa que vaya más allá del pigmento. No deja de alegrarme que en tan pocos años un país entero haya sido capaz de revolucionarse hasta vencer a sus prejuicios menos presentables, pero tal no es problema de todos. Me sigue pareciendo primitivo, y hasta un pelito imbécil, que a uno lo señalen y clasifiquen por su color, tamaño o apetito. Igual podrían clasificarnos según nuestra manera de sudar, escupir, estornudar, rascarnos. No celebro, por tanto, que la presidencia de los Estados Unidos la ganara un negro, que como cualquier blanco o amarillo bien podría ser un bestia o un sociópata, sino que haya caído en manos de un sujeto admirable por muchos motivos, entre ellos el de ser más grande que los prejuicios ajenos.

     Creo recordar que era Wole Soyinka quien dijo alguna vez, durante una entrevista, que cuando se trataba de saber si sus interlocutores eran proclives al racismo, no tenía más que soltarse diciendo tonterías grandilocuentes y palurdas. Si los otros atendían a semejantes opiniones con esmero y procedían a darle la razón, no había duda: eran unos racistas de mierda. No quiere uno que lo detesten por ser blanco, pero tampoco que por eso lo prefieran, o que lo privilegien compensatoriamente, o que incluso le nieguen el derecho a ser considerado un miserable, o un inepto, si en ello se empeñara. Es una vejación ser juzgado en manada, por más que el juez se empeñe en absolvernos.

     La sola idea de absolver a Barack Obama por su color tiene el hedor de una satisfacción no pedida. ¿Qué más me da de qué color sea Obama, si de cualquier manera ya me parece incomparablemente más civilizado que buena parte de sus predecesores en el cargo? ¿Acaso un individuo como Richard Nixon habría sido mejor de haber nacido en Harlem? Más celebrable al fin me parece creer con firmeza y entusiasmo que ese tal Barack tiene que ser una persona decente. Suceso harto infrecuente, incluso exótico. Como raro sería que el tema de la raza se esfumara, y con él se llevara al tema del racismo. George W. Bush podrá ser un burrazo, pero eso no nos hace a los demás caballos. Me aburre francamente el asunto de la raza, parece más que nada asunto ganadero. ¿Preferiríamos tal vez que en lugar de Obama estuviera Condoleeza Rice, que además es mujer y así consumaría un doble progreso? Si algo, en suma, creo haber aprendido del discurso del presidente electo en el parque Grant, es que de poco vale mirar hacia atrás.

     No es fácil, ni quizás inteligente, creer en las palabras de quien dice admirarnos por el solo hecho de ser iguales, si para eso tendríamos que superarle. Es por supuesto muy saludable que la mayoría blanca entienda hoy lo que siempre debió serle evidente, pero insisto, no todos teníamos ese problema. Teníamos, en cambio, a George Bush Jr. Un tremendo zopenco puritano. Se está cayendo el mundo y ese bestia sigue ahí, ayudando hasta a quienes votaron en su contra a ser juzgados en multitud. Pinches gringos, ¿no es cierto? Y también, fuckin' mexicans. Uno al final conserva el derecho se ser tan pinche y fuckin' como se le antoje, pero ayer la lección fue diferente. Hay de gringos a gringos, y por supuesto hay mexicans tan o más pinches de lo que cuentan ciertos fuckin' gringos. Pero a muchos eso nos viene igual, especialmente luego de una noche en que muchos millones de forasteros fuimos negros y gringos emocionales y creímos que al fin había amanecido. Amén. O en fin, Oh, man.

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6 de noviembre de 2008
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La hora del rayo azul

Una de las funciones fundamentales de las nuevas tecnologías consiste en ridiculizar a las precedentes. No bien mira uno con distante compasión a su vieja videograbadora y coquetea descaradamente con el nuevo reproductor de video digital, suele caer en el engaño automático de suponer que ha dado un magno salto hacia adelante, cuando en rigor no ha hecho sino tomar distancia de la persona que hasta ayer fue. Alguien ligeramente menos complicado. Y si intenta dar uso al aparato viejo, experimentará la clase de incomodidad propia de quien se mira presa de un pasado patético. No se quiere ir atrás. El futuro no acepta caminos alternos, ni ve con buenos ojos a quien insiste en la alta indefinición.

     Nunca antes el pasado fue derogado a estas velocidades. Cada aparato nuevo se torna obsoleto en el tiempo que toma sacarlo de la tienda, pero al llegar a casa uno cobra venganza con el anterior, que de un instante a otro luce arcaico. No quiero ni pensar cuánto le habrá durado a mis abuelos la consola que lustro tras lustro engalanó la sala de su casa, ostentando capacidades tan avanzadas como la de adaptarse a todos los formatos, que por entonces eran 33, 45, 75 y 16 revoluciones por minuto. Hoy se da uno por afortunado si el celular le dura más de dos años, pero ya se acompleja desde el tercer mes de uso cuando ve que los nuevos tienen otras funciones, inaccesibles para su antigualla.

     Caí en la última trampa -que como es evidente no habrá de ser la última- por propia iniciativa, una vez que compré (online, de madrugada) mi primera serie en blu-ray, atendiendo a una de esas comezones que nacen del insomnio mal combatido. "¿Cómo vas a dormir", me importunó uno de esos demonios ocurrentes que prodigan ideas inspiradas a deshoras, "si a estas alturas sigues sin haber visto un capítulo entero de Pushing Daisies?". Faltaba el aparato, ciertamente, pero ahí estaba el truco. ¿Qué podría hacer ya cuando arribara la primera temporada de la serie de marras, sino salir en busca del reproductor? Todavía conservo fresco en la memoria el día de la compra del entonces flamante DVD Player, que a la luz del Blu-ray inminente no puede ya ocultar su recién estrenada categoría de vejestorio. Sirve de gran consuelo, por lo pronto, que sea el aparato y no uno quien caduca.

     La frecuencia en el cambio de armatostes lo vuelve a uno cínico y desapegado. Antes, cuando llegaba un nuevo juguetazo, la emoción de moverse hacia el futuro duraba por semanas, y hasta meses. Hoy se da uno de santos con escaparse apenas a tiempo del ayer. Esa cosquilla basta para eludir la conclusión amarga de que todo es chatarra, empezando por el consumidor. "Pero es que el tiempo apremia", me dije a la hora de desempacar el aparato, recordando además que ya tenía grabados cinco capítulos de la segunda temporada de Pushing Daisies. En un mes más irán llegando a diez, todos amontonados en el disco duro del receptor. ¿Cómo va uno a quedarse cruzado de brazos?

     ¿DVI o HDMI? ¿1080i o 1080p? ¿SD o USB? Se experimenta una satisfacción abstracta cuando los cables se hallan todos en su lugar y la imagen brota de la negrura. Se nace un poco, incluso, a la luz de la dicha de mirarse avanzando por la pista que lleva hacia el futuro. Es decir la extinción, el fin, el hoyo negro al que tendré que entrar una vez que me apaguen la pantalla y los botones dejen de obedecerme. "Ya está descontinuado", dirán los enterados a quién por mí pregunte. Mientras, me estiraré en el ataúd, en la certeza de que soy su futuro.

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4 de noviembre de 2008
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