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Full de fulleros y fools

Por 20 de abril de 2009 diciembre 13th, 2021 Sin comentarios

Xavier Velasco

Hay vicios que uno nunca termina de entender. Hará ya un par de años que mi amigo y secuaz Felipe Viterbo, entre otras cosas editor de la revista Chilango, me pidió que escribiera una crónica sobre apuestas en la ciudad de México. La idea me gustó, pero algo no encajaba. Estuve un par de veces en sendas cuevas de disipación electrónica donde la gente va a arruinarse sola frente a una pantallita insulsa, sin siquiera el estímulo de escuchar las cascadas de monedas fluyendo de otras máquinas más generosas -consuela y empecina saber que otros sí ganan-. Miraba a los clientes, cada uno con los ojos fijos en la pantalla, y no podía evitar la sensación de vértigo propia de quien se asoma a un abismo en espiral. En ambas ocasiones me escurrí de la escena sin mayor dilación, presa de una congoja no del todo explicable. Se entienden menos aquellos vicios a los que sin saberlo es uno más propenso.

Si he de elegir entre dos compañías forzosas, me temo que prefiero un yonqui acalambrado a un tahúr solitario. ¿Será tan fascinante el vicio del naipe que me protejo de él menospreciándolo, como esas putas wannabe que se santiguan frente a sus antojos? Es fácil admirar, desde el lado seguro de la barrera, la leyenda según la cual Sid Vicious llegó a Texas con síndrome de abstinencia y subió al escenario de sus Sex Pistols ostentando en el torso la frase I need a fix. Al final del concierto, ya los selectos yonquis presentes se peleaban la honra de auspiciarle el piquete. ¿Qué se escribe un tahúr en el pecho desnudo, cuando no queda nada por apostar? I need a coin? Nadie quiere pasar de tahúr a pordiosero, antes que eso más vale eliminarse solo. Ir espiral abajo, a contraflujo de juicio e instinto. Caer hacia el vacío con la cabeza llena de cifras sin sentido que uno de cualquier forma entrelaza, con la facilidad del charlatán intrépido y la esperanza turbia del dueño del cilicio.

Luego de resistir los performances de dos amabilísimos amigos a los que una baraja o unos dados podían transformar en sendos energúmenos, entendí que la sana diversión del apostador es inversamente proporcional a la cantidad en juego. Quienes menos invierten, más se divierten. Aunque algunos invierten la autoestima, órgano comparable a una vejiga que se infla o se desinfla según el empecinamiento y los complejos del usuario. ¿Qué se hace para enfriar los ímpetus de un sobreautoestimado decidido a vencer a una todavía más terca salazón? ¿Amarrarlo, encerrarlo, enterrarlo?

Miedo de narrador, puede que sea. Huyo de las apuestas en metálico igual que me le escondo a la pasión hipodérmica, pues temo que de allí no haya regreso y sorry, pero el narrador ha de sobrevivir. Es preciso volver entero de la batalla, si no quién va a contar lo que pasó; tal es a un tiempo deber y coartada. Más acá de esa orilla donde incluso la ruina y la desgracia se hacen ver cachondas, desafiar a la suerte parece una delicia irrenunciable. Un deber tentador para quien narra, y por tanto no teme sino a la imprecisión.

Vuelvo a la imagen de esos tahúres solitarios que salen del trabajo, donde seguramente se han pasado el día frente a un monitor, prestos a refugiarse en otro monitor que les permita el lujo de perseguir a solas su propia bancarrota, y acaso entonces justificarlo todo, lo previo y lo futuro, a partir de su mala suerte vitalicia. Están salados, esa sería la explicación. ¿Cómo hacer una crónica periodística de un horror subjetivo que de entrada invita a hacer novela? Ya desde entonces enredado en el tejido de una distinta colcha, temí que aquella idea que se anunciaba como un raudo black jack apenas tardaría en volverse una lerda sangrienta -esa variante asesina del poker que obliga al perdedor a poner otro tanto de lo apostado sobre la mesa-. Y ahí está la cuestión, sólo de hablar del tema dan ganas de arruinarse. ¿Seguir a un perdedor pendiente abajo, a lo largo de una novela nihilista y acaso bernhardiana donde el narrador se haría uno con el personaje para irse juntos e infelices a lo hondo de la mierda? Ahí les dejo las cartas. Paso sin ver.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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