Xavier Velasco
La escuela está algo lejos de la casa. Francamente, dan ganas de no ir, pero basta con recordar la sensación triunfante de la noche anterior para recuperar el espíritu y lanzarse hacia allá con el ánimo fresco y la mejor disposición a mirarse humillado cada que es menester. Hace unos cuantos años, me pasaba lo mismo con el tae-kwon-do. Me sentía agotado desde los mismos ejercicios de calentamiento, luego me equivocaba con las formas –katas, que les llaman los karatecas- y al final me bastaba con que no me noquearan a patadas. Salía con las piernas temblonas del cansancio y la respiración aún entrecortada, celebrando los golpes repartidos y olvidando de a pocos los encajados. Pero ahora es distinto. Cada vez que dejamos la escuela de baile, hay una ligereza que nos acompaña a lo largo de las tres cuadras que recorremos para volver al estacionamiento. Llamémosla conciencia chévere. Quien la tiene sospecha que se tiene a sí mismo.
Si tras una sesión de tae-kwon-do me sentía capaz de estamparle la suela en la jeta al primero que me contradijera -con el riesgo latente de que ocurriera exactamente lo contrario- una hora intensiva de clases de cumbia no hace sino afirmarlo a uno en la certeza de que pasan las tardes y todavía no aprende a abrillantar el piso. El cerebro se embota, las piernas se embarullan, las manos se entorpecen, miras hacia el espejo que abarca el muro entero y te enteras de que eres un pelmazo, pero igual te empeñaste en demostrarte lo opuesto y una vez más empiezas. Uno-dos-tres, cuatro-cinco-seis. Los laterales ya están saliendo, las vueltas de repente se atoran, pero a la hora de intentar la culebra todo se viene abajo. Ya lo dice mi madre: Pobres hombres, nunca pueden pensar en dos cosas o más al mismo tiempo.
La idea no era cumbia, sino salsa, pero al llegar ahí nos bajaron los humos de un tirón. Primero lo primero, explicó la maestra, y hube de resignarme a seguir aquel ritmo que de niño me parecía detestable, comenzando por esas portadas calentonas que señalaban como libidinoso a su dueño y atentaban contra el pudor romántico infantil. ¿O es que siquiera habría tolerado el sonrojo mayor de reconocer que contra mis pequeñas convicciones me sabía de memoria la letra de La pollera colorá? Y ahí está la cuestión, nada parece haber más tentador que la idea de hacer justamente lo que uno dijo que jamás haría. Desafiarse, contradecirse, rebasarse, dar el salto, volverse y encarar lo hasta entonces extraño. ¿Por qué? ¿Por qué no, pues?
Al paso de los años escolares, recuerdo haber perdido lentamente el pavor al error. Cuando menos pensé, reprobaba materias con una indolencia que no tardó en tornarse alegría. Afortunadamente, en la escuela de baile no hay boleta de calificaciones, pero de sólo ver lo que hace uno de los maestros con mi princesa -que hasta hace una semana sólo sabía sambar- me miro reprobado una vez más. Vuelvo entonces la vista hacia aquel nuevo alumno que trastabilla como un oso beodo y se mira agobiado los pies desobedientes. Ese era yo, me digo, hinchado de esa satisfacción mezquina que suele dar cobijo a las medianías, y regreso a la pista con la desfachatez de quien ha decidido una vez más desafiar al ridículo, hasta quebrarlo.
Que otros pierdan el tiempo trazándose propósitos edificantes para el año que viene, yo me conformo con quitarme de encima esta suerte de dislexia rítmica y alcanzar el olvido de sí mismo que libera al que baila de la necesidad absurda de pensar. El olvido: qué asunto tan chévere.