Xavier Velasco
Despierto en medio de ese bache en la agenda que bien podría llamarse nochebuena cuaresmeña y se observa en detalles sólo visibles a ojos inquisitivos, como sería la sobrevivencia del árbol navideño a media sala ya entrados la Cuaresma y el mes de marzo. Nueve de la mañana, temprano todavía para la primera Coca-Cola pero muy tarde para apagar las luces del arbolito. Afortunadamente es artificial, podría tenerlo en pie el año entero y a partir de septiembre estar a la vanguardia del Christmas Spirit. Hay, no obstante, visitas que se asustan cuando encuentran un árbol de Navidad en junio. Piensan que están en casa de un desaseado mental, temen que les salpique su inescrúpulo. Puede que sea por eso que cada noche sigo prendiendo los foquitos. Que no se diga que es uno desidioso.
Imposible entender la proverbial recurrencia de un fenómeno como la nochebuena cuaresmeña desde el pedestal de un escritorio aséptico y una agenda equilibrada, ventajas que uno va dejando de codiciar conforme se amontonan las evidencias. Como es el caso de esa piña huraña que entró en el refrigerador por ahí de septiembre pasado y en todos estos meses no encontró más salida que endurecerse a solas. Si uno se las arregla para no ver el árbol en la sala, ya quiero ver qué va a hacer una piña encerrada en un cajón a medias transparente para hacerse notar. Por no hablar del cereal caducado en febrero del ‘94 que inexplicablemente resiste en la alacena, tal vez petrificado como aquellos proyectos insuficientes que también se escurrieron agenda abajo, a saber desde cuándo. Las obsesiones libran guerra sin cuartel para prevalecer en la cima del coco. Cada vez que una de ellas triunfa visiblemente sobre las demás, se producen fenómenos equivalentes a la nochebuena cuaresmeña. No hay más que el horizonte de la obsesión, el resto se disuelve como un sueño remoto.
Nueve y media. Todavía con el ventanal cerrado, el balcón inundado de sol disimula el empuje del ventarrón afuera. Es la hora en que uno tiene que decidir con qué armas va a enfrentar a los monstruos del día. Salgo al balcón envuelto en una cobija, pongo de un lado el yogurt y la fruta, del otro pluma, carpeta, control remoto, teléfono inalámbrico, teléfono celular, periódico. Hay que entrar en el día, pero sólo para salirse de él. Hay que entrar en el tiempo del proyecto. Hay que hacerse novela y desdeñar cualquier paisaje divergente. Hay que quebrar la espina de los días y transformarlos en un solo flujo. Hay que ser avariento con el tiempo. Hay que salvar la vida del capítulo náufrago, darle respiración al párrafo convulso y vida artificial a esa línea torcida que por algún motivo se niega a enderezarse. Hay que sobrevivir a los demonios engendrados.
Las diez. He expulsado al periódico y a los teléfonos. Ignoro cuanto puedo la lucha a muerte entre la podadora de un jardinero cercano y la voz de Young Jeezy escupiendo I get a lot of it desde dentro de la recámara. Contemplar un jardín esplendoroso bajo el estruendo de un motor de podadora podría llegar a ser tan desconsolador como atrapar al narrador encobijado al rayo del sol, con la facha de un tísico afiebrado cuya familia ha puesto el árbol de Navidad a destiempo, no sea la de malas…
Tiene una cierta gracia, para quienes creemos que el buen humor se disfruta mejor con cierta mala leche, descubrir que tus seres queridos realmente se preocupan por tu salud cuando te ven abordo de una obsesión así. Son los últimos meses de un proyecto largo, la dicha se confunde con la melancolía cada vez que se cae en uno de esos estados en apariencia catatónicos cuya magia evidente no es posible explicar. Se es feliz en mitad de la peripecia ajena que lo sumerge a uno en estados entre alelados, lánguidos y febriles. A lo lejos, del otro lado de la barranca, dos señoras señalan hacia acá. No alcanzo a distinguir sus facciones, ni por supuesto escucho lo que dicen, pero igual me divierto suponiendo que apuntan hacia a mí y me compadecen. A medida que avanzo obsesión adentro, imagino que escucho sus palabras perdiendo intensidad en la distancia. Pobrecito, comentan, todos los días su familia lo saca a orearse. Un día de éstos se les va a olvidar.