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De lúbricas descargas

Por 16 de junio de 2009 diciembre 13th, 2021 Sin comentarios

Xavier Velasco

Me temo haber crecido presa de dos tendencias contradictorias. Una parte era tímida y hermética, la otra se distinguía por un protagonismo desatado. Supongo que una cosa compensaba la otra, pero la disyuntiva al fin se reducía a sendas obsesiones paralelas: salir en la tele y hablar por la radio. Logros algo difíciles para quien nunca fue -dicen que Dios no da alas a los alacranes– una de esas estrellas infantiles que a menudo ni sus madres aguantan; aunque uno al cabo lograba arreglárselas. Ya fuera a fuerza de colarme en los estudios televisivos o saltando detrás de una entrevista al final de un partido de Copa Davis, conseguí algunas veces salir a cuadro. Qué emoción, me decía, pero hasta eso era poco cuando lo comparaba con la experiencia lúbrica de llamar el día entero a una u otra estación y de pronto lograr que entrase mi llamada. Decir al aire cualquier cosa -pedir una canción, votar por una estrella, responder a una trivia, ganarme un premio- y encima dar mi nombre, tenía el atractivo irresistible de mirarme capaz de incidir en el mundo de los grandes y dejar una huella, por ínfima que fuera.

Qué cosa guapa, el radio. Apandillarme con las empleadas de la casa para hacernos famosos por instantes era ya en sí una práctica que invitaba al derroche de fluídos corporales, toda vez que exigía en primer sitio combatir a patadas la timidez. Superar la vergüenza. Suponerse atrevido. Saltar de gusto, al fin de la llamada. ¿Soñaba acaso con ser locutor, conductor, periodista o estrella del espectáculo? Me lo pregunto y siento un hueco en el estómago, como pasa cada que debo admitir que desde niño deseé ser actor.

Imposible olvidar la noche que vi a Mario Vargas Llosa -diciembre de 2005, en la FIL de Guadalajara- dejar el escenario del teatro Diana, luego de una soberbia actuación como narrador, presa de un evidente arrobo escénico, y aparecer después, durante el brindis que siguió a la puesta en escena con Aitana Sánchez Gijón, exultante. Sudaba todavía, tenía impreso el rictus pleno de un adolescente recién desvirgado por Vampirella. Por eso, más que envidia, me despertó una intensa comezón. Hijo y nieto de asiduos del teatro, conocí desde muy temprana edad la pasión por los escenarios, y no tardé en probar la cosquilla callada de estar ahí. Inventar otro yo y asumirlo por gusto, o juego, o travesura. ¿No es acaso el quehacer de escribir una historia el camino más íntimo para interpretarla?

Acudir cada jueves por dos años a una cabina de radio -de 2000 a 2002 con Martín Hernández, en su programa Lógica Pretzel– fue un viaje peliagudo y electrizante. En un principio hablaba demasiado rápido, especialmente cuando debía leer uno de mis textos. Me atropellaba a veces, por la urgencia de acabar de una vez. Quedaban por ahí ciertos resabios de introversión, mismos que cada jueves me apliqué a combatir drásticamente, una vez entendí que esas lecturas sólo prosperarían apostando a un abierto histrionismo. Actuar, papel en mano: qué deleite.

Hará algunas semanas que la oportunidad reapareció, en la forma del podcast cultural de la UNAM. La idea era leer unas cuantas cuartillas de un texto literario con mi firma, y aunque me parecía tentador no estaba muy seguro de querer proceder. Una vez en cabina, sin embargo, el hechizo de entrar de rebote en la infancia -leía ya mi novela Este que ves, como quien se administra un déjà vu intravenoso- encendió no sé cuántos motores viscerales, de modo que después de las cinco cuartillas anunciadas no me quedó sino pedir clemencia para seguir leyendo hasta el final de la primera parte de la novela.

Estaba, por fortuna, en un sitio no sólo hospitalario sino generoso, de modo tal que mis solapadores -Myrna Ortega, Eduardo Ruiz Saviñón, Esteban Estrada, Cristina Martínez- autorizaron el exceso con entusiasmo cómplice y apremiante. Algo menos de una hora más tarde, salía de la cabina con esa deliciosa ligereza que suele ocasionar el regreso de un viaje aventurado; algo que se hizo más allá del buen juicio, un poco de puntillas sobre la cuerda floja del instinto.

Hace unos días que el saldo del empeño está al fin disponible en DescargaCultura.unam.mx, lo cual me aterra tanto como me regocija. Esa vieja descarga visceral por cuya causa hace uno cualquier cosa: señal de que es momento de salir a escena.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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