
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
La violencia vive, y con buena salud, debajo de la piel de nuestros congéneres –lo cual no excluye ni siquiera al más civilizado.
Esta en mí y está en ustedes. Y a veces resulta tan omnipresente, que parece que nuestras sociedades no tienen otro leit motiv.
Nos salta al cuello en los sitios obvios: las noticias que hablan de Afganistán, la represión del domingo y el lunes en Irán, el racista blanco que disparó en el Museo del Holocausto, las andanzas de los narcos mexicanos, los experimentos nucleares de Corea del Norte, el Monstruo de Amstetten –los crímenes nuestros de cada día.
Pero también está en la calle. En la forma de conducir y de cruzar de veredas, de dirigirse al otro, de buscar ventaja en cada circunstancia. En el modo de mirar al pobre, de evitarlo como quien escapa de un leproso, de imaginarlo delincuente tan sólo porque es moreno y adolescente.
Está en la intolerancia que caracteriza nuestros discursos: la falta de paciencia con el que piensa diferente, la violencia verbal que oculta nuestra incapacidad para a oír al otro –o nuestra negativa tajante a siquiera intentarlo.
Nos llenamos la boca hablando de la brutalidad de nuestros políticos, de su agresividad manifiesta, de su incapacidad de aportar ideas a ningún debate y de su negativa a elevar el nivel de la discusión. Pero en la vida cotidiana no somos mucho mejores que ellos. Incluso en los sitios que deberían tender naturalmente a la polifonía –por ejemplo este blog-, el intercambio de ideas suele brillar por su ausencia. A la primera frase mía con la que alguien disiente no se le responde con un argumento, sino con una agresión o una descalificación –como si mi probable falta de mérito en el territorio de lo humano bastase para dar por tierra con las ideas que expongo; aun en boca de un réprobo, una buena idea sigue siendo una buena idea.
La violencia también está patente en los sitios que, por definición, deberían cuidarse de justificarla dada la función social que cumplen: me refiero a los medios de comunicación, que en los últimos tiempos se permiten discriminar entre violencias injustificadas y violencias a las que en los hechos disculpan. En mi país el doble discurso se ha hecho patente en la manera de ‘informar’ sobre los piqueteros (violencia de gente pobre, y por ende reprobable) comparada con el tratamiento dado a los empresarios del campo que cortaban rutas (violencia de gente rica, y por ende comprensible). Y también en estos días, dividiendo aguas entre los violadores o pederastas de humilde extracción social y uno como el cura Grassi: no he visto a ningún medio concederle tiempo de aire y cámaras a otros violadores, tan sólo lo han hecho con Grassi y con Jorge Corsi –que es psicólogo, esto es universitario, y por lo tanto ‘gente como uno’.
Esta irresponsabilidad llega al coqueteo con la violencia institucional y hasta con el magnicidio. Pocos meses atrás, el tradicional golpista Mariano Grondona y el dirigente de la Sociedad Rural Hugo Biolcatti se solazaron en TV, imaginando la posibilidad de que el presente gobierno, democráticamente elegido, caiga antes de tiempo. En estos días, cualquiera que sintonice el canal de noticias Fox encontrará a más de un anchor diciendo que ‘el pueblo americano’ está a punto de estallar, y todo por culpa de Obama. ¡Si hasta el actor Jon Voight se permitió decir que Obama practicaba ‘la opresión’ y lo calificó de falso profeta! Por supuesto, si algo violento le pasara al actual Presidente de USA pondrían cara de circunstancia; pero apenas se apagasen las cámaras, seguramente descorcharían champagne.
El último refugio de la violencia es el lenguaje. El condicionamiento social puede prevenirnos a la hora de levantar la mano para golpear, pero el improperio, la descalificación o la puteada visita nuestras bocas con más frecuencia que el pan.
¿Existirá algún modo de renunciar a la violencia sin dejar de ser humanos?
(Continuará.)