Vicente Verdú
La prevención es la suprema recomendación de la medicina. Pero prevenir ¿qué? La prevención constituye tanto la máxima concreción en la esperanza como la máxima abstracción en las conductas. Podríamos pasarnos la vida previniendo y constatando, como en cualquier ámbito, la vanidad de la diligencia. Y esto, además, sin contar de qué modo el cumplimiento meticuloso y firme de la prevención conduce, con frecuencia, a una crisis paranoica.
¿Cómo acertar? No hay manera de ser precisos en la salud y tampoco en la enfermedad. Tanto una como otra son formaciones irregulares de contornos indefinidos y contenidos veleidosos.
Lo que sí resulta sin embargo tan sensato como recomendable, mucho más cabal que la neurosis preventiva, es la regla de acudir al médico, a la exploración, el contraste y el análisis, apenas se presenta el síntoma, por dudoso que sea. No todas las patologías hablan mediante síntomas pero para aquellas que se expresan es irresponsable negarles la conversación. Porque rehuir su voz o negar su fraseo abre las puertas a que tras el primer goteo llegue una inundación y siga, después, un exuberante discurso del que no podamos desembarazarnos.
La oratoria de la enfermedad cuando logra asentarse tiende a crear fecundas arborescencias con el objeto obstinado de ahogarnos. Contra esta tendencia tan fuerte como asesina debe actuarse radicalmente. Silenciando, entre todo, su primer silbido y echándose encima de ese indicio con todas las armas disponibles, tan abundantes en la primera fase de la batalla y tan escasas a medida que transcurre el tiempo y la enfermedad despliega su orquesta y ocupa la totalidad del espacio. El tronante espacio del mal donde el latido del corazón se desvanece.