A principios de los noventa, intenté escribir una novela sobre el último año del colegio. Pensaba que era un año clave, de transición --el fin simbólico de la adolescencia, el principio de los desafíos del mundo adulto--, que merecía ser mitificado en una novela. La novela se titulaba Fin de fiesta y de ella apenas escribí setenta páginas antes de abandonarla; descubrí, mientras la escribía, que no estaba listo porque todavía me dominaba el pudor: me avergonzaba de algunas experiencias juveniles que servían de base autobiográfica a la novela. Y ya lo sabemos, uno de los requisitos esenciales para ser escritor es la capacidad de poder escribir cosas de las que uno se avergonzaría si las contara en público.
A mediados de los noventa, volví al proyecto, que constaba, esta vez, de otros ingredientes: tenía como texto modélico La ciudad y los perros (soñaba con hacer con un colegio católico lo que Vargas Llosa había hecho con el colegio militar); creía haber aprendido, bajo el influjo de dos novelas de Javier Marías -Mañana en la batalla piensa en mí, Corazón tan blanco--, el arte de la digresión, de poder hablar de otros temas sin perder de vista el eje narrativo central; quería homenajear a y despedirme del género policial, que tanto me había acompañado durante la adolescencia. La novela se llamaba ahora Una estela blanca en Chinatown (sólo leyendo el libro se entiende el porqué de ese título).
La novela fue terminada en 1997. En ese entonces no lo veía así, pero ahora está muy claro que para la creación de mi ciudad imaginaria, el Río Fugitivo en el que después transcurrirían tres novelas -Sueños digitales, La materia del deseo, El delirio de Turing- fue fundamental el Onetti de La vida breve. Gracias a la intermediación de Ana Merino y de su padre, el gran José María Merino, Río Fugitivo -así se llamaba ahora la novela-- fue publicada en 1998 por Alfaguara en Bolivia (con esta novela, yo iniciaría mi relación con Alfaguara, editorial que considero mi casa). El libro sólo circuló de verdad en Bolivia y Perú. La edición se agotó, y luego no hubo una segunda edición. Con los años, se fue convirtiendo en un libro fantasma: la gente me lo mencionaba, pero eran cada vez menos los que lo habían leído.
Diez años después, Libros del Asteroide reedita en España una versión corregida y revisada de la novela. Descubro que pocas cosas conmueven tanto como que un editor se interese por un libro tuyo publicado hace mucho y ya muy encaminado hacia el olvido. De pronto, la novela revive, y tiene, quizás, la oportunidad de encontrar otros lectores, y de que otros lectores la mantengan viva por algunos años más, hasta que, como quería Borges, el tiempo haga su antología. Quienes han hecho posible esta edición son, en primer lugar, Luis Miguel Solano, editor de Libros del Asteroide; Eduardo Jordá y Dani Capó, defensores a rajatabla de la novela; Diego Salazar y Álvaro Martínez, lectores minuciosos que ayudaron a que esta versión no tenga las redundancias, los giros estilísticos innecesarios de la anterior; Juan Gabriel Vásquez, un escritor que admiro y que escribió un prólogo muy generoso.
Este jueves 12, a las 8 de la noche en Casa de América, Diego y yo conversaremos sobre la novela como parte del ciclo Ciudades imaginadas. Están invitados.



De todos los problemas que oscurecen el futuro de Europa, uno me parece muy preocupante: la próxima creación de un premio oficial de 


Aproveché además para ver todos los materiales extras que ocupaban el cuarto DVD de la caja. Repasando el proceso que llevó a la creación de Indiana Jones, desde la noción general -un aventurero que protagonizase peripecias non stop al estilo de los viejos seriales- hasta los detalles (el nombre Indiana con que George Lucas homenajeó a su perro, el sombrero, el látigo, la gastada chaqueta de cuero), me puse a pensar en que, más allá de las magníficas escenas de acción, la saga de Indiana Jones funciona tan bien -funcionaba, al menos, en las primeras tres películas- porque lo que nunca deja de rendir a las mil maravillas es el personaje: un científico que juega a ser un héroe, y que trata de creérsela todo el tiempo hasta que la realidad le demuestra que es un poquito menos listo, menos valiente y menos eficiente de lo que creía. Cuanto más falible, Indiana Jones resulta más encantador. Y como la personalidad y la iconografía se complementan tan bien, no es de extrañar que el personaje se haya convertido en una marca que excede el continente de sus films.
Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he visto el de Calígula.