Clara Sánchez
El sábado por la noche me senté un rato a ver Eurovisión, ese festival que saca al hortera que Europa lleva dentro y cada vez con mayor frenesí. No tengo nada en contra porque es la otra cara de los monumentos y los museos y su intrincada historia aristocrática, para ser hortera hay que estar vivo y tener sangre en las venas. Lo hortera es auténtico, sale de lo más profundo del ser, es un vendaval de camisas desabrochadas hasta la mitad del pecho y cuellos por encima de las solapas, cadenas al cuello, ropa ceñida, músculos de gimnasio, tacón fino con pulserita al tobillo, mechas californianas. La elegancia va frenada, no se atreve, la elegancia es miedosa y va a lo seguro: el negro, el rosa palo, los ocres, pocas joyas, maquillaje discreto y castaño claro con reflejos dorados. La verdad es que es más cómodo y lleva menos tiempo arreglarse en plan elegante que en plan hortera. Comparemos, si no, a la concursante noruega, (que de lo que vi del festival me pareció la más elegante con un vestido de seda morado ligeramente por debajo de la rodillas y tapando hombros, cuya seriedad sólo rompía un amplio escote sobre pechos normales) con la de Ucrania: pendientes largos, brazaletes en ambos brazos, body de pedrería y flecos bailoteando sobre las nalgas, taconazos de aguja, moreno de rayos UVA y dos rocas a punto de salirse del corpiño. En esta comparación hay que valorar el esfuerzo de la ucraniana, aunque se haya recargado un pelín, y habría que reprocharle a la noruega que se trataba de una fiesta retransmitida a casi todo el planeta y no de ir a cenar al restaurante de la esquina.